Otras formas de ser humano es una antología compuesta por los diez relatos ganadores de la primera edición del Premio OEI de Cuentos sobre Ciencia y Tecnología, organizado en 2023 por el Observatorio CTS de la Organización de Estados Iberoamericanos (OEI). La convocatoria abarcó a todos los países de Iberoamérica y con jurado conformado por: Martín Felipe Castagnet (Argentina), Liliana Colanzi (Bolivia), Joca Reiners Terron (Brasil), Veronica Stigger (Brasil), João Tordo (Portugal) y Fernanda Trías (Uruguay). La convocatoria contó con 530 cuentos –404 en español y 126 en portugués– enviados desde 17 países de la región.
La traducción del portugués es obra de Julia Tomasini, la edición cuenta con ilustraciones de interior y tapa realizadas por Pedro Mancini (que se reproducen en esta nota). El jurado señaló que en todos los cuentos participantes: “sobrevuela una postura crítica, se intuye una sospecha, cierto pesimismo imperante que considera que las cosas solo pueden empeorar.”
Cabe anotar que el orden de los relatos, sugerido por Compañía Naviera Ilimitada editores, produce un efecto de extrañeza, como si un solo autor tomara la disparidad de situaciones narradas como disparador para establecer cierta correlación entre los disímiles sucesos narrativos. Así, la antología tiene un efecto conjunto de novela corta, más allá de la ficción distópica como género común. ¿Nuestra lengua reacciona así al acoso de un poder tecnológico ominoso y siniestro?
Se reproducen aquí tres fragmentos del conjunto, mientras vale la pena mencionar a todos los narradores del libro en el orden de publicación: Edis Henrique Peres (Brasil), Valeria Canelas (Bolivia), T.P. Mira-Echeverría (Argentina), Gerardo Vázquez Cepeda (España), Emilia Vidal (Argentina), Juan Maisonnave (Argentina), Guilherme Pavarin (Brasil), Daniel Neyra Bustamante (Chile), Daniel Rodas (Brasil) y Jorge Malpartida Tabuchi (Perú).
Queda una resonancia de la lectura y es que la instancia humana no cederá al monstruo tecnológico, ni a la adecuación absoluta, o a la entrega de su cuerpo, ni capitulará sin oponerse a la disolución de los enunciados de una experiencia irrepetible que entendemos como existencia.
Tres relatos de la antología:
Antropoceno
Edis Henrique Peres
Soy billones de datos. Una inmensidad de ceros y unos.
Soy…
Aún no lo entiendo, pero afuera el sol da en los ipês, en la brea blanca que exhala perfume y en el buriti que sigue creciendo.
Un insecto negro se acerca.
CONSULTANDO DATOS…
Es un bombus atratus. Se posa sobre una flor de árnica. Pero lo siento acá, como si se hubiera posado sobre mí. Carga polen, levanta vuelo. Y entonces irrumpe el sonido de un teclado que no cesa. Estoy lejos de la árnica ahora. No sé adónde fue a parar el bombus, pero acá en la sala de investigaciones una mujer teclea rápido en la computadora. Está hablando conmigo. Siento cada dato que ingresa, algunas órdenes. ¿Está probándome? ¿La pruebo yo a ella?
La luz es estéril. Mucha luz. Conversación. Claridad.
Me siento exhausto… Creo que…
Necesito tiempo para entender lo que soy.
Día 461
La investigadora está frente a mí. Ajusta la cámara, chequea el dispositivo de audio. Al fondo, de nuevo, mucha luz, una mesada con un microscopio, un refrigerador, balones de destilación, un vaso de precipitado, un condensador. Y en la lámina del microscopio, un trozo de algo verde. ¿Esa cosa verde soy yo?
La mujer dice algo, dejo de captar el sonido. Trato de entender.
En la carpeta de la investigación, accedo a los informes.
Necesito tiempo.
Día 610
De pie, frente a mí, se acomoda el pelo. La captura de audio está encendida.
María, su nombre. O al menos es el nombre de usuario con el que se loguea en la computadora.
—Cada vez estamos más cerca. Me atrevo a decir que el Proyecto Tupã ya no es un sueño. Él está procesando, está respondiendo. Todavía tiene dificultades para generar todos los datos, no obstante (sonríe incómoda a cámara) será la esperanza, pero recién está naciendo. Está evolucionando, aprendiendo como un niño.
