DOMINGO
libro

Dos Estados Unidos

La profunda polarización del gigante del Norte.

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| juan salatino

En el verano de 1821, un secretario de Estado se puso de pie frente a los miembros del Congreso y pronunció un discurso que los académicos interpretan y debaten hasta hoy. John Quincy Adams, quien años después sería presidente (1824-1829), había sido invitado a recitar con solemnidad la Declaración de Independencia. Esta vez, los legisladores le ofrecieron hacer una reflexión personal ad hoc y no lo de-saprovechó.

“En ella–sostuvo refiriéndose a la joven nación americana, “no va por el mundo en busca de monstruos que destruir. Es la campeona de la libertad y defensora de la independencia de todos. Pero es campeona y luchadora solo de las suyas. Si no fuera así, advirtió,“podría convertirse en dictadora del mundo”.

Ya no sería la soberana de su propio espíritu.

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Por el contexto en el que la hizo, la premonición de Adams quedó cargada para siempre de ambigüedad histórica: es que Estados Unidos terminaba de librar una guerra (1812-1814) con Inglaterra… para arrebatarle territorios en la actual Canadá. 

Adams carecía de elementos para imaginar que su país se convertiría en primera potencia mundial, pero ya dejaba planteado un dilema que ha enfrentado a“aislacionistas” con“internacionalistas en la diplomacia estadounidense, una disyuntiva más recientemente traducida con la variante “soberanistas versus “globalistas. ¿Cómo se defienden mejor los intereses del país, cuidando las fronteras puertas adentro y ajenos a los conflictos o jugando un papel activo sosteniendo un orden en el mundo?

Al igual que Adams, pero en 2020 y como candidato a presidente, el demócrata Joe Biden esbozó su idea general de cómo Estados Unidos debe vincularse con el mundo. Lo hizo en aparente contraste con su antecesor, el republicano Donald Trump, cuya administración alteró la dirección de la política exterior de Washington, pero sin desviarla totalmente. Al llegar al poder bajo la consigna“America First, Trump había trazado su propia ruta: “Vamos a procurar la amistad y buena voluntad de las naciones, pero lo haremos sabiendo que todas tienen derecho a anteponer sus propios intereses. No pretendemos imponer nuestro modo de vida a nadie, sino más bien hacerlo brillar como un ejemplo”.

Tres años después de una gestión diplomática personalista, transaccional, desordenada y plena de conflictos de la administración republicana, Biden planteó su propia alternativa:“”El sistema internacional que Estados Unidos construyó tan cuidadosamente se está deshilachando [...]. El triunfo de la democracia y del liberalismo sobre el fascismo y la autocracia crearon el mundo libre. Pero ese desafío no solo define nuestro pasado. Definirá nuestro futuro también [...]. Como nación, debemos probarle al mundo que Estados Unidos está preparado para liderar nuevamente, no solo con el ejemplo de nuestro poder, sino con el poder de nuestro ejemplo”.

La agenda exterior de Biden y de sus asesores, entre ellos su futuro secretario de Estado, Antony Blinken, establecía que Estados Unidos no debía replegarse para cuidar sus intereses, sino defenderlos sentándose“en la cabecera de la mesa para trabajar con aliados y socios frente a las amenazas globales.“ “El mundo no se organiza solo”, fue la frase preferida del nuevo pensamiento demócrata, enmarcado en el internacionalismo. “Cuando no nos comprometemos, cuando no lideramos, ocurre una de estas dos cosas: o algún otro país intenta ocupar nuestro lugar, pero probablemente no de una forma que promueva nuestros intereses y valores, o nadie lo hace, y entonces se desata el caos”, explicó Blinken.

