En 2019, cuando todavía era un economista excéntrico y sin estructura política, el actual presidente argentino, Javier Milei, asistió a una convención de cómics disfrazado de un superhéroe proveniente de Liberland, “un país donde no se pagan impuestos, un país donde se defienden las libertades individuales, donde se cree en el individuo y no hay lugar para colectivistas hijos de puta que nos quieren cagar la vida”. El traje había sido diseñado por su asesora de imagen, Lilia Lemoine, una fanática del cosplay que hizo del disfraz su profesión y que en una entrevista televisiva durante la campaña de 2023 se presentaba así:
–Se trata de jugar con disfraces, como cuando éramos niños, pero más caro.
–¿Y de qué te disfrazás?
–De lo que me pidan mis fans o mis clientes. Ahora mismo, por ejemplo, estoy disfrazada de candidata a diputada.
La declaración de la actual diputada cosplayer puede parecer a primera vista irresponsable o cínica, pero no deja de revelar una verdad, porque enuncia una percepción que recorre el mundo de lo político: la sensación de que la política, y en particular el discurso político, es un terreno de falsedad, una ficción, puro artificio. Todos mienten y engañan o, como se suele decir con desdén, “todo es relato”. Con el aumento de la desconfianza y la desafiliación ciudadanas, la falsedad de lo político parecería ser, paradójicamente, la única verdad.
Las redes sociales amplifican esta sensación de irrealidad del discurso político, en la medida en que hacen visible un rasgo inherente a cualquier discurso, el hecho de que toda toma de la palabra es una puesta en escena. En las redes, la puesta en escena se hace palpable: construimos identidades virtuales, avatares y personajes, lenguajes y códigos específicos, subjetividades sin cuerpo ni materia. Las redes son, en efecto, grandes escenarios teatrales donde hablan los cualesquiera, donde se expone el yo, donde lo privado se hace público y lo público se privatiza, donde reinan las emociones, el testimonio y la experiencia individual, donde el lenguaje (verbal y audiovisual) les da forma y sentido a las realidades singulares y colectivas, donde la imagen y las formas importan demasiado.
Cualquier persona interesada por el discurso político hoy se enfrenta a esa sensación de artificialidad, que genera hastío e incredulidad. Hastío por el bombardeo infinito de textos e imágenes –muchas veces contradictorias y violentas– que circulan en el mundo de la política, una marea desbordante de contenidos imposible de procesar por el público. Incredulidad porque, ante tanto flujo de palabras, signos y datos, parecería que se pierde lo esencial, se desdibuja lo verdadero, se diluyen las certezas.
Los estudios sobre audiencias muestran hasta qué punto los ciudadanos vivimos inmersos en un “entorno digital” (Boczkowski y Mitchelstein, 2022) que envuelve e informa nuestras vidas cotidianas. Sería vano anhelar con nostalgia aquellos tiempos en los que la palabra política era esporádica, pero contundente, argumentada, plena de contenido. Hoy los usuarios comparten por minuto alrededor de 1,7 millones de piezas de contenido en Facebook, 66 mil fotografías en Instagram y 347.200 tuits (Cuervo, 2023), pero, paradójicamente, tenemos la sensación de que la información es vacua, falsa o superficial, incluso cuando sus fuentes son confiables. Sin embargo, los discursos públicos que circulan en internet, aunque por momentos parecen devaluados, todavía tienen impacto: a su modo, crean sentidos, configuran identidades, generan emociones, orientan la práctica política. Y esto no solo para los ciudadanos; también los medios tradicionales se vuelcan a las redes para saber de qué habla la política y cómo lo hace.
