Héctor “Puchi” Vázquez, fotógrafo de la revista Información, donde compartía redacción con Rodolfo Walsh, Juan Gelman y Paco Urondo, aguardaba junto a colegas y periodistas frente a la Casa Rosada.
En las primeras horas del 24 de marzo, el golpe de Estado era inminente. La prensa lo sabía y buscaba, ávida, retratar el instante preciso.
En esa espera, sin premeditación, Vázquez giró su mirada hacia la Plaza de Mayo y captó la imagen de la plaza vacía. “Era una noche sin estrellas, había un silencio absoluto, ni un alma”, recordaría el fotógrafo, tres décadas después, sobre ese momento.
Esa fotografía transmite, para quien conoce el contexto de su producción, la inminencia del tiempo que se avecinaba. Pero entonces no había quien supiera, excepto aquellos que habían decidido perpetrarlas, que las desapariciones configurarían el crimen emblemático de la nueva dictadura y nadie imaginaba que esa plaza sería uno de los escenarios de su denuncia.
Este libro se ocupa de la historia que comenzaba, de forma sistemática y en todo el país, esa noche. Busca analizar el conocimiento sobre el sistema de desaparición que circulaba entre sus denunciantes mientras este estaba en funcionamiento. Tomó como premisa inicial que el conocimiento se produce y reproduce socialmente, su distribución es desigual en la sociedad y está asociada a relaciones de fuerza que varían según los contextos históricos. Desde esta perspectiva, el conocimiento constituye una dimensión sustantiva del poder y tiene implicancias políticas decisivas al intervenir en la construcción social de la realidad de los diferentes grupos y actores.
Dado que el conocimiento sobre el sistema de desaparición entrañó un importante desafío, su elaboración asumió un carácter gradual pero no lineal, ya que los denunciantes se vieron obligados, más de una vez, a revisar lo que hasta allí creían saber.
Este sistema incluía una fase pública y ante testigos. Los secuestros y las detenciones eran efectuados por personal militar o policial, uniformado o vestido de civil, y tenían lugar en las calles, los domicilios y los lugares de estudio o de trabajo de las víctimas. Pero luego se sucedían sus fases clandestinas, que abarcaban el cautiverio y la tortura de los detenidos en unidades militares y comisarías –de por sí, de acceso restringido– y su asesinato dentro o fuera de ellas. Los cuerpos eran enterrados en los centros clandestinos, en tumbas anónimas en cementerios públicos, incinerados o lanzados, aún vivos, desde aviones al mar. Sus hijos, nacidos en cautiverio, en numerosos casos fueron apropiados por los represores, mientras el Estado negaba cualquier responsabilidad en estos hechos.
Las características de este sistema no se limitaban al establecimiento de obstáculos de orden fáctico. Específicamente, la ausencia de información, la responsabilidad estatal y el asesinato de miles de desaparecidos vulneraban los límites morales y jurídicos, desafiaban representaciones de larga duración sobre el Estado, las Fuerzas Armadas y el propio ejercicio de la represión, así como sobre lo que es posible imaginar o pensar como real. Dada su radicalidad, esta y otras prácticas concitaban racionalizaciones que normalizaban lo novedoso, suscitaban la represión de lo que podía conocerse, pero que, por su cualidad terrorífica, no podían tolerarse, provocaban incredulidad y fracturas entre lo que se conocía y lo que se creía, y constreñían el testimonio, su escucha y la elaboración de significados compartidos. Es decir, como señala Stanley Cohen, este tipo de regímenes establecen límites al conocimiento y obstaculizan el reconocimiento de aquello que se sabe.
Dichos obstáculos reproducían escollos similares a los originados en otras experiencias de violencia extrema. “No le creo. No digo que usted mienta, digo que yo no puedo aceptarlo”, respondió Felix Frankfurter, juez de la Corte Suprema de los Estados Unidos, cuando Jan Karski, enviado de la resistencia polaca, le relató en julio de 1943 el exterminio de los judíos. En el mismo documental, Le rapport Karski, dirigido por Claude Lanzmann (producción de Les Films Aleph, 2010), se menciona que Raymond Aron, al referirse a la Shoá durante su exilio en Londres, manifestó: “Lo sabía, pero no lo creía y porque no lo creía, no lo sabía”.