En Historia urgente de Estados Unidos habíamos descripto el lento giro de política exterior que se adivinaba detrás del recitado xenófobo y nacionalista de Trump en 2016:““Es bajo esa mirada decíamos que el mundo vuelve a erigirse como una amenaza para Estados Unidos, más que como una oportunidad de fortalecer su condición de potencia”. Seguía presente allí el antiguo y profundo dilema planteado por Adams. “El casi medio siglo que transcurrió entre la posguerra y la disolución de la Unión Soviética, en el que Estados Unidos pergeñó y lideró un“orden internacional liberal”, mientras confrontaba con Moscú bajo amenaza nuclear, favoreció el ideario internacionalista. No había lugar para el aislacionismo en el mundo bipolar de la Guerra Fría. Una superpotencia económica y militar debía conducirse como tal frente a otra. 

Después, la caída del imperio soviético en 1991 y la gestación de un mundo“unipolar reabrieron el menú de opciones. Y por casi dos décadas, en las que algunos quisieron ver el fin de la Historia, la elección de Washington fue sencilla: reorganizar el mundo, liderarlo y, de ser necesario, intervenir militarmente para restablecer un orden (en la ex-Yugoslavia) o para dejar claro quién mandaba (como en Afganistán e Irak pos 2001). 

El ejercicio de ese poder unipolar provocó importantes efectos colaterales fronteras adentro. En lo económico, una euforia financiera hecha burbuja inmobiliaria que terminó explotando dramáticamente en 2008. En lo político, ya sin enemigos externos tan potentes que unieran a los dos grandes partidos tras una misma causa, la radicalización de las diferencias entre republicanos y demócratas polarizó también la gestión diplomática.

Como explica didácticamente Ian Bremmer: “Estados Unidos dejó de estar interesado en ser el policía del mundo, el arquitecto del comercio mundial e incluso el animador de los valores globales. Y muchos otros países se hicieron lo bastante poderosos como para ignorar las normas que no les gustaban y, en ocasiones, establecer algunas ellos mismos. Ese es el orden mundial G-0: un mundo sin líderes. En cada país, la política exterior suele espejar la política interior. Los ataques a las Torres Gemelas en 2001 ya habían dividido las aguas teóricas de la diplomacia estadounidense. Estaban los llamados“conservadores, que querían erradicar con bombardeos a los grupos terroristas asentados en Afganistán e Irak vinculados con los atentados y volver enseguida a casa. Y estaban los “neoconservadores”, que al final impusieron en la administración Bush su voluntad de dar todavía un paso más: derrocar regímenes de un eje del mal e instalar otros nuevos bajo un formato occidental y capaces de enterrar regímenes islamistas autóctonos”.

Una década más tarde, antes de dejar la Casa Blanca y a la luz del fracaso de esta última estrategia neoconservadora, Obama recalibró el discurso con un dejo de moderado aislacionismo: “No podemos usar la fuerza en todos lados. La guerra permanente será contraproducente y traerá complicaciones a nuestro propio país”.

Quedaban pocos años para el retiro de Afganistán.

Max Boot, un neconservador “arrepentido, desató un rico debate sobre estas oscilaciones de Washington. El historiador revisó y criticó las intervenciones militares en Medio Oriente, donde se“infligió una gran miseria a las mismas personas a las que se suponía que estaba ayudando, y concluyó: “Estados Unidos debe seguir defendiendo sus ideales y denunciando las violaciones de los derechos humanos, pero debe hacerlo con humildad y sin avergonzarse de dar prioridad a sus propios intereses. La política exterior no puede ser únicamente, ni siquiera principalmente, un ejercicio altruista.  Por encima de todo, Estados Unidos debe ser más cuidadoso con el uso de la fuerza militar de lo que lo fue en los días embriagadores del‘momento unipolar tras el colapso de la Unión Soviética. La era de la competencia entre grandes potencias ha vuelto con fuerza. Aunque Estados Unidos sigue siendo la potencia militar más fuerte y tiene intereses y responsabilidades en todo el planeta, no puede permitirse derrochar su fuerza en conflictos de importancia marginal”.

