DOMINGO
libro

El efecto dominó

Una mirada sobre mundo y su gente.

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La periodista Hinde Pomeraniec registra las diferentes conversaciones que tuvo con Juan Gabriel Tokatlian sobre los resortes de la política exterior argentina y también sigue en detalle la evolución de los eventos internacionales. | juan salatino

Hinde Pomeraniec —Hay un concepto muy interesante en el que venís trabajando, que es el de la Internacional Reaccionaria. En esta línea, la Argentina se integraría a una serie, y el país dejaría de pensarse, como sucedió durante tanto tiempo, en términos de excepcionalidad. Vimos el ascenso de Trump en los Estados Unidos, luego de Bolsonaro en Brasil (para mencionar dos países que siempre son referentes), pero aun así imaginábamos que las mayorías en la Argentina no estaban abiertas a un gobierno de esa naturaleza. Me gustaría que desarrollaras un poco la idea detrás del concepto.

Juan Gabriel Tokatlian —En efecto, he venido explorando el tema; en especial desde 2018, cuando se produce la elección de Jair Bolsonaro en Brasil y a raíz del análisis del primer bienio de la presidencia de Donald Trump. Aunque parezca anecdótico (pero quizás útil a la luz de lo que sucedió en los primeros días del gobierno de Javier Milei), en sus días iniciales de gestión Trump firmó seis órdenes ejecutivas mediante las que, entre otras cuestiones, revocaba la reforma del sistema de salud del presidente Obama (el llamado Obamacare), abandonaba la negociación del Acuerdo Transpacífico de Cooperación Económica (Trans-Pacific Partnership), y reforzaba la seguridad fronteriza, incluida la ampliación de un muro entre los Estados Unidos y México. La idea era (es) dar una señal contundente de que se llega con un proyecto; un proyecto que no es solo político, económico, sino también cultural. Los gestos, los anuncios, las palabras de este tipo de líderes invitan e invocan una cruzada social profunda: hay algo que extirpar y algo distinto que imponer así ello derive en una situación colectivamente catastrófica. Ahora bien, creo que siempre hay que poner un lente histórico y comparativo que nos permita situar el hoy en una trama de más largo plazo. En el sistema internacional existió un período que, entre otros, Samuel Huntington denominó la “primera ola de la democracia”, y que según él se extendió entre 1828 y 1926, aproximadamente. Es muy interesante ver que en ese período el mundo era distinto: había unos ochenta países reconocidos y, entre ellos, solo algo menos de treinta tenían procesos electorales democráticos; obviamente con restricciones muy grandes, como que no votaban las mujeres. A partir de 1926 se produjo una gradual, pero dramática caída de los procesos democráticos, a tal punto que para 1942 había en el mundo apenas doce democracias. Con la caída del bloque socialista y el derrumbe del comunismo, se esperaba que una nueva ola de democracias cubriera al exmundo soviético, a Europa oriental, a parte de Asia, e incluso al África. La tercera ola democratizadora de Huntington, que había comenzado gradualmente en 1974, se anunciaba como irreversible. Sin embargo, aun antes de los atentados del 11 de septiembre de 2001, y con más fuerza después, ese escenario optimista mostró sus límites y contradicciones. Se aceleró el desmantelamiento del Estado de bienestar en los países desarrollados y se