Es agosto de 1942. El VI Ejército alemán del general Paulus rodea Stalingrado, importante ciudad industrial a orillas del Volga, que quedará atrapada en una modalidad de guerra urbana. El cerco de las divisiones acorazadas y de la infantería germana es apoyado por la Luftwaffe. Según cálculos de los propios rusos, la aviación invasora realiza más de treinta mil vuelos al día. El efecto de la tempestad de bombas es demoledor. Inexorable. A diferencia de Leningrado, en Stalingrado la población civil es evacuada parcialmente, aunque esto no evita su atroz mortandad.
Los sobrevivientes buscan refugio en la otra margen del río. Allí, se concentran las fuerzas del 62 Ejército soviético a las órdenes del general Chuikov. Desde aquella orilla se gesta la resistencia rusa. Allí vomitan fuego las poderosas baterías de artillería Katiushas. En una flota de buques o en ligeros botes de goma, miles de soldados soviéticos atraviesan las aguas para arribar al dédalo de escombros de Stalingrado. Muchos perecen en el cruce, o en la lucha cuerpo a cuerpo con el alemán. Miles de hombres mueren para conquistar los sitios estratégicos de la ciudad.
Los combates son de una violencia salvaje y de un heroísmo desesperado en el caso de los soviéticos.
En las primeras nueve semanas de combates los ataques alemanes son más de 700. En la colina Mamáyev Kurgán, de 102 metros, ubicada frente al desembarcadero central, se consuma una carnicería con momentos parciales de triunfo y repliegue para ambos lados.
Para el 1 de octubre, los alemanes dominan la mayor parte de Stalingrado. Pero en la otra orilla del Volga, los colmillos rusos permanecen indemnes. La energía combativa soviética allí no decrece. Por el contrario, se fortalece con nuevos refuerzos. Un poder de renovación de las fuerzas que no tienen los alemanes.
Se combate casa por casa. Los rusos descubren que la lucha a corta distancia los favorece. Se organizan redes de casas-reductos, unidas por galerías y pasadizos. Allí los stukas y los panzers invasores no pueden imponerse. En la necesidad de atacar estos reductos de resistencia, los alemanes se enredan en la lucha cuerpo a cuerpo, que se limita a la ametralladora, la bayoneta o la granada de mano.
La voluntad alemana de victoria se resquebraja. A sus bajas, y a la erosión de su moral, contribuye la mortífera puntería de los francotiradores rusos. El más célebre es Vasili Záitsev. Él solo, con el fuego preciso de su fusil, mata a 242 soldados y oficiales alemanes. Y sostiene un duelo con el mayor alemán Koning, del que sale vencedor. Inspirado en este personaje, el cineasta francés Jean Jacques Anaud realiza el film que, en su versión española, se titula «Enemigo al acecho».
Y en noviembre el alemán recibe el saludo de su nuevo enemigo…llegan las nubes bajas, las fugaces tormentas de nieve. El frío letal. Es el "general invierno".
El termómetro se despeña hasta 20 grados bajo cero. O más. El infierno muerde al ruso que resiste, pero destruye al germano que, no obstante, ataca con sus garras ya desgastadas.
Junto a los zarpazos iniciales del invierno, los rusos lanzan un ataque ambicioso con más de un millón de hombres. Ahora, los alemanes repiten la estrategia defensiva de los invadidos; ahora, los soldados de Paulus resisten en casas, fábricas, calles o en la colina Mamáyev Kurgán, la "colina de la muerte".
Y la noche se hace más larga. Los alemanes caen a millares. Muertos. Enfermos. Famélicos. Suicidados. Luego escapan, para ser capturados y fusilados por sus propios compatriotas.
El 1 de enero de 1943 el frío late en los 40 grados bajo cero. Las raciones de comida para los alemanes se reducen a 100 gramos diarios. La última semana de enero, el Mando Germano abandona a 50.000 heridos refugiados en los subsuelos de silos de cereales, en sótanos de teatros y estaciones ferroviarias. Los muertos ya no se entierran a causa del duro suelo helado. Sus nombres ni siquiera son anotados. Hitler nombra a Paulus Mariscal de Campo; cree que, así, lo forzara al suicidio. Ningún militar de tan alto rango se había rendido antes. La consigna es la muerte honrosa por propia mano antes que la rendición. Pero el 2 de febrero Paulus se rinde. Opta por seguir palpitando, a pesar de que el corazón de miles de sus soldados ya se había detenido.