La idea de que el mundo es un gran teatro en el que los hombres adoptan roles que ellos no eligen es tan vieja como la filosofía. Para la sociología y la antropología, éste es un concepto medular: en la vida diaria, en los rituales institucionales, en los intercambios cotidianos, en las intervenciones públicas y en las privadas desplegamos una especie de dramaturgia. El terreno de la política no está exento de esta dimensión teatral. Desde los antiguos griegos hasta la actualidad, lo político se ha asociado con una cierta escenificación, disposición u ordenamiento del espacio, el tiempo y los personajes, con distintos fines: dar lugar a la conversación y el debate, persuadir, construir identidades, generar comunidad, movilizar, conseguir votos, imponerse sobre el adversario. Autores como Balandier (1980), Edelman (1991) o Abélès (2016) –que estudian las liturgias políticas, la escenificación o la espectacularización de la política– afirman que lo teatral no es una anomalía ni un mero ornamento que recubre la verdad de la política sino, por el contrario, su condición de posibilidad. Por su propia naturaleza representativa (en el doble sentido de la palabra representación, a saber: actuación y delegación), “mostrar, parece constituir una dimensión consustancial del orden político”, afirma Abélès. Mostrar, exhibir, hacer visible: los cuerpos, los lugares y las prácticas del poder se escenifican en rituales plagados de liturgia, ceremonial y protocolo, en los cuales se despliegan altas dosis de emoción en torno a “aquello que es dado a ver y a escuchar al público”.
En definitiva, la política no es lo otro de la ficción; en verdad, construye una ficción en la que ciudadanos y representantes juegan un rol. La política siempre supone un “régimen de visibilidad” propio del espectáculo: por su capacidad de construir colectivos (adversarios, seguidores e indecisos que muchas veces operan como espectadores), el discurso político siempre tiene en su horizonte una audiencia, un público, esto es, un tercero que funciona como operador de la enunciación.
Además, el discurso político siempre está mediatizado. En una pantalla, en una tapa de diario o en una emisión radiofónica los discursos políticos surgen de los procedimientos de edición y montaje, son susceptibles de organizarse en torno a un guión, una temporalidad y una espacialidad, resultan de la disposición de unos modos o un estilo. Aunque es cierto que los rituales políticos mediatizados, a diferencia de los tradicionales, son desterritorializados, ponen el acento en lo individual y priorizan la novedad ante la repetición, ellos también están cargados de ornamentos, signos y gestos que les otorgan estabilidad y poder simbólico. Ya hace más de dos décadas, Eliseo Verón afirmó que la puesta en escena de la asunción presidencial de François Mitterrand en 1981 (la primera en ser pensada para su televisación) “fue concebida y realizada como un escenario de película: lo audiovisual abolió allí la diferencia entre la ‘realidad’ y la ‘ficción’”.
Más allá del espectáculo
Pero el discurso político es algo más que un espectáculo. En todo caso, es un espectáculo con rasgos distintivos: ¿qué diferencia al discurso político de un reality show, de una publicidad de cerveza o de un sermón religioso? La pregunta atañe a las tipologías y a los géneros discursivos, y apunta al corazón de lo político: ¿qué es lo propiamente político de los discursos, cuando estos se parecen cada vez más a los discursos publicitarios, religiosos o televisivos?
Desde nuestra perspectiva, si hay algo propio de lo político, si hay un rasgo que le resulta inherente, ese rasgo tiene que ver con la construcción de subjetividades e identidades políticas. Todo discurso político apunta a construir un “nosotros” que, por definición, se distingue de un “ellos”. Es por eso que la dimensión polémica es transversal a las distintas modalidades del discurso político, muy especialmente en las redes sociales.
¿Qué es hablar de política hoy? ¿Qué es decir lo político hoy? ¿Qué nos conmueve, qué nos moviliza, cómo es que lo político se pone en forma, en escena y en sentido en nuestros tiempos? La historia de la escenificación de la política tiene larga data, un estudio de este tipo iría en paralelo con la historia de la esfera pública. Tradicionalmente, la política se habló y se mostró en los salones, en los actos partidarios, en la prensa y en la plaza. La llegada de la televisión le imprimió a la palabra política un nuevo espacio-tiempo y una nueva modalidad de aparición: la política se mediatizó, para luego devenir espectacular y hasta farandulera. El surgimiento de los sondeos y de la opinión pública introdujo, además, la dimensión del público como espectador, usuario o consumidor de productos políticos. Con la llegada de las redes sociales, el esquema se trastocó una vez más: en la actualidad, políticos y seguidores interactúan en aparente paridad, los segundos producen tantos contenidos como los primeros, los relatos se acortan, los líderes se muestran cada vez más cercanos, las polémicas recrudecen y se viralizan, lo programático deja lugar a lo afectivo.