Boot incluyó a América Latina en sus apreciaciones.““Estas políticas pueden ser moralmente satisfactorias, pero no son especialmente eficaces. Para indignación de la derecha, Estados Unidos podría hacer más por los pueblos de Cuba y Venezuela suavizando las sanciones a cambio de mejoras en materia de derechos humanos, en lugar de exigir un cambio de régimen”.

Desde esta perspectiva conservadora revisada, ya no es lo mismo“promover” la democracia que“exportarla, una distinción que adquiere relevancia frente a las Cumbres por la Democracia organizadas por Biden desde la Casa Blanca, que incluyeron a líderes de sistemas políticos cuestionados por el actual establishment estadounidense como Pakistán, Filipinas, Singapur, Turquía, Emiratos Árabes Unidos y Vietnam.

En el debate, intervino Tom Malinowski, subsecretario de Estado de Derechos Humanos de Obama, quien reivindicó intervenciones militares y económicas en Bosnia, Kosovo, Costa de Marfil, Liberia, la Sudáfrica del apartheid o Myanmar.““La remanida distinción entre‘valores e‘intereses’ en la política exterior estadounidense dijo carece absolutamente de sentido en la competencia con China, al igual que en Ucrania”.

“Una política exterior fiel a los ideales de Estados Unidos–postuló Malinowski “alinea a Washington con gente de todo el mundo que los comparten, demuestra confianza, distingue a Estados Unidos de sus adversarios, otorga legitimidad al uso del poder y ayuda a sus líderes a mantener el apoyo interno. Es una política exterior para gente que ve el mundo tal como es y dispuesta a trabajar pacientemente para mejorarlo. Los líderes no deben permitir que los errores que otros cometieron hace veinte años les impidan ver su necesidad y utilidad”.

El candidato Biden dejó un mensaje asertivo sobre el rol de Estados Unidos: “Una vez más, debemos aprovechar ese poder y unir al mundo libre para hacer frente a los retos globales de hoy. Según esta segunda mirada, cuando otra potencia trata de ocupar el lugar de Washington, o peor, cuando nadie lo hace, el vacío se cubre con conflictos. La “America First” de Trump, dijo Biden, creó una “America Alone”, es decir, sola y aislada.

Sin embargo, más allá de los sonoros abandonos de acuerdos y organizaciones multilaterales que ordenó Trump, pronto se adivinó una continuidad en la política exterior, y no fue un engaño. En campaña, también Biden repudió reglas de la economía mundial amañadas contra Estados Unidos. También asoció seguridad económica y seguridad nacional. También propuso“endurecerse con una China que“seguirá robando tecnología y patentes. Y también reivindicó el retiro de tropas de Afganistán y Medio Oriente, para concentrarse en la lucha contraterrorista frente a grupos islamistas. 

Los temores infundidos por las traumáticas disrupciones de la pandemia estaban surtiendo efecto: no habría una potencia mundial por otro siglo más sin el correlato de una nación segura y sin ningún tipo de vulnerabilidades, ni económicas, ni militares, ni tecnológicas. Seguridad nacional, ante todo.

En efecto, hay una línea de base que une las administraciones de Obama, Trump y Biden en la relación con el mundo. Sí, Biden recuperó lazos con aliados de Europa y Asia, reactivó el multilateralismo bajo un“orden internacional basado en reglas, abrazó la lucha contra el cambio climático y renovó pactos de control de armas nucleares.““America is back” (Estados Unidos regresó), dijo entusiasmado.