En seis meses de lucha, el 99 por 100 de Stalingrado es despedazado. En montículos de ruinas se desmoronan 41.000 casas, 300 fábricas y 113 hospitales y escuelas.
Stalingrado es la mayor matanza militar de la historia. Mueren casi dos millones de hombres y mujeres. Casi 400.000 vidas alemanas se apagan. Lo mismo que más de 130.000 italianos, y cerca de 320.000 húngaros y rumanos. El ejército ruso sufre 750.000 bajas entre muertos, heridos y desaparecidos. Antes de la tormenta asesina, vivían en la ciudad a orillas del Volga alrededor de 500.000 habitantes. Luego del final de la hecatombe, un censo habla sólo de 1.500 sobrevivientes.
Tras la rendición del VI Ejército, los rusos hacen alrededor de 500.000 prisiones entre alemanes, italianos, húngaros y rumanos. De éstos 400.000 morirán en los siguientes meses de febrero, marzo, y abril de 1943. De los cautivos alemanes sólo volverán a su patria unos 5.000 luego de una década de cautiverio.
La meticulosa destrucción
En la Europa del siglo XIX la filosofía romántica asegura que lo infinito resplandece en cada gema de lo finito. Es el deseo estético de percibir una plenitud radiante en lo pequeño y particular. En la finitud, el romántico escucha el eco de la vida universal e ilimitada; el romántico ve una infinitud creadora y trascendente en cada cosa o ser.
En Stalingrado, lo infinito no puede resplandecer. La única realidad es la finitud específica de este u otro lugar para conquistar o destruir. Lo finito no como lugar de manifestación romántica de una vida mayor e ilimitada, sino como aquello que debe ser conquistado, o meticulosamente destruido.
Muchas guerras y batallas se deciden en campos abiertos, en la amplitud de lo espacial, en geografías derramadas sobre la lejanía y el horizonte. En Stalingrado, la ciudad pequeña, no la tierra amplia, es donde se determina la suerte de la batalla. La guerra urbana en Stalingrado exige un rápido aprendizaje de diferencias de tamaños y alturas de los lugares a ser asaltados o defendidos. En la ciudad rusa la conquista de lo finito cobra una significación estratégica decisiva. Miles de hombres mueren en salvaje combate para tomar, defender o reconquistar lo finito de una fábrica, de una casa, un edificio, una estación ferroviaria o un desembarcadero.
En la guerra convencional se conquista amplitudes; se ocupa una aldea o una ciudad para luego proyectarse hacia otros sitios estratégicos, hacia la victoria o la derrota en la amplitud de un territorio. Pero en Stalingrado, la guerra es subyugada por la finitud. Se combate dentro de lo finito del casa por casa, centímetro por centímetro.
Nadie esperaba que Stalingrado se convirtiera en la ciudad de la milimétrica devastación. Para rusos y alemanes es una sorpresa. Un acontecimiento que se impone.
La destrucción que llega a cada lugar de la ciudad. Esto es lo que revela los recuerdos del sargento Pavlov, que le da su nombre a una trascendente locación en la urbe-batalla: la "Casa Pavlov", llamada antes de la guerra, "La casa de la Gloria del Soldado", es un palacete barroco de cuatro pisos en la plaza Nueve de Enero. Hoy, de aquella construcción, solo queda un fragmento en pie. Allí, un puñado de rusos, encabezados por el sargento Pavlov, resisten durante dos meses. Y en su diario Pavlov anota:
«Stalingrado ya no es una ciudad. De día es una enorme nube de humo cegador, un gran horno iluminado por los reflejos de las llamas. Y cuando llega la noche, los perros se arrojan al Volga porque las noches de Stalingrado los aterrorizan».
El “humo cegador”, “un gran horno iluminado”, los perros, los que pueden, huyen despavoridos al río Volga. Señales del proceso de intensa aniquilación bélica de todo, o casi todo, del espacio finito de la ciudad triturada en caos y ruinas ardientes.
Sin embargo, el historiador británico Ian Macgregor, en su libro El faro de Stalingrado. La verdad oculta en el corazón de la mayor batalla de la Segunda Guerra Mundial (2023), documenta su escepticismo sobre las afirmaciones de Pavlov, y los mitos heroicos rusos. Según su investigación, la supuesta resistencia heroica de Pavlov nunca ocurrió, es producto de los relatos urdidos por periodistas del régimen soviético como vitamina vigorizante para las tropas. La necesaria propaganda. También cuestiona que la causa principal de la derrota alemana sea el “invierno ruso”. En realidad, aunque a Stalin le cueste reconocerlo, el gran aporte de tanques norteamericanos es fundamental para consumar con éxito el acorralamiento de las debilitadas fuerzas germanas, que terminan quedándose prácticamente sin víveres y armamento.
