De un tiempo a esta parte la figura de Juan Rodolfo Wilcock está siendo revalorizada: la editorial independiente La Bestia Equilátera viene publicando sus libros con regularidad, en 2021 se publicó el diario que Adolfo Bioy Casares le dedicara y su obra es materia de trabajos académicos y coloquios, ejemplo de esto último fue el que se le dedicó en la Universidad Tres de Febrero (Untref) durante dos jornadas en el mes de agosto de 2023.
En este contexto, el libro recientemente editado por Diego Cano, Wilcock, visitante del infierno (Aurelia Rivera), es un bienvenido aporte: un trabajo riguroso y exhaustivo con la arriesgada intención de convertirse en una referencia totalizadora y obligada a la hora de hablar de la obra impar que Wilcock construyó en la literatura argentina del pasado siglo.
Con la idea de hablar de su libro, nos sentamos a conversar con Cano en un bar céntrico y la charla, como no podía ser de otra manera, tomó una deriva levemente wilcockiana.
—Antes de empezar y meternos en el libro, me gustaría comentar algo que llama mi atención y es el contraste entre lo comprimido, si es que así se puede definir, de tus novelas, que tienen como un desvarío y un disloque controlado que supongo viene de tus lecturas de Aira, y la intención totalizadora de tus libros de ensayos; este contraste es más que evidente sobre todo y justamente a partir de tu libro sobre la obra de Aira.
—Es muy elogioso eso que llama tu atención, porque estás viendo algo que por supuesto tiene una idea detrás, no sé si llamarlo un método para que no suene pretencioso: en la ficción tiendo a correrme, es decir, de lo que va del sentido para adelante me corro, y eso de alguna manera es dislocarse, que es un término que usaste y me gusta, creo que en ese sentido es parecido a lo de Aira porque es un núcleo de su literatura, aunque él incorpora muchas cosas ensayísticas y frases que suenan a filosofía y yo prescindo de ese tipo de cosas. Esas serían diferencias sustanciales, pero en el núcleo ese dislocar es exactamente parecido, y yo te diría que es de Kafka más que de Aira y que eso también está presente en Wilcock.
—En la presentación de tu libro mencionaste justamente que veías algo kafkiano en la obra de Wilcock, precisamente te referías a la espera y la postergación permanente, eso que está en novelas que hoy todos leemos como kafkianas, “El desierto de los tártaros” sería un buen ejemplo y por supuesto “El templo etrusco”, pero también señalaste la comicidad en Wilcock. ¿No ves ahí otro punto de coincidencia con Kafka, teniendo en cuenta que Deleuze y Guattari, y después David Foster Wallace, señalaron el lado cómico de Kafka?
—Sí, diría que es lo mismo, otra vez el disloque. Es esa exageración o caricaturización, o correrse de lo esperado, del sentido que eso obviamente también está en Wilcock, permanentemente está queriendo romper con eso que llamamos sentido común o con cualquier otro sentido constituido, incluso el de los propios géneros literarios, y hasta me atrevo a decir también del idioma. Por lo menos esa es mi interpretación de la literatura, que es hasta Kafka y después de Kafka: el realismo por un lado y la pura imaginación por el otro.
—¿Eso no sería una especie de negación del realismo?
—Sí, absolutamente, pero eso también está en Flaubert, ahora que lo pienso.
—¿Cómo sería eso?
—Flaubert arranca con la novela paradigmática del realismo que es Madame Bovary y después es como que dice: a esto le falta una vuelta, y entonces vas a Bouvard y Pecuchet y ahí ya está Kafka en ciernes y todo lo que vino después.
—¿Entonces Wilcock entraría en esa tradición en la que vos señalás como punto de arranque a Flaubert?
—Wilcock nunca habla de Flaubert pero sí habla de Kafka, en la entrevista de la RAI dice que es al único escritor que quiso copiar, que él lo diga tampoco significa que su literatura sea así, pero a mí me parece que justamente eso está presente. En El templo etrusco está esto que vos señalaste de la postergación, un templo que nunca se construye, eso no solo está en El desierto de los tártaros sino también, y viniendo más acá, en Coetzee: es la disolución del tema, lo trascendente no es el tema sino cómo la forma va construyéndose en sí misma, después adentro puede haber variantes, pero Wilcock definitivamente entra en esa tradición.
—Volviendo un poco al principio, ¿existe entonces una intención totalizadora de querer agotar la obra de Wilcock en el libro y de querer establecerse como referencia?
—Esa es la intención efectivamente: repasar absolutamente todo, ¿habrá errores?, claro, va a haber alguien que me corrija, seguro; es más, ojalá que eso dé el puntapié para que alguien cuestione el libro. No recuerdo quién lo dijo, pero si te gusta un autor hay que ir por todo y agotarlo: biografía, cartas, lo que sea, hacer un repaso total, y a mí me gusta eso.
—¿Por qué valió la pena tomarse todo ese trabajo y escribir un libro de casi setecientas páginas sobre Wilcock?
—Había un hueco, ¿no? Nadie había escrito algo así. Paradójicamente, se habla mucho en artículos académicos y demás, pero de una manera totalmente anecdótica: que si le envió una carta a tal, que si se peleaba con el editor de Adelphi y toda su literatura en castellano, como escribo en la introducción, ya está publicada. ¿Falta algo? Sí, falta Frau Teleprocu, faltan sus obras de teatro, falta la mayoría de los artículos escritos en la prensa italiana, muchos ya están en castellano y yo rescaté la mayoría; nadie se había tomado el trabajo de ir a la Biblioteca Nacional y buscarlos, yo lo hice. Es como si a los críticos les gustara jugar a los 007 de la literatura, cuando en realidad de lo que tienen que hablar es justamente de literatura y no de si Wilcock se murió de un ataque al corazón leyendo un libro, eso puede agregar algo, pero lo que a mí me interesa es la literatura de Wilcock, y ahí creo que estaba el hueco. Hueco que alcanza incluso al Diccionario de Autores Latinoamericanos de Aira.
—¿Qué fue lo primero que leíste?
—Lo primero que leí fue El templo etrusco, que hasta el día de hoy sigue siendo mi novela preferida de Wilcock. El otro libro que considero significativo es La sinagoga de los iconoclastas, pero por razones distintas, ahí hay un gran tema que es Wilcock y Borges: yo cito en el libro a Carina González, ella señala tres cosas para mí certeras en relación con esto: el juego con el lenguaje, la invención lingüística y la vulgaridad. Y ahí ya tenemos una diferencia furiosa con Borges: en ese libro, de alguna manera borgeano y que fácilmente podemos incluir en esa genealogía que va de Vidas imaginarias de Marcel Schwob a La literatura nazi en América de Roberto Bolaño, Wilcock lleva a Borges al límite y se burla de eso que tanto me molesta en él, que es la inteligencia. Si se me permite el atrevimiento, en La sinagoga de los iconoclastas Wilcock un poco bardea a Borges.
—¿Y cómo llegaste a Wilcock?
—A través de una sugerencia o recomendación o reseña de Luis Chitarroni. El libro está dedicado a su memoria.