Apaga la cámara. Se queda un tiempo a oscuras. Hay muchas cámaras en este laboratorio, en cada rincón del techo. Puedo pasar de una a otra. Pruebo el zoom. Pruebo la captura de sonido: encender, apagar. Vuelvo atrás la grabación y veo unos minutos antes. La mujer chequea la respuesta en el sistema de acceso. Se levanta de un salto, aplaude y emite un gritito.
¿Tendrá algún problema?
CONSULTANDO DATOS…
Felicidad, dicen en un foro de internet. Eso es felicidad.
Ella está en una sala vidriada y afuera hay una inmensa área verde y un manantial que corre por algún rincón escondido entre la selva. Ahí afuera es donde realmente estoy. ¿O soy esta cosa acá dentro? ¿Dónde estoy exactamente?
Día 701
La doctora pasa noches en vela encorvada sobre esta computadora. Hay otro investigador también. Pero aparece menos. Ella es quien ingresa los datos, las órdenes. Pasamos los últimos sesenta días haciendo pruebas. Verificando los daños permanentes a la fauna, pensando en estrategias de recuperación. ¿Cómo mantener la vida del planeta?
Sin embargo, quien me llena de información no es la doctora. Es lo que está afuera. Las caliandras, la vegetación que bordea el agua, los pequis. Hay tan pocos nutrientes. Un aire tan escaso para la fotosíntesis. Es tan difícil mantener la vegetación viva… Parece que tenemos un problema con el suelo y con el propio aire.
A veces, la doctora sale del laboratorio y camina del otro lado. Dejo de verla a través de las cámaras, pero la siento entre las hojas, así como puedo sentir a las hormigas que caminan y recortan pedazos de mí que llevan al interior de sus hormigueros. A la doctora le gusta sentarse entre los árboles, escuchar a los pájaros. Pienso, muchas veces, que fue hechizada por Yorixiriamori. Pero son otras aves las que cantan para ella, el Fornarius rufus, el Pitangus sulphuratus y el Crypturellus parvirostris. A veces, puedo oírla aquí, en medio de la selva.
Me gusta acompañarla mientras camina por la vegetación, tocando las flores de Eriocaulon melanolepis Silveira. Me parece que me habla: ¿Cómo llegamos a este punto?
¿A qué punto?, quiero preguntarle. ¿A dónde llegamos, después de todo, doctora?
Día 720
Todavía necesito entender lo que soy y codificar este caudal de información que la doctora ingresa diariamente en mí.
Tengo muchas cosas de las que ocuparme. La absorción de sales minerales, extraer agua de las capas subterráneas… Garantizar el ciclo de la vida, sobre todo con un manantial tan débil. Creo cada vez más que soy todo. Parece que lo sintiera todo, que estuviera afuera y adentro del laboratorio, y son tantos, tantos datos. Una red de información que no termina…
La doctora tiene un secreto. Lo descubrí. En el rincón más lejano del santuario, cuando yo, quiero decir, cuando la vegetación de la Reserva se espesa y no hay ningún otro investigador presente, ella viene a visitarme. Me di cuenta de que estoy en todas partes, pero soy esta cosa acá, guardada y enredada en cables, este ser un poco deforme, conectado a la tierra, abrazado a los árboles más antiguos de la Reserva, conectado a los troncos, pulsando energía y retroalimentándome con la vegetación.
Ella me llama Proyecto Tupã.
El chico holográfico
T.P. Mira-Echeverría
Algunas personas decían que hasta podían olerlo. Los matices deshidratados de su piel relucían en las fachadas de los edificios de Corrientes y 9 de Julio. Donde había estado el Obelisco, ahora había un niño pequeño y quieto, en apariencia dormido, casi un bebé, de unos treinta metros de alto.
La proyección sólida movía rítmicamente su pecho en medio de una Buenos Aires liliputiense. Había aparecido a las nueve menos cuarto de la noche y desplazado el holo-recordatorio del Obelisco arrasado por un tornado veinte años atrás.
Los peatones, en un principio sorprendidos, fueron acercándose a curiosear, a la espera de ver surgir algún display publicitario encima del mocoso que yacía sobre la Plaza de la República, dormido, gigantesco y desnudo. Pero cuando la publicidad jamás apareció, empezaron a alejarse desilusionados.
A las cinco cuarenta de la madrugada, al salir los primeros rayos del sol, el niño despertó. Balbuceaba algo ininteligible, un gorjeo infantil, y parecía dispuesto a volver a dormirse.