“Pero las diferencias, por significativas que sean, ocultan una verdad más profunda: hay mucha más continuidad entre la política exterior del actual presidente y la del anterior de lo que se suele reconocer. Elementos críticos de esta continuidad surgieron incluso antes de la presidencia de Trump, durante el gobierno de Obama, lo que sugiere un desarrollo a más largo plazo: un cambio de paradigma en el enfoque de Estados Unidos hacia el mundo. Bajo la aparente volatilidad, se perfilan los contornos de una política exterior estadounidense posterior a la Guerra Fría, afirma Richard Haas. Algunos datos le dan la razón. Biden mantuvo la apuesta de Trump en la disputa comercial con China; congeló su incorporación a los acuerdos del Transpacífico–el Acuerdo Amplio y Progresista de Asociación Transpacífico (Cptpp), que sucedió al Acuerdo de Asociación Transpacífico (TPP) abandonado por Trump), creó subsidios industriales resistidos en Europa y desestimó el rol de árbitro de la Organización Mundial de Comercio (OMC). También retiró las tropas de Afganistán sin coordinar la salida con sus aliados occidentales en ese país.

En ese sentido, la nueva“política exterior para la clase media de la administración Biden, asociada con subsidios millonarios a la transición energética y tecnológica de la industria, puede verse como una versión maquillada del America First. Desde Europa, la revista The Economist, ferviente defensora del orden internacional liberal, valoró el compromiso de Estados Unidos con la OTAN en Ucrania, pero sentenció: “El impredecible nacionalismo económico y la falta de voluntad para ofrecer acceso a sus mercados minan su influencia”.

Ese nuevo consenso bipartidista en política exterior, dice Haas, no refleja un nuevo aislacionismo generalizado sino más bien un rechazo del internacionalismo clásico. E ironiza:““Los estadounidenses quieren los beneficios del orden internacional sin hacer el duro trabajo de construirlo y mantenerlo”.

“El dominio de nuevo enfoque nacionalista del mundo es evidente y explica la continuidad entre administraciones tan distintas como las de Obama, Trump y Biden. Ahora, que pueda generar una política exterior que mejore la seguridad, la prosperidad y los valores estadounidenses es otra cosa totalmente distinta [...]. Biden ha reconocido como‘verdad fundamental del siglo XXI que nuestro propio éxito está ligado al éxito de los demás; la cuestión es si puede diseñar y llevar a cabo una política exterior que lo refleje.

La interpretación más fresca de la actual política exterior la tenemos en las largas y sesudas,–pero claras exposiciones del asesor de Seguridad Nacional, Jack Sullivan, quien nos habla de una“tercera fase del papel global” que asumió Estados Unidos desde la Segunda Guerra Mundial.

En la primera fase, desde los años 40 hasta los años 90, la potencia reforzó su industria con nuevas tecnologías para cooperar con el mundo mientras rivalizaba con la Unión Soviética.

La segunda, ya sin competidor y lanzada una nueva globalización que mejoró la economía capitalista mundial, quedó clausurada en 2008, con una crisis financiera y otra crisis geopolítica que incluyó críticamente a China.

La tercera es una era de competencia, pero de interdependencia y desafíos transnacionales.“El resultado de esta fase no vendrá determinado únicamente por fuerzas externas. También lo decidirán, en gran medida, las propias decisiones de Estados Unidos, concluye Sullivan.

En 2022, el Instituto Pew Research investigó el punto de vista de los propios ciudadanos estadounidenses sobre el rol global que debe jugar el país. El resultado mostró una sociedad dividida, con la mitad (51%) pidiendo menos atención a los problemas del mundo y más a los propios, y la otra (48%)demandando una activa participación en los asuntos mundiales. También aquí, más polarización, imposible. (…)

Una región cambiada

¿Y América Latina? A primera vista, en comparación con áreas de máximo interés como Asia, el Indopacífico o la Europa en guerra, nuestra región parece despertar en Washington un interés movido más por reacción al avance de China, por ejemplo que por acción sobre un continente a desarrollar (o bien a defender). Si en Medio Oriente la diplomacia estadounidense ha dejado tomar la iniciativa a nuevos actores tras décadas de intervención, en América Latina tampoco se caracteriza por la proactividad, salvo en el caso urgente de las migraciones forzadas desde el Sur, un problema que luce insoluble según pasan los años.