La pregunta por el conocimiento de crímenes masivos surgió, precisamente, tras el genocidio nazi. Las investigaciones más salientes han enfatizado la radicalización del antisemitismo extendido en la sociedad alemana y su mayoritaria indiferencia moral ante el destino de los judíos; el descreimiento que suscitaron entre los Aliados los testimonios sobre el exterminio y la subordinación de ese hecho a la prioridad de ganar la guerra y, entre las comunidades judías, la racionalización de información insoportable de asumir, y la creencia de que la violencia nazi no rebasaría persecuciones previas y sería posible, como en el pasado, aplacarla mediante la negociación.
El conocimiento que tenía la sociedad argentina sobre las desapariciones mientras estas ocurrían es materia de debate. Tres han sido las representaciones que circularon en la escena pública desde el retorno de la democracia, en 1983, hasta la actualidad.
La primera fue propuesta por el informe Nunca más, elaborado por la Comisión Nacional sobre la Desaparición de Personas (Conadep), creada por el presidente Raúl Alfonsín para investigar el destino de los desaparecidos. Este informe postuló la ignorancia de la sociedad y su condición de víctima, como conjunto, del terrorismo de Estado, una perspectiva derivada de la política oficial que buscaba concentrar la responsabilidad en las juntas militares.
La segunda, que surgió desde la sociedad civil y se expresó en intervenciones culturales, comenzó a circular a mediados de los años noventa en el contexto del apoyo social que recibía el presidente Carlos Menem, pese a haber dictado el indulto a las juntas militares y a su programa económico neoliberal. En ese marco, familiares y organismos de derechos humanos postularon que la sociedad conocía las características de la represión y había apoyado el plan económico dictatorial, proyectando así una continuidad entre el comportamiento de aquella en esos dos períodos.
La tercera, incluida en el prólogo añadido al informe Nunca más por la Secretaría de Derechos Humanos en 2006, durante el gobierno de Néstor Kirchner, propuso que el pueblo acompañó desde un inicio la lucha por la verdad, la memoria y la justicia, representación que imagina a ese actor colectivo, sin fisuras, sosteniendo siempre valores justos.
Estas tres proposiciones, pese a sus perspectivas contrapuestas y a las distintas apuestas políticas en las que se inscribieron, comparten una mirada sobre la sociedad o el pueblo ahistórica y totalizadora, que niega el conocimiento heterogéneo y las diversas actitudes que tuvieron diferentes grupos y actores respecto de las desapariciones.
En el campo académico, han predominado afirmaciones de un amplio nivel de generalidad, que no permiten distinguir diferencias entre clases, grupos etarios, realidades regionales y otras variables. Entre las escasas investigaciones que abordaron este tema, se destaca el libro de Gabriela Águila, quien examinó las facetas públicas del terror y los consensos y resistencias en la ciudad de Rosario; los libros pioneros de Diana Kordon y Lucila Edelman, y de Janine Puget y René Kaës, que analizaron los efectos psicológicos de la desaparición forzada en las relaciones sociales de las víctimas y en tramas sociales más amplias; la investigación de María José Sarrabayrouse Oliveira sobre el papel de la Morgue Judicial en el ocultamiento del crimen, y las de Estela Schindel y Micaela Iturralde sobre las noticias de las desapariciones publicadas en la prensa gráfica mientras estas ocurrían. En mi caso, avancé sobre este tema en mi libro sobre la historia del informe Nunca más y al analizar la utilización de los traslados y entierros de cadáveres de presuntos “subversivos”, por parte de morgueros de Córdoba, para obtener mejoras salariales. (…)
¿Es el Estado?
“¿Cómo es posible secuestrar a dos personas en pleno centro de la ciudad, a la luz del día, sin dejar el menor rastro? ¿Cómo no se los puede encontrar ni vivos ni muertos?”.
