Si es por buscar, mejor que busques lo que nunca perdiste. Eso solía decirle el padre de Martín Caparrós y aparece en las primeras páginas de El interior, crónicas de viajes con las huellas del contemporáneo giro de los libros de viajes o literatura de viajes. Uno que se aleja definitivamente del canon moderno para sumergirse en aguas amorfas, mutables y transtextuales. Donde cabe acomodar las maletas el ensayo y la epístola como la no ficción y la novela del monólogo interior. Y el foco vira de la fascinación, y dominación de lo extraño, a lo inesperado del encuentro con el otro. Y en qué hacen los cronistas con ese movimiento hacia uno y en el cómo vivir juntos.
En los últimos tiempos aparecieron títulos que conforman puntas del género que no se agota, tan viejo como la literatura y el mito desde el Gilgamesh, La Odisea, Viaje al Oeste y el Quijote. O más innovadores libros de viajes en el Ulyses de James Joyce y El Danubio de Claudio Magris. Autores nacionales publicaron recientemente relatos de viajes y pueden definirse en las trazas lábiles de la crónica de viajes, Julián Varsavsky (Viaje a los paisajes invisibles. Adriana Hidalgo), Fernando Duclos (Periodistán. Un argentino en la ruta de la seda. Futuröck), otros más ligados a carriles menos convencionales de la literatura de viajes, la reimpresión de Falsa calma (Random House), de María Sonia Cristoff, y Viento del Este (Blatt & Ríos), de Liliana Villanueva, más otros menos previsibles, el del narrador, realizador y dramaturgo Santiago Loza con Pequeña novela de Oriente, de Entropía.
“No es una preocupación primordial dentro de nuestra editorial intentar definir con mucha nitidez los géneros, ni establecer una taxonomía que rija ni nuestro régimen de lectura, ni nuestra aproximación a los textos, ni tampoco, en última instancia, aquello que termina ordenando las colecciones. Nos parece que hay ciertos parámetros que tienen que ver con que hay textos que tratan de narrar las experiencias que atraviesa una voz narrativa cuando sale de su espacio habitual y se pone a recorrer otros territorios”, comenta Sebastián Martínez Daniell, editor de Entropía, y que cuenta en su catálogo con la pequeña maravilla de la gran cronista Cynthia Rimsky, Poste restante. Junto a otras como la porteña Vinilo, o la cordobesa Fruto de Dragón –de bellísimos libros ilustrados de viajes, más algunas tradicionales, El Ateneo y Tusquets, configuran un mundo en expansión.
Homo Viator serás. De Sarmiento y Lucio V. Mansilla a Leila Guerreiro e Hinde Pomeraniec, la Argentina resulta una cantera de escritores de esa “glotonería en materias de viajes”, en palabras de Mansilla, el dandy autor de Una excursión a los indios ranqueles. Glotonería que no es lo mismo que literatura. Sostiene Villanueva, “No hay una cultura de literatura de viaje en Argentina, y mucho menos de escritura (aún si está comenzando), y todavía se tiende a equiparar viaje con crónica o periodismo, lo que es muy equívoco”, sostiene la docente de literatura de viajes. Y agrega, “en los últimos años, en la así llamada crónica periodística, aparece más el ‘yo’, pero es un ‘yo’ esquizo, difícil de definir y de ubicar entre la descripción (la observación de lo real) y la opinión. Yo diría que la escritura de viaje no tiene nada que ver con la crónica periodística: está más cerca de la literatura. Es más, debería aspirar a ser un texto literario con todo lo que esto significa”, remata.