Y desde el ancho curso del Volga, llega la fuerza que conquista y libera la ciudad. Gracias al agua Stalingrado recibe a los contingentes interminables de soldados soviéticos que someten al invasor en la finitud devastada de la ciudad.
De Stalingrado a Volvogrado
La guerra consuma muchas terroríficas experiencias de destrucción masiva. Además de Stalingrado, los bombas nucleares de Hiroshima y Nagasaki, el bombardeo incendiario de Dresde o de Tokio, en febrero y marzo respectivamente de 1945; o, en el mundo antiguo, la aniquilación exhaustiva de Cartago por los romanos; o de Damasco por los mongoles en 1260.
Pero aún lo que es destruido exhaustivamente renace de sus ruinas. Y este el caso de la propia Stalingrado. Antes de la guerra, la ciudad se llamó Tsaritsin; en la posguerra adquiere el nombre de Volvogrado. Luego de tanta muerte solitaria, hoy, en la ciudad renacida, viven más de un millón de personas.
Y, como observamos, la colina Mamáyev Kurgán es uno de los lugares de mayor combate asesino. En invierno, la nieve sobre la elevación se derrite por los incendios provocados por los famosos lanzacohetes soviéticos Katiushas, y los cañones alemanes. Miles de esquirlas se encastran en cada metro cuadrado. En la colina, aún se encuentran ocasionalmente restos humanos y fragmentos metálicos producto de las explosiones. Hoy, individuos aún conmovidos por el infierno exterminador de ayer, buscan restos de soldados ya imposibles de identificar, pero a los que sí se puede conceder una sepultura. Cada año, encuentran más huesos. El pasado no es lo pasado.
Y en la colina hoy se levanta un gran monumento conmemorativo, construido entre 1959 y 1967, en el que destaca la gran estatua alegórica de cemento llamada “¡La Madre Patria llama!” (¡Ródina Mat’ Zoviot!), de 105 metros de alto, y que blande una espada de acero de 27 metros. La obra es diseñada por el escultor Yevgueni Vuchétich, y el ingeniero estructural Nikolai Nikitin, quien apela a su sapiencia técnica para resolver los complejos aspectos de construcción de la gran estatua que sostiene la inmensa espada.
La figura femenina se parece a la mujer en la que el escultor se inspira como modelo, Valentina Izótova; y remite a la Niké griega, la diosa de la victoria; por su ropaje, la escultura rusa recuerda a la Victoria de Samotracia. Desde un gesto expansivo y enérgico de convocatoria al combate, la figura esculpida de la Madre Patria domina todo el paisaje a su alrededor, y es visible como una presencia imponente y sobrecogedora.
Doscientos escalones, que simbolizan los 200 días de la batalla, trepan desde la parte inferior de la colina hasta la Madre Patria que, en lo alto, grita su llamado. Y en la base de la escultura, yacen los restos de los que son venerados como Héroes de la Unión Soviética: el Mariscal Vasili Chuikov, general que lideró la recuperación de la ciudad; el francotirador Vasili Záitsev; y el teniente Rubén Ruiz Ibárruri, el hijo de la Pasionaria, de Dolores Ibárruri Gómez, la mítica dirigente del Partido comunista español, fallecida en 1989.
En el lugar de la estatua monumental se acomodan un museo, una llama eterna, y una guardia de soldados con sus diarias ceremonias.
La inquietante potencia destructiva de la guerra en concentraciones urbanas tiene en Stalingrado uno de sus picos más elevados y sangrientos. Y los vientos de esa destrucción hoy rugen en ciudades ucranianas, sirias, o en Palestina. Repetición que demuestra la plena vigencia de la capacidad del sapiens para aniquilarse. Una violencia organizada que, desde la perspectiva de quien se defiende y contraataca, es legítima y necesaria. El agredido tiene derecho a responder a la agresión. Pero esto también evidencia hoy, y en el futuro cercano, y seguramente más allá, la guerra como rasgo permanente del humano, lo que alimenta la industria de las armas, y una cultura bélica que convive con la digitalización global, y un progreso técnico para mejor masacrar y exterminar la vida; lo que implica, a su vez, un obstáculo continuo para la evolución moral que reemplace la sangre por el entendimiento y el acuerdo.
Y todo esto también revela que la batalla de Stalingrado nunca ha terminado. Cuando realmente concluya, la humanidad será seguramente mejor.