Nora, esposa de Néstor Martins, un abogado de la antiburocrática CGT de los Argentinos, se formulaba estas preguntas tras el secuestro de su marido y el de su cliente Nildo Zenteno, ocurridos el 16 de diciembre de 1970 en Paraná 26, frente a la Plaza de los Dos Congresos, en Buenos Aires. El caso fue incluido en “Los secuestros”, primer capítulo del informe publicado en mayo de 1973 por el Foro de Buenos Aires por la Vigencia de los Derechos Humanos, integrado por abogados de presos políticos, como Hipólito Solari Yrigoyen, Vicente Zito Lema y Rodolfo Mattarollo; intelectuales como Rolando García, Rodolfo Walsh y Francisco Urondo, los artistas Roberto Carpani y León Ferrari, los psicoanalistas Emilio Rodrigué y Marie Langer, el sacerdote Carlos Mugica y los dirigentes sindicales Jorge Di Pasquale y Raimundo Ongaro, entre otros.
El informe, del cual se editaron tres mil ejemplares, denunciaba a la dictadura de la Revolución Argentina (1966-1973) desde una concepción amplia de los derechos humanos, que impugnaba la falta de acceso a la vivienda, la salud y la educación de las masas; la actuación de la Cámara Federal en lo Penal Especial, que juzgaba a los guerrilleros, la tortura en las cárceles, la aplicación de la ley de fugas (como en la Masacre de Trelew) y la desaparición de una docena de militantes. Estas desapariciones, decía, evocaban la de Felipe Vallese, delegado sindical y militante de la Juventud Peronista detenido el 22 de agosto de 1962, visto por última vez en una comisaría de Villa Lynch. Luego, subrayaba la singularidad de este crimen: un desaparecido en manos de los servicios de seguridad del Estado no deja ninguna señal. Nadie, nunca, nada, pero también un tal vez: un desaparecido nunca termina de estar muerto, su ausencia lo hace estar cada vez más presente.
Haydée Birgin, integrante del Foro, recuerda que denunciaron la responsabilidad estatal en la desaparición de Martins y rechazaron la idea de que hubiese sido secuestrado por el comando parapolicial MANO, que se adjudicó el hecho. En paralelo, contactaron a Edward Kennedy, senador demócrata por Massachusetts, y elevaron el caso, el primero por desaparición, a la Comisión Interamericana de Derechos Humanos (CIDH), que lo incluyó en su informe de 1972 ante la Asamblea General de la Organización de Estados Americanos (OEA). El caso no fue abordado, ya que –se adujo– estaba pendiente su tratamiento judicial y no se había demostrado participación oficial, pero evidencia el vínculo temprano entre denunciantes locales y el sistema interamericano de derechos humanos.
El regreso del peronismo al gobierno el 25 de mayo de 1973 acentuó el escenario de violencia. La guerrilla guevarista del Ejército Revolucionario del Pueblo (ERP), brazo armado del Partido Revolucionario de los Trabajadores (PRT) surgido en 1970, continuó actuando; se agudizó la lucha dentro del peronismo con la matanza de Ezeiza perpetrada por su ala derecha y, tras la asunción del gobierno de Juan Perón, comenzó a operar la Alianza Anticomunista Argentina (AAA, conocida como Triple A), organización parapolicial que asesinó a centenares de militantes e intelectuales de izquierda peronista y marxista y amenazó a otros tantos, que debieron exiliarse. Tras la muerte de Perón, la guerrilla peronista Montoneros, que había hecho su aparición en mayo de 1970 con el secuestro y asesinato del general Pedro Eugenio Aramburu, pasó a la clandestinidad, y el gobierno de su viuda, María Estela Martínez, impuso el estado de sitio en noviembre de 1974.
En ese contexto, la represión fue denunciada por organizaciones de derechos humanos locales e internacionales. En 1975, la Liga Argentina por los Derechos del Hombre (LADH), fundada en 1937 en el contexto de la lucha antifascista, denunció ante las Naciones Unidas que la Triple A había cometido trescientos asesinatos políticos durante 1974. Amnistía Internacional, organización no gubernamental de derechos humanos creada en Londres en 1961 para defender a personas detenidas por sus ideas políticas o sus creencias religiosas, le envió a la presidenta, en agosto de 1975, un informe que incluía una lista de 461 personas asesinadas por razones políticas entre julio de 1974 y junio de 1975, en el que denunciaba la “ofensiva a gran escala” de las autoridades contra la “oposición armada de izquierda y su pasividad ante la oposición armada de derecha”.