Las redes sociales digitales son el lugar privilegiado del debate público hoy. Espacio público virtual o esfera pública digital son algunos de los conceptos para denominar a este nuevo territorio, a la vez público y privado, abierto y cerrado, visible e invisible, horizontal y jerárquico, en el que se despliega la conversación sobre lo común en nuestros tiempos. Santiago Gerchunoff llama “conversación pública de masas” a la multiplicación de conversaciones “más o menos públicas producidas por la implantación universal de los medios conversacionales digitales”, lo que suele señalarse a la vez, como una amenaza y como un síntoma de la crisis de representación y de la debilidad democrática.
Es ya conocida la división entre posiciones apocalípticas e integradas en relación con las potencialidades y límites de las plataformas digitales como espacio de lo común. En la actualidad, las visiones apocalípticas a propósito de la conversación pública en redes sociales se imponen sobre las optimistas; se suele lamentar, con cierta nostalgia y decepción, el empobrecimiento de los estilos, las narraciones y los argumentos, el aumento de la violencia verbal, la ausencia de persuasión y la progresiva reclusión de los internautas en sus burbujas cognitivas, que solo apuntan a reforzar las creencias previas. Desde esta mirada pesimista, parecería que en internet hay cada vez menos lugar para el despliegue de la palabra política en el sentido fuerte del término, es decir, como una palabra portadora de proyectos y transformadora de realidades.
El discurso político hoy
Abordar el “vasto rumor” de lo que se dice en el campo político en un momento dado y en un espacio específico –las redes sociales– implica contemplar las tres dimensiones propias de toda puesta en discurso: la dimensión enunciativa-interactiva (¿quién habla?, ¿a quién le habla?, ¿cómo se configuran las identidades y subjetividades en el discurso?), la dimensión retórico-argumentativa (centrada, sobre todo, en el despliegue de la polémica y de la persuasión) y la dimensión narrativa (que remite a la capacidad del discurso político de imaginar y proyectar relatos pasados, presentes y futuros).
Para Angenot (2010), argumentación y narración constituyen los dos grandes modos de puesta en discurso, dos modalidades que, lejos de extinguirse con la emergencia de los nuevos medios, se han fortalecido. Enunciación, argumentación y narración son, así, vectores que atraviesan, en simultáneo, la puesta en escena del discurso político en las redes.
Entre comillas. El discurso político como batalla sobre las palabras
En las redes el discurso político es un campo de batalla donde se defiende o se cuestiona el uso y el sentido de las palabras. Palabras adecuadas, palabras rechazadas, palabras canceladas o cuestionadas, pero siempre señaladas mediante marcas metadiscursivas: comillas, mayúsculas, negritas, cursivas, glosas, hashtags.
En el espacio público hablamos más que nunca sobre las palabras, discutimos sus sentidos, establecemos los nombres correctos, juzgamos la adecuación entre lo dicho y los hechos, evaluamos los matices, las implicancias, los posicionamientos que subyacen a tal o cual término. Podría decirse que estamos atravesando un momento intensamente metadiscursivo, que asistimos al auge de las comillas y las cursivas, que vivimos en tiempos de señalamiento de las palabras. Metarreflexión lingüística, bucles enunciativos, vuelta sobre las palabras mismas, vigilancia sobre el léxico, control terminológico… el espacio público se volvió un espacio autonímico.