amplió la desigualdad interna en todas las latitudes; esto originó, en particular en Occidente, agudos malestares domésticos. Tenemos, entonces, evidencia de que el proceso democrático expansivo se frena y empieza a revertirse desde la primera década de este siglo. Esto es, tenemos cada vez menos democracias electivas, porque aumentan las autocracias o los autoritarismos y retornan los golpes de Estado (por ejemplo, en África hubo siete golpes en los últimos tres años). Y, por otro lado, vemos que aparecen procesos de retracción democrática y pérdida de derechos en democracias que considerábamos consolidadas. Creo que esto obliga a reflexionar sobre qué es lo que está pasando hoy en el nivel global. Lo primero que hay que decir es que las democracias que no se nutren, que no se fortifican, que no generan bienestar, que privilegian los intereses de grupos minoritarios mediante la concentración del poder son muy difíciles de sostener, porque aparecen la rebelión, el rechazo, el repudio, el descontento social. Hay condiciones objetivas que muestran que hay que sostener y promover la democracia, pero no con mensajes simbólicos, sino con contenidos materiales. Un segundo punto es que correspondería desagregar esa cuestión en términos sociales y políticos. Cuando una parte de la élite le quita su adhesión a la democracia y opta por sostener a dirigentes que proponen agendas regresivas, es muy difícil que esa parte de la élite pueda luego controlar a esos líderes. Actualmente hay muchos liberales en el mundo, en Europa, en los Estados Unidos y en América Latina, que creen que estos personajes raros, estrambóticos, pueden ser controlados y disciplinados; que cuando ganen elecciones no van a ser tan extremistas y que van a implementar políticas sensatas. Incluso están convencidos de que, como por lo general estos líderes –salvo excepciones– no tienen partidos con tantos adeptos ni experiencia legislativa, van a tener que recurrir a ellos, que podrán tener vocería y poder de decisión en potenciales gobiernos de derecha radical. Son los liberales distraídos. Son liberales para algunas cosas y para otras cosas se olvidan de que lo son. Son, en el fondo, liberales que están–así no sea exprofeso, dispuestos a desertar de sus convicciones en favor de sus conveniencias materiales y de sus animadversiones profundas. Creen en su capacidad de cooptar a ese outsider, de orientarlo, de explicarle cómo es la cosa, qué camino hay que tomar. Durante lo que se conoció como “primera ola democrática” había, en las democracias que se perdieron, sectores que hoy calificaríamos como liberales, moderados o centristas, o parte de la élite ilustrada, que acompañaron experiencias como éstas, en parte porque siempre había algo que se percibía como peor (en aquella época, eran los comunistas), y en parte porque se creía en la posibilidad de domesticar y encauzar a estos líderes que parecían fanáticos, pero que no lo iban a ser. ¿Quién iba a pensar que el Partido Republicano y sus votantes iban a conceder todo lo que le concedieron a Trump para que ganara, que incluso avalarían el asalto violento al Capitolio el 6 de enero de 2021?, ¿quién iba a pensar que en Brasil el conjunto de partidos de centroderecha, de centro o aquellos que conservaban algún rasgo socialdemócrata, terminaría apoyando a Bolsonaro? En fin, podemos encontrar más ejemplos. Hoy vemos muchos casos en Europa.

