A comienzos de los años 60 del siglo pasado, en una de sus habituales recorridas por la ciudad de Córdoba, Manuel Mujica Lainez se interesó por un cuadro exhibido en una galería de arte. Al preguntar por su autor, le dijeron que tenía su atelier a unas pocas cuadras. Manucho fue a la dirección indicada y, al trabar conversación con el artista –un hombre joven de actitud extravagante y rasgos aindiados–, este lo sorprendió afirmándole que unas pocas horas antes el célebre crítico de arte Herbert Read había pasado por allí y le había comprado un cuadro. El escritor, entusiasmado con el hallazgo, se apresuró en volver a Buenos Aires y publicar un artículo en el diario La Nación en el que presentaba elogiosamente al pintor y destacaba que Read le había comprado una obra. La Cancillería inglesa no demoró en comunicarse con Mujica Lainez para señalarle que el crítico y novelista británico nunca había pisado nuestro país. Lejos de enojarse, el hombre, que por una vez había sido víctima de una de las bromas que solían tenerlo como verdugo, quedó aún más prendado de ese artista excéntrico y ladino. Y, fiel a su temperamento generoso, hizo lo posible por darlo a conocer en los circuitos culturales porteños.
El pintor bromista había nacido en Capilla del Monte en 1933. Anotado como Ramón Romilio Rivero decidió, como quien busca reinventarse a sí mismo, omitir su primer nombre y alterar la ortografía de su apellido para firmar como Romilio Ribero sus obras plásticas, cargadas de escenas mágicas y esotéricas, influidas por el surrealismo y la mística propia de la ciudad del Uritorco. Pronto se supo que, además de pintar, Ribero escribía unos poemas fulgurantes, al borde del hermetismo, alimentados por el mismo impulso que nutría sus cuadros.
Los esfuerzos de Mujica Lainez permitieron a Ribero vincularse con el grupo de la revista Sur y tener así una fugaz notoriedad en la vida cultural porteña. Su primer libro, Tema del deslindado, obtuvo el Premio Ana María Chouhy Aguirre, por un jurado que integraban, entre otros, María Elena Walsh, Fermín Estrella Gutiérrez y Roberto Paine, y fue publicado por el artesanal sello Francisco A. Colombo en 1961 y, poco después, recibió una reseña de Alberto Girri en el número 279 de la revista Sur. La editorial Losada publicó su segundo libro de poemas, Libro de bodas, plantas y amuletos, en 1963, con ilustración de tapa a cargo de Xul Solar, quien fallecería poco después.
Pero la vida bohemia y errática de Ribero, ajena a la previsibilidad y al recato de las convenciones sociales, llevó al artista a bascular sus días entre su Capilla del Monte natal y la capital cordobesa, donde en sus últimos tiempos, gracias a la dudosa generosidad del gobierno local, terminó alojándose en uno de los camarines del Teatro San Martín, con su compañera de vida, Susana Sumer. Según ciertas versiones, verosímiles a la luz de otras anécdotas mejor documentadas, el artista y su mujer, que también lo era, aprovecharon ese espacio para los fines a los que, después de todo, estaba destinado: llevar a cabo, cuando la sala estaba cerrada al público, delirantes representaciones teatrales con la colaboración de sus amigos artistas.
Para el filósofo Oscar del Barco, que conoció la obra y a la exquisita persona que fue Ribero, este confinamiento del artista en su tierra natal no se debió a una mera excentricidad de su carácter. Antes fue una respuesta activa a un olvido que “no fue casual ni intencional. Fue, digamos, un desplazamiento. Ser desplazado, mandado o ubicado en ‘su’ lugar: la marginalidad”. Esa y no otra es la causa, sigue diciendo Del Barco, de que en ninguna de las más importantes antologías de poesía argentina figure ni uno solo de sus numerosos poemas.
Porque lo cierto es que, a pesar de su corta vida (falleció a los 41 años, en 1974), Ribero dejó una obra de más de veinte libros que, gracias a la feliz complicidad de su viuda, Susana Sumer, y el editor Juan Maldonado, ha ido viendo la luz en el sello Alción.
Exuberante y desgarrada a la vez, la lírica de Ribero es inclasificable. Los poderosos ecos del surrealismo –un paisaje verbal que parece habitar entre el sueño y el delirio– alimentan en ella una fuerza y una intención singulares y, en general, ajustada a una escansión no del todo regular pero profundamente rítmica, formalmente adecuada a su asunto. Ese contraste entre sus imágenes desbordantes y la justeza de sus versos tiende a acentuar y al mismo tiempo atenuar los efectos de una escritura que suele evocar la orfandad, la nostalgia de una gracia perdida.
El traductor y poeta Silvio Mattoni, citado por Del Barco en el artículo mencionado, lo ha señalado con precisión, al aludir a “la maestría musical en el uso de ritmos medidos o respiratorios, a tal punto que casi olvidamos la intensidad del dolor que transmiten los versos”.
Ese profundo padecer de la poesía de Ribero no está reñido con la riqueza expresiva, que es tanto musical como léxica: al leerla, se experimenta una gozosa contradicción, el placer ante la belleza con que ese sufrimiento está dicho. No se trata de una estetización del dolor sino de una elevación de esa experiencia a una dimensión epifánica. En la selva oscura en que suelen transcurrir los versos de Ribero, casi todo apunta a la revelación de algo sagrado que se vale de la palabra como de llaves mágicas.
Pero ya es momento de ofrecer una muestra de la riqueza de este gran poeta:
Toda costumbre es un juego
Hay jardines donde se
[despierta la degollada,
Jardines donde el viejo
[poeta labra en el árbol
[de su fantasía;
y está rodeado por los
[caballeros que traen [los huesos de su
[madre.
Hay jardines que desembocan
[en la caverna del oro
y allí se despiertan los
[minerales
para ser venerados por el hijo
[de la Creación.
Hay jardines que se
[despiertan y se
[duermen
y otros con el fétido viento del
[cadáver de una
[serpiente,
donde el viejo poeta, canta,
[toda costumbre es
[un juego.
Toda comida se repite.
(De Las mujeres, las magias, 1962).