Es que durante bastante tiempo se discutió las diferencias entre crónicas de viajes y literatura de viajes, una parecía para cronistas y periodistas, otra para narradores y poetas. O qué hacer con la subjetividad. Julián Varsavsky, también docente, en seminarios de crónicas de viajes, cada vez más buscados, sabe qué no hacer. “Nada de autoficción debería ser norma de la crónica de viajes. Pero es un reflejo de los tiempos sumamente egocéntricos que estamos viendo, de lo que está sucediendo en la hegemonía digital de nuestra vida, y en el potenciamiento del show en las redes sociales. Falta escucha en estos supuestos libros de viajes. También se han perdido los antiguos pudores del periodismo clásico y las crónicas se volvieron hipócritas y mentirosas. Y todo es show”, cierra con más de medio millar de crónicas, mundo pisado y tipeado varias veces, de Página/12 al National Geographic. Sin embargo augura Varsavsky una larga vida al género, al igual que Villanueva, quien confiesa “tengo la esperanza de que ahora mismo hay gente que está viajando por el mundo sin autopromocionarse o posteando poco o nada, escribiendo en un cuaderno, tomando notas, quizás dibujando, haciéndose preguntas. Muchas veces, en esa timidez o vergüenza de contar el viaje, hay un libro escondido”, anhela la escritora de Sombras rusas.
“Tal vez la curiosidad sobre la experiencia ajena. El deseo de tener otra vida, de expandir la experiencia limitada de los días. O entender algo de lo lejano, adentrarse al misterio. Cuando ya no basta con googlear. Tal vez la literatura de viajes sobrevive porque establece una relación más profunda y perdurable con ese nomadismo que acecha en el interior del hastío”, pone en palabras Santiago Loza esta literatura sin fin. Así que quizá ocurre en los libros de viajes, como grafica María Sonia Cristoff para su supervivencia en un mundo vallado por pantallas y redes, que “hoy puede ser más importante los efectos sobre una subjetividad que la exhaustividad de tipo topográfica”. Ser es ser en camino. Por eso el homo sapiens ayer, el homo tecnologicus hoy, será siempre Homo viator.
Liliana Villanueva:
“El viaje es anecdótico”.
Desde mi lugar de cronista y lectora, yo hablaría de los siguientes “requisitos” de un libro de viaje: Uno, quien escribe debe haber hecho ese viaje, de lo contrario estaríamos ante a una ficción o una impostura. Aun si el viaje tuvo lugar, me cuidaría de no abusar del googleado al momento de escribir, ya que aleja la experiencia real del texto. Dos, que la primera persona no “tape” el lugar, que es la materia misma en lo que me baso para contar mi experiencia. Yo hablo de una “primera persona desfasada”, es decir, que no esté en el centro absoluto del relato, aún si se trata de una experiencia personal y de un texto en primera persona. Tres, contar con cierta capacidad descriptiva, conocer los mecanismos de la escritura.
Yo leo antes, durante y después del viaje. Leo mientras escribo, si los tiempos de la escritura me lo permiten. La lectura es sobre todo necesaria para entender, para empatizar con la gente de lugar, no para la cita perfecta ni para ornamentar el texto con referencias a viajeras o viajeros históricos. Viajar a Japón, por ejemplo, sin haber leído a Isabella Bird (Japón inexplorado), escribir un libro y decir que no hay textos ni referencia alguna de mujeres anteriores viajeras al Japón, es imperdonable. La ignorancia del viajero, de la viajera, como recurso literario es posible, pero debe estar a disposición del texto, sin convertirse en la arrogancia de creerse la primera en llegar a tierras ignotas.
Vos hacés el viaje y, como dice Nicolas Bouvier, “el viaje te hace”. Esto tiene que ver con la formación de la identidad. Si, además, el viaje “te deshace”, es por algo que te pasó durante ese viaje en ese lugar, o algo fuerte que te marcó, te cambió la mirada hacia las cosas, hacia vos mismo, a punto de transformarte, cambió tu relación con el mundo y con el mismo viaje. Esto puede, y debe, modificar la escritura. No podés obviarlo, ni hacerle un rodeo. Ejemplo: Ella Maillart tenía ya listo el primer borrador de su viaje en auto por Persia y Afganistán cuando se enteró de que su amiga y compañera de ese viaje, Annemarie Schwarzenbach, había muerto en un accidente en Suiza. Maillart reescribió el texto, que se volvió más personal y lo tituló La ruta cruel.