—La llegada de estos líderes coincide con la debacle y decadencia de los partidos más tradicionales, además.

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—Durante la primera parte de la Guerra Fría, teníamos la Internacional Comunista, la Internacional Socialista o Socialdemócrata y la Internacional Demócrata Cristiana. Los partidos no solamente constituían una forma de representación y un vehículo de participación, sino que eran la traducción de los intereses y preferencias de sus afiliados, sobre todo dirigidos a lo que en aquel momento era la expectativa alcanzable de un Estado de bienestar. Esto fue diluyéndose de manera muy drástica y, terminada la Guerra Fría, estas Internacionales dejaron de ser punto de referencia. No convocaban. Los partidos mismos empezaron a desintegrarse. Cambiaron de nombre. Comenzaron, en algunos casos, literalmente a desaparecer.

—Sí, se esfumaron.

—Los socialistas y socialdemócratas en Europa abrazan tanto el mercado que van abandonando su capacidad crítica respecto del capitalismo, así como su voluntad de movilizar a su proverbial base política. Los comunistas se rediseñan, pero tampoco tienen posibilidades de transformar la herencia del proyecto comunista no realizado. Lo que empezamos a ver son esbozos de otros modos de articulación de intereses a escala transnacional, que dan lugar a lo que denomino una “Internacional Reaccionaria”; es decir, proyectos domésticos en los cuales las ultraderechas tienen una voz cada vez más audible, colocan los escasos resultados del progresismo de los años noventa a la defensiva, y avanzan con iniciativas intolerantes que tratan de poner en entredicho y revertir algunos de los logros alcanzados en particular en cuestiones de género, derechos de las minorías, preservación de ámbitos de protección social, políticas ambientales, etc. Dos dinámicas reflejan la actitud reaccionaria hacia los cambios de largo plazo. Primero, una mirada frente a la historia, la política, la moral y la cultura en clave de pérdida, de desengaño y de frustración. Prevalece la glorificación de un pasado presuntamente mejor, ordenado y seguro. Subyacen la nostalgia y la convicción de superioridad moral; por eso, la alternativa propuesta es recrear el pasado, pero con un horizonte de drástica transformación. La segunda dinámica es la elección de alguien a quien culpar por los males actuales. Así, el progresismo es considerado destructivo porque pone el acento sobre el multiculturalismo, la diversidad identitaria y el cosmopolitismo, entre otras cuestiones. Asimismo, se condena al comunismo (hoy inexistente) y al reformismo (muy debilitado) y se los presenta como anatemas que deben ser neutralizados o eliminados. Las herencias revolucionarias –la burguesa y la proletaria– son impugnadas por haber instaurado derechos de distinto tipo que apuestan a revertir porque, suponen, contribuyen a la decadencia de las sociedades. Ese conjunto de ideas y valores les resulta atractivo a las personas ligadas a partidos conservadores, fuerzas religiosas, movimientos nativistas, sectores radicalizados, partisanos libertarios y grupos anticientíficos. Y encuentra eco en individuos, familias y grupos para quienes las promesas de más justicia, equidad y dignidad han sido reiteradamente incumplidas; en especial, en la pos-Guerra Fría. La Internacional Reaccionaria tiene elementos premodernos y antimodernos, pero con la certeza de que su pensamiento y acción salvará a Occidente; un Occidente que no entiende que hay enemigos por doquier. Un esbozo de esas creencias tiene un antecedente sombrío al menos en América Latina: las dictaduras de la región. En especial en el Cono Sur, los militares remarcaban que venían a“limpiar las sociedades de los subversivos, a transnacionalizar sus proyectos represivos para terminar con los indeseables y a emprender cruzadas en el exterior en nombre del cristianismo y el anticomunismo para “salvar” los valores occidentales.

—Todo parece indicar que las derechas y las ultraderechas de hoy no son una reproducción de las del pasado. ¿Cómo las describirías? ¿En dónde se ven esas diferencias?

—Creo que la experiencia comparada puede contribuir a comprender este fenómeno que estoy describiendo. En primer lugar, hoy la derecha vuelve a ocupar un lugar central en Occidente. Durante la Guerra Fría el acento estaba puesto en la izquierda, en sus expresiones, sus modos de acción, sus posibilidades de acceder al poder, la naturaleza de su proyecto emancipador. En la pos-Guerra Fría se instaló la idea de que la diferencia izquierda-derecha era anacrónica: el fin de la historia era supuestamente el final de las ideologías. En el siglo XXI, el foco está en el avance de las derechas; las radicales, que operan dentro del sistema aunque lo cuestionan, y las extremistas, que quieren modificar profundamente el sistema, llegado el caso recurriendo a la violencia directa. En segundo lugar, las nuevas derechas son más sofisticadas, menos rudimentarias que las del pasado, y combinan argumentos políticos, económicos y culturales que las acercan al “hombre común. En parte se han apropiado de Gramsci y han entendido que deben construir un proyecto hegemónico en el que el discurso tenga un lugar central. En este punto me permito hacer referencia a un concepto de Richard Shorten, el de diatriba reaccionaria, que considero un recurso clave. Se trata de un discurso caracterizado por una retórica simultáneamente fuerte, moralizante y vulgar, en la que resultan esenciales la digresión, la repetición y el énfasis. En tercer lugar, hay una situación objetiva que lleva a los y las votantes a apoyar líderes y propuestas reaccionarias. El fastidio social obedece a cuestiones materiales concretas y a una inequidad evidente. Ello ha ido generando zozobra, ansiedad, marginación y resentimiento. La amenaza, en algunos casos cotidiana o persistente, de una declinación irreversible en las condiciones de vida empuja al votante a identificarse con proyectos drásticos de transformación, más allá de si objetivamente los beneficios prometidos se alcanzarán o no, en el corto plazo. Esto es parte de un fenómeno global de cambio, cada vez más extendido y de desenlace imprevisible. Por todo lo anterior me refiero a la existencia de una Internacional; es un proyecto que existe, al menos en los términos en los que acabo de describirlo. ¿Esto es conspiratorio? No, para nada. No hay una persona sentada en el séptimo piso del Departamento de Estado pensando diariamente sobre esto o una confabulación de hombres blancos que se reúnen en algún lugar de los Alpes para motorizarlo, mientras Putin lo disfruta. No. Pero es una vertiginosa concatenación de factores que viene avanzando desde hace años y se ve replicada en más y más países, triunfen o no estos movimientos electoralmente en una primera oportunidad.