En efecto, las amenazas de muerte, los asesinatos y la aparición de cadáveres en calles y zanjones suburbanos se habían vuelto cotidianos. En ese escenario, el escritor Julio Cortázar solicitó al Tribunal Russell II contra la Represión en América Latina que abordara de forma no programada, en su reunión del 11 y del 18 de enero de 1975 en Bruselas, la situación en la Argentina. Este tribunal de opinión, constituido a iniciativa del senador socialista italiano Lelio Basso para analizar la represión de las dictaduras que gobernaban Brasil desde 1964 y Chile y Uruguay desde 1973, prolongaba la experiencia del Tribunal Russell de 1966 –impulsado por Jean-Paul Sartre, Bertrand Russell y Peace Foundation–, que había condenado por genocidio a los Estados Unidos por sus crímenes en Vietnam.
El caso argentino, según Basso, estaba eclipsado por la represión de la dictadura de Pinochet en Chile, que concentraba la atención internacional y, como propone Silvina Jensen, por tratarse de un gobierno constitucional. Ante el tribunal, Leandro Despouy, abogado exiliado desde 1974, denunció a “los órganos represivos del Estado” y “las organizaciones parapoliciales que actúan con la complicidad del gobierno”, mientras el Groupe de Solidarité avec le Peuple Argentin, de París, integrado por argentinos exiliados y franceses solidarios, denunció el “carácter sistemático del terror contrarrevolucionario” al cual consideraba “expresión directa del nuevo poder asumido por las Fuerzas Armadas, la policía y las organizaciones paramilitares en el seno del gobierno nacional”.
En la siguiente sesión, realizada en Roma entre el 10 y el 17 de enero de 1976, la acusación contra la Argentina del Tribunal se tituló “La técnica de la masacre: las AAA, gobierno y militares”. Luego de esto, Basso concluyó que ya nadie podría aducir “no saber”.
En paralelo, la Latin American Studies Association (LASA), creada por latinoamericanistas estadounidenses, formó, a propuesta del Consejo Nacional de Iglesias Protestantes, un subcomité –integrado por el politólogo Eldon Kenworthy, profesor de la Universidad de Cornell; el sociólogo Juan Corradi, profesor de la Universidad de Nueva York, y el reverendo William Wipfler– que elaboró el informe Argentina 1973-1976: The Background to Violence y la cronología argentina de hoy: un régimen de terror. Informe sobre la represión desde julio de 1973 hasta diciembre de 1974, que detallaba los secuestros y asesinatos políticos. El informe atribuyó la responsabilidad al gobierno y recomendó que LASA enviase sus conclusiones a la CIDH, Amnistía Internacional, la Comisión de Derechos Humanos de las Naciones Unidas y al Subcomité sobre Movimientos y Organizaciones Internacionales del Congreso de los Estados Unidos. De ese modo, las iniciativas del Tribunal Russell II y LASA evidenciaban la creciente circulación, en Europa occidental y en los Estados Unidos, de la denuncia sobre la situación argentina.
Ese contexto de violencia se agudizó cuando la presidenta, mediante el Decreto 261 del 5 de febrero de 1975, autorizó al Comando General del Ejército a “ejecutar las operaciones militares que sean necesarias a efectos de neutralizar y/o aniquilar el accionar de los elementos subversivos que actúan en la provincia de Tucumán”. Desde 1974, una compañía de monte del ERP se había instalado en la zona de ceja de selva de esa provincia. (…)
El golpe. El sistema nacional de de-saparición de personas
Desde que se produjeron las primeras desapariciones, la guerrilla las denunció en su prensa, reclamó la legalización de los detenidos y el respeto de su integridad física. Antes del golpe, diversas agrupaciones estudiantiles, sindicales, sociedades vecinales, colegios profesionales y autoridades universitarias las denunciaron y reclamaron la libertad de los secuestrados. Tras el golpe, las noticias sobre desapariciones en los diarios La Nación y La Opinión menguaron drásticamente. El Buenos Aires Herald, editado en inglés, siguió publicándolas y reclamó que la represión se encauzara legalmente, mientras Clarín, salvo excepciones, no las mencionó hasta 1978, y recién en septiembre de 1979 publicó una solicitada de familiares de desaparecidos.