La manera de aprender a escribir libros de viajes es con muchas lecturas. Con ejemplos. Con temáticas. El inconveniente de pasar a la práctica es que para estos talleres –varios que doy de docente–, se requiere conocimientos previos. Muchos alumnos tienen la experiencia del viaje, pero no cuentan con la práctica de la escritura. Otros (y otras) no vienen muy leídos. No hay una cultura de literatura de viaje en Argentina, y mucho menos de escritura (aún si está comenzando), y todavía se tiende a equiparar viaje con crónica o periodismo, lo que es muy equívoco. Así que hay que leer, leer y leer: escritores y escritoras de viaje, literatura, crónica urbana, poesía, todo sirve. El viaje es anecdótico.
Fernando Duclos:
“Lo desconocido es adelante”.
A mí me gustan los libros de viajes en los cuales se manifiesta la extrañeza del autor, o de los ojos que viajan ante determinadas situaciones, y el intento del mismo de desentrañar eso que está sucediendo. Y no juzgar ni observar con nuestro propio prisma esas situaciones. En mi caso se trata de encontrarse con el otro. Al menos, intento que mis libros de viajes tengan el equilibrio entre la primera persona y el contexto.
No me parece un riesgo escribir desde la primera persona, el famoso sesgo autobiográfico de los relatos de viajes, porque en la crónica uno escribe sobre lo que ve. No está mal que exista ese sesgo. Además, porque si yo viajo a Madagascar y hay otra persona que también viaja exactamente al mismo lugar, en la misma fecha y mira lo mismo que yo, lo más probable es que las dos crónicas sean completamente diferentes ¿Y por qué son completamente diferentes? Porque cada cual vio algo diferente y lo atrapante del género es justamente eso. Lo autobiográfico no representa un problema siempre que uno sea consciente de que, al cabo, lo que yo estoy contando es lo que yo vi de tal lugar. Y no creerse que tal lugar es así.
Yo me considero periodista siempre. Aunque lo que yo entiendo como periodista es también ser narrador. No percibo la diferencia. Obvio, no es lo mismo escribir un hilo de X narrando una historia, que escribir un libro de mil páginas narrando esa misma historia. Pero en ambos casos, contás algo. Cambia el soporte, cambia la forma, no el cuento. Después podemos discutir sobre si el libro o el hilo es periodismo. Ahí cada cual tendrá su opinión ¿Se puede hacer periodismo de viajes en Tik Tok, por ejemplo? No sé. Lo que sí sé es que no lo descarto, porque tal vez me estoy quedando fuera de esa herramienta para compartir mejor mi trabajo. Hablando de herramientas, cuando subo a los escenarios de teatros contando mis viajes, me pongo en modo actor. Pero no cambian allí mis ganas de periodista de descubrir el mundo y contar crónicas.
A lo largo de toda su existencia el ser humano siempre buscó ir hacia delante. Todos queremos que nuestra vida hacia adelante mejore, y eso implica un movimiento, un viaje contínuo. Muchas veces, o muchísimas, ese movimiento es un movimiento físico, y ese movimiento físico es una partida hacia lo desconocido, lo desconocido en el sentido de lo que viene, por más que no hace falta que lo desconocido sea Afganistán: lo desconocido es adelante, es lo que va a pasar, lo que nadie sabe. Entonces, mi frase predilecta la “fiesta de partir” apunta un poco en esa dirección, del moverse y del pensar hacia adelante. Obviamente, en la óptica de un viajero eso implica una partida, el salir hacia lo nuevo, pero no creo ni siquiera que tenga que ser una frase solamente de viajeros, si no aplica a esta cosa de vivir. El mundo se hizo partiendo a la próxima frontera.
Santiago Loza:
“Es el encuentro con la otredad”.