—Esto que estás describiendo ya es un presente para muchos países, incluido el nuestro. La pregunta es cuál puede ser la deriva de estos liderazgos y estos movimientos, que en muchos casos están llegando al poder votados por mayorías significativas. En el marco de una evidente crisis del sistema, ganan elecciones democráticas formas políticas que descreen de la democracia. ¿Puede esto que llamás “proyecto” de una Internacional traer beneficios para el sistema?

—Voy por partes. Como dije, no hay una conjuración, pero sí estamos ante un hecho transnacional facilitado por los vínculos personales, los grupos de interés, los contactos políticos, los recursos financieros y las plataformas de comunicación de distintos actores sociales. Pongo un ejemplo. Hay una especie de conectividad estratégica entre grupos como ciertos think tanks, pero que también involucra a algunos individuos, especialmente en los Estados Unidos. Un caso emblemático es el de la Red Atlas (Atlas Network, creada en 1981 con el nombre de Atlas Economic Research Foundation), que lidera un entramado de más de seiscientas instituciones y sociedades en alrededor de cien países, y que en la Argentina tiene unos diez centros u organizaciones. Su propósito es reivindicar una sociedad basada en los principios de la libertad individual, la propiedad privada, el gobierno limitado y el libre mercado. Desde 2017 ha expandido su presencia en América Latina. Otro ejemplo es la red de los hermanos Koch –multimillonarios estadounidenses que ofrecen apoyo financiero a causas ultraconservadoras en lo social y negacionistas en lo ambiental–, que promueve la ideología libertaria y cuenta con múltiples nexos organizativos, influencia político-electoral y cuantiosos fondos para ese propósito. También hay personajes como Steve Bannon, quien ha contribuido a la promoción de distintos movimientos y partidos de ultraderecha en Europa y Latinoamérica. Está, asimismo, la Conferencia de Acción Política Conservadora, fundada en 1964 con el propósito de promover sus valores en los Estados Unidos, principalmente, y desde hace un tiempo en el mundo. En el evento de febrero de 2024 se encontraron allí Trump y Milei. Y periodistas como Tucker Carlson, quien procura entablar una suerte de “diálogo global” de las derechas. Suele repetirse que Donald Trump, Jair Bolsonaro, Geert Wilders, Giorgia Meloni, Javier Milei, Marine Le Pen, Santiago Abascal, Tom Van Grieken, Nigel Farage y José Antonio Kast, entre otros, no son lo mismo: sus trayectorias personales y las estructuras partidistas que los apoyan son diferentes. Por supuesto, eso es correcto. Sin embargo, son parte de una misma familia reaccionaria que comparte aspectos clave de su perspectiva sobre el mundo, sus desprecios y aversiones, así como la dirección de muchas de sus propuestas de cambio. Por otro lado, el telón de fondo en el que gana espacio y proyección la Internacional Reaccionaria es lo que Gramsci llamó “interregno”,  ese momento de crisis orgánica en el que “lo viejo está muriendo y lo nuevo no puede nacer”. En tal contexto, Gramsci subraya que se manifiestan “fenómenos mórbidos”. ¿Cuáles? Por ejemplo, la tendencia a normalizar la violencia; el desmoronamiento de instituciones que parecían consolidadas; la aparición de líderes que tienen la capacidad de sintonizar con ese desencanto, con  esa rabia, y por lo tanto logran imponerse políticamente con una agenda que parecía inverosímil. Hay también un conjunto de condiciones internacionales que facilitan estos procesos. A esta lectura sumaría la idea de que hay que volver a traer la lucha de clases a la discusión, porque han reaparecido pugnas de clase por doquier. No puede haber semejante grado de concentración de la riqueza y de desigualdad sin que en algún momento eso se exprese. Si no se fortalece la democracia, si no hay canales pacíficos para conducir esos descontentos, esos vacíos y retrocesos que va generando la situación política, social y económica son aprovechados por grupos poderosos y dotados de una agenda de rechazo a la situación presente, junto con la apelación a un supuesto pasado mejor, en el que había orden, en el que todo funcionaba y la grandeza nacional era, presuntamente, notoria. En gran medida, el avance de la Internacional Reaccionaria expresa una doble crisis: la del capitalismo y la del progresismo. Retomando a Gramsci, diría que la irrupción de esta nueva derecha más prepotente, ferviente y seductora no tiene visos de liderazgo sino de dominación.