Producido el golpe, la represión combinó una conducción centralizada con una ejecución descentralizada. El país fue dividido en cinco zonas dependientes de los cuerpos del Ejército; estas a su vez se dividían en subzonas, dirigidas por brigadas a cuyas órdenes estaban los jefes de los centros clandestinos –en su mayoría, localizados en unidades militares y comisarías–, que coordinaban los así llamados grupos de tareas y decidían los secuestros. En ese contexto, las desapariciones se tornaron sistemáticas. Según datos oficiales actualizados hasta 2015, durante la dictadura se produjo el 91% de ellas, concentradas en las ciudades de mayor desarrollo capitalista y presencia de universidades nacionales: el 43% en la provincia de Buenos Aires –un 60% en el Gran Buenos Aires y un 19% en La Plata–, el 25% en la Capital Federal, el 9% en Córdoba, otro 9% en Tucumán, el 6% en Santa Fe, el 2% en Mendoza y un 6% en otras provincias.
La represión contó con el aval del capital concentrado, las jerarquías de la Iglesia católica y la dirigencia política. En cambio, resulta difícil precisar su consenso social. Según una encuesta de opinión realizada en Tucumán por la Secretaría de Información Pública en noviembre de 1976, que por el alto porcentaje de quienes se negaron a responder ilustra los límites de estas mediciones bajo una dictadura, un 63% de los entrevistados juzgaba correcta la represión de las Fuerzas Armadas a la guerrilla, el 19% no emitía opinión, el 11% la consideraba excesiva/muy excesiva y el 8%, débil/muy débil.
La represión legal e ilegal buscó suprimir de raíz las ansias revolucionarias, la radicalización política y la indisciplina social que, desde 1969 con el Cordobazo, recorrían fábricas, universidades, escuelas, iglesias, zonas rurales y barrios populares. A la vez, buscaba reestructurar el capitalismo argentino bajo el predominio de grandes grupos económicos y empresas transnacionales diversificadas.
Las desapariciones tuvieron por víctimas prioritarias a las diezmadas fuerzas guerrilleras, militantes de agrupaciones marxistas y peronistas que no optaron por la lucha armada, dirigentes y militantes sindicales clasistas y antiburocráticos, sacerdotes tercermundistas y abogados de presos políticos. Su materialización evidenció que, para el imaginario castrense, la prisión política era una solución insuficiente. En la memoria militar estaba presente la amnistía de 1973, otorgada por el presidente Héctor Cámpora, tras la cual los presos políticos renovaron sus militancias. La amenaza subversiva debía, entonces, ser eliminada físicamente.
El método clandestino procuró evitar denuncias similares a las que recibía la dictadura chilena, así como el rechazo del Vaticano y de la propia sociedad argentina que podía suscitar la aplicación de miles de penas de muerte. También permitía a sus ejecutores extender sin límites la tortura, desconcertar a sus enemigos y eliminarlos sin obstáculos legales. Los cuerpos de los secuestrados perderían visibilidad, se negaría su cautiverio y asesinato, no habría cadáveres y el crimen no tendría responsables. El término “desaparecido” condensa esa voluntad. Así lo afirmó cínicamente Videla en diciembre de 1979 en conferencia de prensa: “El desaparecido es una incógnita. No tiene entidad, no está. Ni muerto, ni vivo. Está desaparecido”.
Las guerrillas sabían que el Estado era responsable de las desapariciones. El PRT-ERP recibió información de que se avecinaba un golpe sangriento y, consumado, denunció el asesinato de presos políticos y de “compañeros previamente secuestrados que aparecen muertos sin enfrentamientos”, y exigió a la dictadura que publicase una lista de detenidos, su lugar de detención y los cargos en su contra.
☛ Título: Pensar los 30.000
☛ Autor: Emilio Crenzel
☛ Editorial: SXXI Editores
Datos del autor
Emilio Crenzel es sociólogo y doctor en Ciencias Sociales por la Universidad de Buenos Aires.
Es investigador principal del Conicet y profesor en Sociología de la Universidad de Buenos Aires.
Es autor de El Tucumanazo (1997 y 2014), Memorias enfrentadas. El voto a Bussi en Tucumán (2001) y, en Siglo XXI, La historia política del Nunca Más. La memoria de las desapariciones en la Argentina.
Ha participado en la edición del volumen Historia y memoria de la represión contra los trabajadores en Argentina. Consentimiento, oposición y vida cotidiana (2022), entre otros.