No estoy seguro de ser un lector asiduo a los libros de viajes. Leo crónicas cada tanto, películas de viajes. Programas de viajes en trasnoches televisivas cuando no puedo dormir. Algo de esos viajes me tranquiliza. Supongo que en los libros de viaje que me han interesado tienen que ver con el punto de vista más que con la descripción del paisaje, con el equilibrio entre la información del lugar y lo que siente quien narra. Me interesa cuando algo se corre de la mirada turística. Hay unos libros de Soledad Urquia, La luz y la montaña y Mamá India, no son de viajes, pero transcurren, o remiten, a la India y la relación que tiene la escritora con ese universo, que por momentos se vuelve esquivo, contradictorio. Otro es El cielo protector, de Paul Bowles, ese andar errante, perderse en una geografía que se desconoce.
Estuve mucho tiempo con la idea de escribir Pequeña novela de Oriente, hice los viajes, llevé cuadernos para escribir y no anoté nada. Mucho tiempo después, cuando ya no viajaba pude comenzar a darle forma. Cuando probé con la segunda persona algo se volvía más interesante. Podía tomar distancia, verme como un personaje al que por momentos le daba ánimo. También marcaba cierto humor, una manera de mirar eso que acontecía que se corría del yo. Esa segunda persona acompaña la soledad del personaje.
Creo que en Pequeña novela de Oriente se narra más una interioridad que ese paisaje que podría resultar exótico o lejano. Es el encuentro con la otredad, el intento de acercarse a lo distante. No estoy seguro de ser cronista en el sentido de la fidelidad con el entorno donde sucedieron esos hechos. Tampoco sé cómo sucedieron o cuánto imaginé o modifiqué de lo que pasó. Me gusta la idea del testimonio, de vivir algo para contarlo, encontrar la forma de escribirlo. Me parecía que en Pequeña novela de Oriente, esa suma de viajes que se narraban armaba una trama, donde un personaje se modifica en parte. Entonces estaba en esa zona híbrida entre la crónica y la ficción. A veces me cuesta definirme, como dramaturgo, como escritor, intentar la poesía cada tanto, alguien que hace cine. Entonces creo que escribo, por necesidad, porque me gana el deseo de trabajar el lenguaje, de contar. Supongo que sería un narrador que cada tanto hace algo parecido a unas crónicas. Y que al hacerlo algo se ordena. En esos viajes a Norteamérica y Asia, y también al viaje que remite Diario inconsciente (Bosque Energético) hay algo de pérdida, de extravío total. La escritura puede reconstruir. Escribir es una manera de revivir y al mismo tiempo de sentirse en casa, de anclar un presente.
María Sonia Cristoff:
“Ya no se le pide pasaporte al texto”.
Los libros de viaje que a mí me interesan son aquellos en los cuales se ve, sobre todo, una escritura, un tono, una voz, y no un caudal de información ni mucho menos un racconto de aventuras. Esa es para mí la clave principal. La otra, también central, es que quien narra entable con ese lugar del que habla una relación crucial, que implique que esa voz narradora no puede explicarse sin hablar de ese lugar, no importa cuánto tiempo haya estado ahí, una relación en la que tanto el lugar y quien narra sean protagonistas. Ejemplos: Muerte en Persia, de Annemarie Schwarzenbach; Viaje al país de los tarahumaras, de Antonin Artaud; En la Patagonia, de Bruce Chatwin; Días de ocio en Patagonia, de W.H. Hudson; Río abajo, de Lobodón Garra, y Poste restante, de Cynthia Rimsky, entre otros. Si bien hay extraordinarios libros de viajes escritos por periodistas –Robert Fisk y Ryszard Kapuscinksi, por citar–, a mí me interesan los libros de viaje en tanto rama de la literatura.
Falsa calma fue mi primera apuesta literaria a la hibridez en la que, con distintos otros formatos, he seguido escribiendo. En esa hibridez el viaje por esos pueblos fantasma patagónicos es una línea capital, pero también hay líneas en las que el libro se acerca al ensayo acerca del aislamiento, del desamparo, e incluso hay también una suerte de autobiografía velada.