—¿Cómo explicamos lo que podríamos llamar cierta “confusión de clase”? Quiero decir, ¿cómo explicamos que los trabajadores de las aplicaciones de delivery, para mencionar un ejemplo simplemente, y otros trabajadores que están en una situación de absoluta precariedad laboral confíen en proyectos políticos y económicos que –según todo parece indicar– no los van a beneficiar? ¿Cómo se entiende que tanta gente excluida o con necesidades básicas insatisfechas vea una esperanza en ese modelo?

—En todo el mundo, existe una juventud a la que le transmitimos a diario de diversos modos que no parece tener destino, una juventud para la cual la democracia tiende a significar menos que en el pasado. Un informe del World Values Survey sobre el período 2017-2020 mostró que, ante la pregunta de si la democracia es imprescindible, las personas mayores de edad contestaron afirmativamente; pero a medida que disminuía la edad de los entrevistados, menos personas la consideraban indispensable. ¿Por qué los jóvenes parecen insatisfechos con la democracia existente? ¿Qué les ofrece la democracia a las nuevas generaciones? ¿Significa todo lo anterior que revitalizar la democracia doméstica es imposible o innecesario? No. Por el contrario, es urgente. En especial en Occidente, y en particular en América Latina.

—¿Es la insatisfacción con el sistema lo que motoriza la carga de violencia que se advierte en la retórica, y muchas veces en las acciones, de tantos jóvenes?

—Mi impresión es que pasamos de una situación de desencanto a una situación de miedo. Yo creo que los jóvenes actualmente tienen miedo, no es que simplemente están desencantados. Y tienen miedo porque no se les ofrece nada. Porque no pueden conseguir un buen empleo, porque los cambios tecnológicos los pueden dejar afuera y porque, incluso si consiguen un empleo, formal o informal, probablemente no puedan alquilar un lugar para vivir, formar una familia, vivir con dignidad. Mi intuición –no pretendo ser experto en el tema–, es que el impulso violento que algunos sienten y expresan obedece al profundo miedo que tienen. Rompo con todo porque ya estoy afuera del sistema, del mundo del trabajo, de todo. (...)

 

☛ Título: Consejos no solicitados sobre política internacional

☛ Autor: Juan Gabriel Tokatlian

☛ Editorial: SXXI editores
 

Datos del autor

Juan Gabriel Tokatlian es profesor plenario de la UTDT, institución de la que fue vicerrector entre 2019 y 2023.

Doctorado en la Johns Hopkins University School of Advanced International Studies (Washington DC), investiga sobre temas globales, las relaciones entre América Latina y Estados Unidos, y teorías de las relaciones internacionales.

Entre sus publicaciones se cuenta ¿Qué hacer con las drogas?