Con varios millones de venezolanos movilizándose hacia países vecinos, y lo mismo de centroamericanos buscando escapar de persecuciones y conflictos políticos violentos hacia Estados Unidos vía México, una “Declaración de Los Ángeles sobre Migración y Protección” (2022) prometió inversiones y cooperación de Washington con la región en ese asunto. Pero la crisis migratoria es el emergente desesperado del retroceso económico y social sufrido desde una década de recuperación en la que el boom de commodities influyó mucho más que una estrategia de cooperación y desarrollo de parte de Estados Unidos como potencia continental.

Por eso también México es un caso aparte. Esa estrecha interrelación bilateral explica, por un lado, la firma del tratado comercial entre México, Estados Unidos y Canadá (TMEC) bajo la administración Trump (en reemplazo del Nafta) y el destacado papel mexicano en la estrategia estadounidense para contener la ola migratoria centroamericana. Pero se entiende también, por lo mismo, que Washington conviva con los planteos tan contrastantes de Manuel López Obrador sobre los casos de Cuba, Venezuela o Nicaragua.

En 2021, el secretario Blinken reafirmó en Colombia algunas antiguas prioridades de Washington en la región: seguridad, tráfico de drogas, corrupción, migraciones y crimen organizado. Es cierto, prometió otros enfoques de la administración demócrata: “Nos hemos centrado demasiado en abordar los síntomas del crimen organizado, como los homicidios y el tráfico de drogas, y demasiado poco en las causas profundas. Estamos trabajando para corregir ese desequilibrio [...]. Eso significa invertir también en la prevención y reducir la demanda en Estados Unidos, que es la que alimenta tanta actividad”.

Pero ya no era la misma América Latina que recibió a Trump en 2017, con un rosario de gobiernos de derecha que animó una alianza con Washington para ahogar el régimen de Nicolás Maduro en Venezuela o intervenir sesgadamente en Bolivia a través de la Organización de Estados Americanos (OEA). El péndulo ideológico ha oscilado hacia un progresismo celoso de la autonomía, de los recursos y el desarrollo postergado de una región que sigue registrando más señales de competencia que de complementariedad con el gigante del Norte. Y que advierte la conveniencia de identificar intereses comunes sin quedar presa de la rivalidad sinoestadounidense. De hecho, Blinken hizo una segunda gira –con Ucrania en guerra– en la que se reunió con los presidentes Gustavo Petro (Colombia) y Pedro Castillo (Perú), mientras Biden iniciaba un acercamiento pragmático a Maduro (cuya elección de 2018 siguió sin reconocer) y Lula Da Silva le ganaba la primera vuelta a Jair Bolsonaro, un preferido de Trump que, como él, había puesto en duda la legitimidad de las elecciones que los habían sacado del poder. Casi toda América Latina estaba, para entonces, políticamente más inestable y volátil.

“No hay ninguna razón por la que el hemisferio occidental no pueda ser la región con más visión de futuro, más democrática, más próspera, más pacífica y más segura del mundo”, dijo Biden en la Cumbre de las Américas 2022. El faltazo de los líderes de México, Guatemala, Honduras, Bolivia y El Salvador, excluidos los de Venezuela, Cuba y Nicaragua, resumieron el estado de ánimo de las relaciones por el recorte ideológico que los demócratas mantuvieron hacia los gobiernos de la región. Trump congeló la apertura de Obama hacia La Habana, pero

Biden mantuvo ese freno pisado.

En ese contexto es que entra, también, el rol de Beijing. Si hace dos décadas una obsesión de Washington había sido incorporar a la región al libre comercio (ALCA, 2004), ahora se trata de la creciente influencia de China, que por ahora no deja de replicar la relación centro-periferia basada en exportación de materias primas sobre la que advertía Raúl Prebisch medio siglo atrás respecto del hegemón estadounidense en tiempos de Guerra Fría. 