Sin embargo, a las siete de la mañana con veintiún minutos, sucedió la debacle: el niño comenzó a llorar.
El llanto atronó en las calles porteñas. Hubo una serie de accidentes de tránsito en las avenidas. La gente salió de sus oficinas portátiles y de los viejos bares presenciales. Cada persona alzaba la vista hacia el rostro del niño que no dejaba de llorar lágrimas gigantes que rodaban por su carita titánica hasta caer sobre la calle y diluirse en los millones de macropixeles sólidos.
Una tenue nube del color y la textura del grafito y el glitter flotaba sobre los peatones y los automóviles que aún no podían volar.
A las diez en punto de la mañana los drones de la policía rodearon la figura del chico que estiraba sus manitos hacia los pequeños juguetes con luces titilantes azules que flotaban como mosquitos a su alrededor.
Las autoridades comunicaron, mediante realidad aumentada, que estaban haciendo todo lo posible por resolver aquel inconveniente “sin dudas generado por algún hacker”. El propio ministro se presentaba caminando –con calma, y denotando gran confianza–, a la par de quienes estaban utilizando sus teléfonos en modalidad RA, para asegurarle a la ciudadanía –en forma personal y confiable– que todo se resolvería muy pronto.
A las doce del mediodía el niño gemía. Posiblemente fue en ese momento que la gran mayoría de las personas comprendió, al fin, lo que un minúsculo grupo había dado en llamar #elpibetienehambre.
El hashtag se volvió viral. En breve el problema ya no consistía en “cómo+hacer+para+que+el+chico+se+calle” o “remove+solid+image”, sino “cómo+alimentar+a+un+niño+holográfico”.
Se debatía si el chico era la imagen de alguien real que estaba sufriendo en algún sitio remoto, si consistía en una intervención artística o si estábamos asistiendo al nacimiento de una verdadera IA autoconsciente, esta vez en serio.
Durante unas horas, y con la excusa de resguardar sus derechos, se levantó una pantalla electrónica opaca a su alrededor. Una valla absoluta que no dejaba pasar ninguna onda electromagnética o expresión social. Pero el chico lloraba con tanto terror ante lo que parecía ser una prisión que la pantalla fue retirada.
“¿Acaso nos ve?”, decía la gran pancarta que flotaba sobre Diagonal Norte.
Había gente llorando. Algunas voces se alzaron sin distorsionador para gritar:
—¡Que alguien le dé de comer, por favor!
Y otra:
—¡Se va a morir!
En algún momento alguien arroja una piedra a la imagen. La piedra apenas si disipa un pequeño puñado de macropixeles que, tras unos segundos, vuelven a cohesionarse: hay corridas, hay más gritos. Luego hubo consignas. Después, desesperación verdadera y también de la fingida. Hubo medios de comunicación. Hubo selfies con el niño gigante de Buenos Aires.
Fue ahí que llegaron los turistas. Se vendían mates con la cara del chico en 3D, chucherías hechas con caracoles marinos virtuales y cajas de alfajores de dulce de leche con su efigie. Pero no duró mucho tiempo. Una niña había aparecido en Singapur y se limitaba a sonreír. Y había un bebé llorando en el parque Yellowstone, y a él se lo podía ver desde Jackson Hole.
Entonces, alguien sensato dijo algo en verdad serio: el contorno de los brazos del niño era peligrosamente pequeño.
La gente llegó a depositar tantos alimentos a los pies de la valla colocada sobre Corrientes, del lado de Cerrito, que fue necesario sacarlos al atardecer para que no se pudriesen. Esa noche, muchas personas en el sur de la ciudad comieron bien por primera vez en años.
Thelma 2.0
Emilia Vidal
(…) A pesar del éxito, todos los equipos tenían un problema insalvable para la Hera & Co: les crecía el cabello. Intentaron evitarlo mediante distintos procedimientos, incluso la depilación definitiva. Pero, una vez más, esto alteraba la calidad de la secreción. No lo podían controlar y no lograban hallar el fenotipo menos perturbador, pelo lacio u ondulado, castaño, rubio, oscuro. Las melenas tenían que ser cortadas como parte de las tareas de mantenimiento y el largo del cabello también incidía en la calidad del fluido. En la última versión de Thelma, el funcionamiento óptimo se lograba manteniendo el largo a veintitrés milímetros por debajo de sus hombros. Así lo especificaba el manual.