Esta vigilancia no recae solo sobre las palabras sino también sobre los modos de decir, esto es, las inflexiones, los gestos, los estilos. El caso del feminismo es emblemático: cualquiera que haya intervenido en el espacio de las redes sabe que el mero empleo de un pronombre inclusivo desata cataratas de críticas furibundas; entonces los enfrentamientos pasan rápidamente de las palabras a las personas. Hay quienes cuestionan el empleo de los términos “todes” y “amigues”, quienes ironizan con extender el empleo de la “e” a palabras que no la admiten (“¡Vayan a la escuele, ignorantes!”) y quienes, además, insultan a las personas que emplean el lenguaje inclusivo. (…)
Durante los grandes acontecimientos históricos o las crisis políticas, la batalla por las palabras adquiere protagonismo, dado que allí aparece el desafío de nombrar lo inédito, lo que no tiene nombre, y surge la necesidad de disputar nombres que suenan inadecuados, de reapropiarse de las palabras monopolizadas por el adversario, resignificarlas y reorientar sus sentidos. Pensemos, solo a modo de ejemplo, en los nombres de importantes momentos políticos: la dictadura cívico-militar, la Guerra de Malvinas, la crisis de 2001, la híper, la década ganada, la década perdida, la pandemia o la infectadura; o en los nombres de movimientos históricos: la juventud maravillosa, los descamisados, los cabecitas negras, la marea verde, el movimiento piquetero, La Cámpora, #NiUnaMenos, #SalvemosLasDosVidas, #ConMisHijosNo. Se trata de un abanico interminable de palabras cargadas de significación, de historia y de implicancias políticas que son permanentemente disputadas en el espacio público. (…)
#ElPoderDelHashtag
Las plataformas digitales disponen de un signo específico que funciona como marcador de heterogeneidad y autonimia: se trata del hashtag, una tecnopalabra cliqueable que convierte al enunciado en un elemento rastreable, etiquetable, temáticamente orientado y con fuerza performativa, en tanto permite inaugurar conversaciones, instalar temas e incluso constituir comunidades políticas e identitarias, como bien muestran Aruguete y Calvo a propósito de la polarización política en las redes en torno a los hashtags #AbortoLegal, #Tarifazo, #Bolsonaro o #MiraComoNosPonemos, o el trabajo de Zeifer sobre la configuración de #NiUnaMenos como identidad política.
Definido como una “frase sin texto” y como una marca de heterogeneidad enunciativa que reenvía al interdiscurso, Zeifer afirma que el hashtag, “como elemento discursivo, instituye un nuevo objeto en la realidad social. Al incluirse en el enunciado como si fuera ajeno y preexistente, el hashtag borra la evidencia de su enunciación para presentarse como un hecho de la realidad”.
Toda vez que un usuario emplea un hashtag (como en #MacriVendepatria, #Infectadura o #Son30000), está convirtiendo a esa palabra o frase etiquetada en un objeto de su decir, que señala como no completamente propio (es decir, como si hubiera sido dicho antes, o en otra parte), pero con el que al mismo tiempo se identifica. Además, el hashtag permite categorizar la realidad mediante el empleo de denominaciones (por ejemplo, al denominar “infectadura” a la cuarentena o “Macri vendepatria” al expresidente) e intenta fijar esa categorización en el espacio social. Es por eso que durante las campañas electorales los equipos de campaña se proponen instalar hashtags capaces de simplificar el mensaje, encuadrar la disputa y fortalecer su identidad.
Para tomar un ejemplo reciente, en la campaña presidencial de 2023, en las redes de Javier Milei se movilizaron los hashtags #KirchnerismoOLibertad, #KirchnerismoNuncaMas, #KirchnerismoEsFascismo y #ArgentinaPotenciaConMilei.