En 2009, cuando escribí el prólogo de la antología Pasaje a Oriente (FCE), estaba tratando de encontrar una forma de llamar a esas narrativas de las que vengo hablando sin que recayeran sobre ellas las connotaciones que inevitablemente surgen en este siglo XXI cuando aparece el sintagma “relato de viaje”, un sintagma por el cual, al menos hasta mediados de siglo XX, solía entenderse un viaje que efectivamente había ocurrido, protagonizado por una viajera o un viajero que nos decía la verdad acerca de sus impresiones y experiencias, con el propósito de describir lugares y el anhelo –explicitado o no– de enseñar algo a quien lee. Si bien en el corpus que seleccioné hay algunos textos que responden a esa clasificación, cuando propuse usar el sintagma “narrativas en tránsito” lo que en realidad estaba haciendo era tratando de intervenir en el presente, y en ese presente, en este siglo XXI, me parece que muchas cosas han cambiado con respecto al género, porque me parece que al día de hoy, al menos en los textos que a mí me interesan, ya no tiene ninguna importancia el aspecto didáctico; ya no se le pide pasaporte al texto para saber si el viaje ocurrió o no, porque lo que importa es lo que puede observarse acerca de un lugar.
Julián Varsavsky:
“Tengo que mostrarte lo que vos no podés ver”.
Me acuerdo que el primer e-mail de mi vida lo mandé desde Vietnam, y Vietnam fue mi primera crónica en Página/12 en 1998. Y se lo pedí a alguien, en el idioma que pude, que lo envíe porque yo no sabía mandarlos desde Saigón. Así que de movida esa experiencia vietnamita fue aleccionadora de muchas formas.
En aquel tiempo vos, al no haber Google, no sabías, y no tenías muchas imágenes de los lugares donde ibas. Habría visto muy pocas fotos en mi vida de Vietnam cuando fui a Vietnam. No fue mi primer viaje, hubo otros antes largos por el país, pero cuando fui allá, salvo imágenes de guerra, no tenía la menor idea de cómo era la ciudad, dónde iba a ir, nada de nada. Eso era descubrimiento puro y fue clave para formarme cronista de viajes.
Hoy en día ya no hay descubrimiento. Me pasó hace poco, cuando fui de Egipto a Israel, descubrí que no había vuelo directo, tuve una escala en Chipre y me quedé en Chipre. Yo no tenía la menor idea de lo que me iba a pasar en esa isla mediterránea porque nunca le presté atención. Ahora vos ya reafirmás lo que conocés, en general, y dejás de lado, lo inesperado. Y Chipre fue un inesperado y me sorprendió. Entonces, volví a corroborar, esa necesidad del cronista de agudizar la mirada, porque si ya todo está visto, y yo escribo lo que ya está visto, no hay gracia. Tengo que mostrarte lo que vos no podés ver. Y también escuchar. Es una instancia central para ver. Una es la academia, los libros, y la otra, es escuchar al otro, entender al otro. ¿Qué significa entender? Tratar de reconstruir la perspectiva del otro, lograr una mirada antropológica. Y es lo que creo permite comprender la densidad de un viaje, a través de distintas capas, y ver lo invisible. Intento descorrer cortinas, primero para mí, y después compartir esas experiencias.
No voy a hablar puntualmente de nadie aunque tengo un punto de vista sobre la tendencia actual de llamados libros de viajes. Ahora estoy leyendo, por ejemplo, escribiendo sobre Medio Oriente, un libro de Saul Bellow, uno sobre Jerusalén, y es un diario de viajes. Y yo que leí muchos diarios de viajes, y salvo con el Libro de las maravillas de Marco Polo, me aburro en la mayoría. Porque un diario de viajes está escrito para vos, para registrar, para no olvidarte, para compartirlo con tu familia, y a menos que tenga un nivel literario muy alto, resulta un libro que parece una escritura común y corriente, que habla de que conocí a éste o hice aquello. Y yo en mis seminarios justamente planteo hacer lo contrario a un diario de viajes porque el diario de viajes pretende la completitud. Y vos tenés que evitar totalmente la completitud en una crónica de viajes. Como dice Gabriel García Márquez: “Vos al lector tenés que darle la partecita dulce del melón, no el melón completo, y hacer que pegue la pera para comer”.