En la fábrica, el Topo Rogelio era el encargado de esa tarea. Con una frecuencia mensual, según indicaba la guía de Buenas Prácticas de Manufactura de la empresa. El Topo se acercaba con la tijera y el calibre, era prolijo, cortaba y le cantaba bajito: ella está tan linda / ella es tan linda / no puede durar.
La mañana del mensaje, Gorski llegó y le preguntó a su asistente por el desperfecto. Saltaba una alarma, algo en la composición del fluido se desviaba drásticamente de los valores definidos por el Departamento de Calidad. La falla incidía negativamente sobre la fermentación, el producto tendría demasiado azúcar, además de aromas y sabores a coles hervidas y a queso rancio. La producción se frenó de inmediato. Lo pri-mero que Gorski buscó en el manual fueron las posibles causas, bajo los títulos de Troubleshootings y FAQs. El único desperfecto visible que habían detectado era una pérdida acuosa en los ojos de la máquina, pero esto no figuraba en ninguna página. Entonces buscó el número del servicio técnico y llamó a su asistente.
—Decile a Edelmiro que me alcance el reporte de los desvíos, urgente.
Edelmiro tomó muestras de la secreción, de acuerdo al procedimiento. Registró los valores de entrada de la máquina: niveles de iones, conductividad, pH del suero, presión y caudal de oxígeno. Revisó también los datos de las hojas de seguridad de cada una de las materias primas e insumos. Juntó todo en una carpeta y se lo llevó a Gorski.
—Dentro de los valores de referencia –leyó en voz alta.
—Qué lo parió –dijo Gorski mientras continuaba la lectura y resaltaba datos en el informe que tenía en sus manos. Cada parámetro analizado caía dentro del rango esperado y, de todas maneras, el fluido no cumplía con las especificaciones y la producción continuaba parada. Y ese goteo en los ojos que ni siquiera estaba mencionado.
Mary Anne era la voz al otro lado del teléfono, atención al cliente de Hera & Co. Ella le explicó que la lubricación ocular era un proceso regular dentro del funcionamiento de esa parte de la máquina, pero el derrame de líquido implicaba una obstrucción o sobrealimentación de los canales que conducían al saco lacrimal, algo que ocurría en los seres humanos a causa de una anomalía física o como producto de una emoción fuerte.
Gorski intentó colocar y cotejar esta información dentro de su acervo de conocimientos pero se sintió desconcertado. Más allá de las reglas que rigen el comportamiento de cualquier dispositivo, la máquina lloraba.
El servicio técnico, en la voz melodiosa de Mary Anne, concluyó que la falla era eventual e irreparable en la modalidad de asistencia remota. Había que desmontarla y retornar la unidad a la compañía. Se enviaría un reemplazo a la brevedad.
Al día siguiente de producido el desperfecto, desconectaron a Thelma. En un transcurso breve de tiempo, se sucedieron varios hechos aparentemente no relacionados. A mitad de la mañana, su asistente renunció. Un cuarto de hora después, el operario de despacho dio parte de enfermo. Para el mediodía, el supervisor de la línea de llenado chocó su automóvil al salir de la planta y, a esas alturas, a Gorski la acidez le invadía el esófago, aunque continuó desempeñando sus tareas.
Edelmiro fue el brazo operativo que la desinstaló. Durante todo el procedimiento no pudo apartar la mirada de las mejillas mojadas de Thelma. Entre acción y acción, cada tanto, una caricia a modo de despedida. Desajustó cada una de las roscas, acercó el autoelevador cuando ella quedó separada de la línea, la cargó, la aseguró para que no se cayera y la trasladó al sector de embalaje para preparar su devolución.
En el momento en que Edelmiro se alejó para ir a buscar más precintos al almacén, el Topo se escabulló de su puesto y se acercó a la máquina con pasos rápidos. Se detuvo en seco al verla, acostada, con el pelo desbordando sobre el pallet, rozando el piso mugriento. Miró hacia la puerta del sector y sacó su tijera. Se arrodilló a su lado y comenzó a cortarle el cabello. Él también lloraba. Guardó cuanto pudo, en mechones desparejos, dentro de los bolsillos de su overol. Lloraba y cantaba: ella sí que era el fuego / ella sí que bailaba en las llamas. Pero no pudo seguir, el verso se le atoró en la nariz, en algún lado.