En las redes de Sergio Massa, su contrincante, los hashtags tuvieron, en cambio, una función informativa o descriptiva y apuntaban menos a polarizar que a instalar temas de agenda (#AlivioFiscal, #AccionClimatica, #IndustriaFederal, #EducacionPublica) y hacia el final de la campaña comenzaron a funcionar como eslóganes (#LaBanderaNosUne o #VieneLaArgentina, que retomaba el spot de campaña “Se viene la Argentina”). (…)
Nombres propios e impropios
El 18 de junio de 2019, durante la presidencia de Mauricio Macri, la cuenta oficial de la Secretaría de Cultura de la Nación publicó en Twitter un mapa de la Argentina en el que las islas Malvinas aparecían bajo la denominación “Falklands”, término que emplea el Reino Unido para nombrar a ese territorio cuya soberanía está en disputa. Aunque luego el tuit con el mapa fue eliminado, el entonces legislador opositor Daniel Filmus publicó una captura del mapa –señalando la palabra “Falklands”– encabezada por el siguiente mensaje: En el día que recordamos a un gran luchador por la soberanía, Martín Miguel de Güemes, la página oficial de Puntos de Cultura de la Secretaría de Cultura no se enteró [de] que las Malvinas son argentinas!!! (Filmus, 2019).En las redes sociales, el debate sobre el uso del topónimo “Falklands” adquirió un carácter intensamente metadiscursivo, que incluyó uso de comillas, verbos denominativos, calificación de la situación enunciativa como un falso error, como una traición o como un acto de entrega, evaluación sobre el origen del nombre (el nombre que le ponen los invasores, el que se utiliza en el Reino Unido, el que se encuentra en todos los mapas del mundo): Filmus denunció este lunes que en la página de la Secretaría de Cultura de la Nación hay un mapa que nombra a las islas Malvinas como “Falkland Islands”, como se las denomina en el Reino Unido. #MacriVendepatria.
El sec. Avelluto eligió sacar el mapa antes que corregir el “error”.
De nuevo? Ya una vez publicaron un mapa de Argentina sin las islas, ahora les ponen el nombre con que las llaman los invasores? No se puede ser más servil y vendepatria.
Sí, exigimos… Los argentinos exigimos que corrijan esa traición… Pasamos una guerra para recuperar nuestro territorio, no permitiremos estos actos de entrega.
Vendepatrias hijos de la remil putaaaaa. Es imperativo que saquen ese cuadro con esa denominación de nuestras queridas islas Malvinas.
Es triste, pero es así. En todos los mapas del mundo esas islas son Falklands. Porque son inglesas.
La polémica no tardó en desplazarse hacia la descalificación personal: los miembros del gobierno nacional fueron tildados de “probritánicos”, “agentes ingleses”, “tiling@s que les hacen el juego a l@s británic@s”, “neoliberales rastreros”, “vendepatrias”, “cipayos”, “traidores a la patria”, “entreguistas”, “serviles”, “vergüenza nacional”, “oscuridad PRO”, “gobierno impopular”, e incluso circularon hashtags como #MacriVendepatria o #CipayosSinBandera.
Aunque la doble toponimia (es decir, el hecho de que un lugar geográfico tenga más de un nombre propio) es un fenómeno expandido en el plano de la lengua, en el discurso social la oscilación denominativa muchas veces no es aceptable, suscita demasiadas polémicas, hiere sensibilidades o divide el campo político. Porque los nombres, los propios y los comunes, lejos de ser meras etiquetas, son palabras políticas.
Los nombres propios, en particular, tienen el poder de apuntar al corazón de las identidades: identidad nacional, identidad de género, identidad racial o histórica. Basta con remitirse a las controversias sobre el cambio de nombre de una ciudad o de una calle, como fue el caso de la ciudad patagónica de General Roca (nombre del general que lideró la llamada “Conquista del Desierto”, en la que los pueblos originarios de la Patagonia fueron exterminados masivamente), renombrada Fiske Menuco (nombre mapuche otorgado a la zona por los pueblos originarios), o reparar en las discusiones y querellas ciudadanas que se dan en torno a los cambios de nomenclatura de fechas o espacios públicos: ¿Día del Niño o Día de las Niñeces?, ¿Día de la Conquista de América, del Descubrimiento de América, de la Raza o de la Diversidad Cultural? Es que el nombre propio es sede de identidad, lo sabemos desde el momento en que alguien nace y hay que nombrarlo.
☛ Título: Avatares en el poder
☛ Autora: Sol Montero
☛ Editorial: Unsam Edita
Datos de la autora
Especialista en análisis del discurso político, estudia las formas discursivas de la memoria, de los liderazgos políticos y de las disputas hegemónicas por el sentido.
Es investigadora adjunta del Conicet y docente en la Escuela de Política y Gobierno de la Unsam y en la maestría en Teoría Política y Social de la FSOC-UBA.
Es doctora en Filosofía y Letras y licenciada en Sociología.