Después de un primer documento específico sobre la región en 2008, China publicó en 2016 un actualizado “Informe Blanco” (“White Paper”) sobre las relaciones con América Latina. 

Beijing anunciaba “una nueva fase de cooperación integral”, basada en “frecuentes intercambios y un nutrido diálogo político de alto nivel”, avances en el comercio, las inversiones y finanzas, “así como el respaldo mutuo y estrecha colaboración en los temas internacionales”.

Un párrafo del documento pareció escrito mirando hacia Washington: “La asociación de cooperación integral China-ALC (América Latina y el Caribe) que está basada en la igualdad y el beneficio mutuo, y se dirige al desarrollo común, no apunta contra nadie ni excluye a ninguna tercera parte”. Era una China que ya no se limitaba a exportar objetos plásticos de bajo precio y valor agregado, sino tecnología en todas sus variantes de bienes y servicios.

La Estrategia de Seguridad Nacional (NSS) 2022 asumió que “ninguna otra región impacta en Estados Unidos más directamente que el hemisferio occidental”, donde, según la jefa del Comando Sur, la generala Laura Richardson, “actores externos malvados como China y Rusia están ejerciendo una agresiva influencia sobre nuestros vecinos democráticos”.

El avance económico chino en la región es innegable. El intercambio comercial entre China y América Latina saltó en lo que va del siglo de 12 mil millones de dólares en 2000 a 495 mil millones en 2022 y –México fuera– el gigante asiático ya es el socio más grande de Sudamérica. 

Varios países (Chile en 2005, Costa Rica en 2007, Perú en 2009, Ecuador en 2023) han firmado acuerdos de libre comercio con Beijing (Estados Unidos tiene diez acuerdos de ese tipo en la región). Las inversiones chinas en infraestructura, tecnología 5G y materias primas acompañan esa tendencia (más de veinte países ya se sumaron a la Iniciativa de la Franja y la Ruta). China prestó más de 136 mil millones de dólares a gobiernos y compañías estatales de la región desde 2005.

Pero, ¿interpreta América Latina, como hace Estados Unidos, que la “competencia estratégica con China es de tipo ideológica, entre democracia y autoritarismo”? Pues bien, resumió Eric Farnsworth, del Council of Americas, si Estados Unidos no se presenta con una agenda económica significativa para la región, esta se dirigirá a quien sí lo haga. ¿Y cuál es la opción obvia? El que tiene el dinero: China.

No es lo mismo visitar Washington y al final de la visita firmar comunicados conjuntos sobre democracia, derechos humanos y cambio climático, como le pasó al presidente brasileño, Lula Da Silva, y solo dos meses después pasar tres días en China y suscribir veinte acuerdos sobre chips, energías renovables y vigilancia satelital, por 10 mil millones de dólares.“Nadie prohibirá a Brasil mejorar su relación con China, dijo Lula.

En palabras del ensayista Michael Reid,“podría decirse que Estados Unidos tiene ahora menos influencia en América Latina que en cualquier otro momento del siglo pasado, debido a los rápidos cambios que experimentó la región en los últimos treinta años.

 

☛ Título: Las dos almas de Estados Unidos

☛ Autor: Jorge Argüello

☛ Editorial: Capital Intelectual
 

Datos del autor 

Político y diplomático argentino, fue embajador en los Estados Unidos en dos oportunidades, entre 2011 y 2013, y entre 2020 y 2022. 

Se desempeñó como representante permanente de la Argentina ante las Naciones Unidas, en Nueva York, entre 2007 y 2011.

Entre 2013 y 2015 fue embajador argentino en Portugal.

Ha escrito, entre otros libros, Historia urgente de Estados Unidos y Quién gobierna el mundo.

Historia del Tiempo Presente (CEM). Docente de la licenciatura, el doctorado y la maestría en Historia.