DOMINGO
cambio en las sociedades

Democracias

En el mundo estamos viviendo un período similar al de entreguerras, ese lapso entre el fin de la Primera Guerra Mundial y el inicio de la Segunda. Un período de alta inestabilidad política, de derrotas para las fuerzas populares, de dificultades para la previsibilidad. ¿Puede en este caso terminar diferente el fanatismo de masas? ¿Es inevitable que las cosas empeoren antes de mejorar?

Hoy las democracias tambalean –sin morir– en varios países de América y Europa. El crecimiento global del consenso de los años noventa, que consistía en aplicar el ajuste neoliberal bajo el paraguas de democracias liberales, comenzó a tener dificultades después de la crisis económica de Lehman Brothers en 2008 y se quebró a partir de 2016 con el Brexit y los triunfos de Trump y después de Bolsonaro. A esta lista de síntomas globales de un cambio de época agreguemos que en la mayoría de los países de América y Europa se abrió una etapa de “posprosperidad”. Una narrativa global que se impuso después de la caída del Muro de Berlín, con sus promesas de unión entre globalización, capitalismo y democracia, había llegado a un punto de quiebre. El gran relato de un mundo globalizado sin fronteras, contemporáneo de la hegemonía posmoderna que afirmaba que habían muerto los grandes relatos, develó su mentís. Devino inverosímil hasta para sus más fanáticos seguidores. No solo porque quedó al desnudo el truco de permitir la libre circulación del capital financiero mientras se convertía al Mediterráneo en un cementerio marino para náufragos de guerras, hambrunas, estados fallidos, y se levantaban muros por doquier para frenar su llegada a lugares que se percibían a sí mismos como el corazón de la prosperidad y las libertades. La pandemia global aumentó la intensidad de los nacionalismos. Obviamente, en este contexto hay que comprender las crecientes situaciones bélicas o cuasi bélicas.

En los veinticinco años que van desde 1990 a 2015 hubo hechos inmensos, como el atentado a las Torres Gemelas en septiembre de 2001, la Guerra de Afganistán y la subsecuente puesta en marcha de la agenda de seguridad antiterrorista de Estados Unidos y la Unión Europea. Además, la crisis del neoliberalismo había estallado en algunos países sudamericanos y se expresó en el llamado “giro a la izquierda” en esa región. Sin embargo, el mencionado punto de inflexión de 2016 tuvo una consecuencia contundente, a saber, dejar muy en claro que la narrativa nacida en 1990 ya no funcionaba. Los avances en materia de derechos civiles como el matrimonio igualitario, el derecho al aborto legal y gratuito o las políticas de reconocimiento a sectores étnico-raciales oprimidos comenzaban a ralentizarse y a impulsar de manera cada vez más clara una reacción conservadora que funcionó como contragolpe a esa agenda de derechos. La propia democracia entró en una zona de riesgo creciente y la hegemonía económica de las políticas neoliberales se combinó a veces con fuerzas más conservadoras y otras con corrientes más progresistas.

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Es lo que Nancy Fraser (2017) llamó críticamente “neoliberalismo progresista” y Stuart Hall “multiculturalismo neoliberal”; es decir, una coexistencia de avances efectivos en derechos civiles con políticas económicas altamente regresivas. Aquello que la hegemonía cedía u otorgaba en reconocimiento lo quitaba en redistribución económica.

Los gobiernos de Donald Trump y Jair Bolsonaro fueron emblemáticos de la ofensiva conservadora que buscó restringir derechos civiles y derechos de los grupos minoritarios. En ambos casos hubo misoginia, racismo, clasismo u homofobia, así como negacionismo de la pandemia y del cambio climático. En ambos casos se apeló a fake news y proliferaron discursos de odio con gestos y acciones antipluralistas. El ataque físico a instituciones democráticas fue la evidencia palpable de la dislocación que introdujeron esos dos gobiernos en el discurso público. (…)

Han surgido liderazgos de tipo “antipolítico” o “anti statu quo”, que apelan a su identificación con “el pueblo”, con discursos y prácticas alterofóbicas en los que inciden de modo estructurante las historias y configuraciones nacionales. Una gran pregunta que tiene respuestas variadas según los casos es cuáles tienen que ver con los marcos interpretativos de los votantes y cómo significan los discursos de los líderes. No va de suyo que la calificación de extrema derecha que aplicamos a un líder político sea o no aplicable a sus adherentes. Nuestra hipótesis es que, si nos preguntamos por la carga ideológica del votante, hay como mínimo tres grandes respuestas. Primero, es factible que los adherentes compartan partes del discurso o de la visión ideológica del líder. Segundo, en diferentes países hay movimientos anti statu quo, o “antipolíticos” en general, que se canalizan a través de un líder ultraderechista. Y tercero, hay cambios profundos en las sociedades que al encontrar esa canalización derivan en un giro a la derecha más claramente ideológico.

*Autor de Los paisajes emocionales de las ultraderechas masivas.

Editorial Calas (fragmento).

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