“¿Qué es mi vida sino una sucesión de lecturas (mejor o peor hechas), que se enhebraron un poco por coacción, otro poco por azar, en todo caso por método?”, se pregunta Daniel Link en la Introducción a La lectura: una vida… que publicó en Ampersand en 2017 y fue editado en francés por Gallimard en 2023 con traducción de Charlotte Lemoine. Con esta afirmación como interrogante es posible leer gran parte de la obra de este escritor, pero en particular la reedición de Clases. Literatura y disidencia, veinte años después.
Veinte años no es nada, canta el verso del tango, aunque en esa sucesión de lecturas que lo configuran como lector pero también leer como sinónimo de analizar, hay obsesiones. Por lo menos, una o dos: “¿Cuántas ideas se pueden tener en la vida? Yo creo que los deseos de escritura suelen estar atados a una “idea rectora”, a lo sumo dos. Todo lo demás viene por añadidura o por derivación. Tenés razón, una de mis grandes obsesiones es la literatura como experiencia. Por supuesto, también se la puede trabajar como institución, como mercancía, pero me parece que a mí me interesa más la relación intensa entre la escritura y la vida.”
En ese sentido, le gusta pensar en “términos de largo aliento porque sé que no puedo abandonar las ideas que tengo como abandono los libros que ya escribí. Finalmente, estamos escribiendo siempre el mismo libro. En este punto no soy nada original, porque Borges sostuvo una perspectiva semejante. La literatura es una fuerza que nos arrastra, no sabemos bien a dónde. Y por eso no se puede separar la escritura de la lectura. Comparten un mismo estatuto y el mismo arrebato. Cuando empecé a escribir Clases. Literatura y disidencia, no sabía que iba a tener compañía. Pero ya cuando revisé las pruebas me di cuenta de que había tocado apenas la superficie, de que había explicado el presente, pero que no había explorado los mil pliegues que hay en el presente. Y por eso decidí que Fantasmas y Suturas iban a ser necesarios.”
Tampoco es cuestión de creer que uno le sigue al otro, como una saga, una trilogía, que promueve el auspicioso “continuará”: “los tres giran alrededor de lo mismo. De Clases me sorprendió, cuando lo leí para la reedición, la decidida toma de partido por una ética y una política libertarias. Como el sentido de la palabra ha cambiado un poco, no quise tocarla para interrogar este presente desde un libro que tiene ya la belleza de todo veinteañero. Clases es anarquista y libertario (lo es incluso más que Fantasmas y Suturas), pero lo es en un sentido que no hay que abandonar sólo porque unas personas asquerosas se hayan adueñado de esas palabras, para someterlas a su imaginación inmunda”.
Con palabras de Borges, de nuevo, diversa entonación de algunas metáforas “cada libro de la trilogía tiene su inflexión. Clases fue leído como una intervención más pop, así que debe serlo. No es que en 2005 pudiéramos considerarnos pop, pero en todo caso, la música pop, el arte pop, la escritura pop y la filosofía pop podían ser un horizonte posible. En todo caso, había que sacar al pop del cajón de lo “posmoderno” a lo que había sido condenado por el marxismo académico.”
Si bien se puede creer que Clases se llama así porque Link da, dio y dará clases y, es, muchas cosas, pero sobre todo, profesor (o catedrático como gusta de jugar con esa traducción), “el libro se llama Clases porque su tema son las clases como determinaciones. La teoría queer que se deja leer en Clases, Fantasmas y Suturas (cierto que hay que hacer un esfuerzo) es una teoría contra la arrogancia de las designaciones y las determinaciones de las clases, las categorías, los nombres. El libro se llama Clases, también, porque algunos de sus fragmentos fueron lecciones universitarias. Pero no constituyen ni la mitad del material que incluye. Y aún esas “clases” dichas fueron antes escritas. Hay un ir y venir entre la escritura y la exposición oral, y quise que esa oscilación quedara en el libro. Fantasmas incluye lecciones en otro soporte: un foro pedagógico, que transformé en correspondencia”
De esas muchas otras cosas, hay un modo de estar en el campo cultural que se puede listar (performer, escritor para adultos y niños, curador, “periodista cultural”, pedagogo, etc.) y que hace sentido, tal vez, con el subtítulo: literatura y disidencia: “Disentir es correrse un poco de las clases asignadas. De todo lo que enumerás (y falta: editor de libros, por ejemplo), que son cosas que he hecho, debería decir que me han tocado en suerte, un poco se me impusieron. Yo no tengo fortuna personal ni herencias, de modo que todo lo que hago lo hago por plata (por platita, por centavos). Salvo escribir. Escribir es más pulsional y soy capaz de aceptar una publicación sin salario o sin anticipo. Periodista, periodista, nunca fui. Editor, sí. Uno de los libros para niños que escribí es el cuento que le contaba a mis propios hijos antes de dormirse. Tengo un librito de poemitas que le escribí a mi nieta (“Juana se levanta / todas las mañanas”). En fin, siempre se trata de una experiencia hecha en el mundo y luego transfigurada por la escritura. Enseñar, por otro lado, lo sabés bien, es una avenida de doble dirección. Uno no sólo enseña a jóvenes, sino que aprende de ellos. Pero en todo caso, sí: me gusta cambiar de lugares, poder aparecer acá o allá. No sostengo un discurso homogéneo, sino que salto de registros. Eso sí, creo que el punto de vista es siempre el mismo.”
El libro vuelve a repetir en la apertura el fragmento de la Lección inaugural de Roland Barthes que, leído en la segunda oportunidad, toma otro sentido a la luz de la jubilación de Link como profesor de la cátedra de Literatura del siglo XX en la Facultad de Filosofía y Letras de la UBA. Para esa oportunidad, la de su última clase después de más de 30 años de docencia en esa institución, eligió llamarla Lección final, una nueva alusión al crítico francés: “Bueno, de B en B.... De Borges a Barthes. Sí, no sé si lo escribí en alguna parte (sería raro que así no fuera), pero una vez Daniel Divinsky, cuando yo trabajaba en Ediciones de la Flor, me dijo, a propósito de no recuerdo qué: “Es que este es un país muy barthesiano”. Me sorprendió el diagnóstico y lo abracé como una causa. Una “lección inaugural” exhibe el gesto de la fundación, de lo que vendrá, de lo que me obligo a hacer, un compromiso. Es un gesto que a mí me encanta, pero que nunca pude desempeñar, un poco por el carácter de las instituciones locales y otro poco porque nuestro trabajo tiene mucho de azar y de coacción. No es que decidamos todo lo que hacemos y a veces ocupamos posiciones laborales que no habíamos buscado. Una vez una alumna (con esa arrogancia propia de la juventud) me dijo que mis clases de maestría eran mucho mejores que mis clases de grado. Bueno, le contesté: “es que los emplazamientos laborales nos obligan a ciertas cosas”. Como coordinador de una cátedra de literatura comparada estaba obligado a hacer, decir y escribir ciertas cosas. Como profesor en una maestría latinoamericanista, otras. Fue igualmente eficiente en ambas posiciones, pero parece que a la gente le gusta más la cosa telúrica. Como a mí también, me alegro de tener esa salida.”
El Prólogo a la segunda edición, además de su amoroso agradecimiento a Leonora Djament, la editora de ayer y de hoy, lleva la firma, la fecha y el lugar: 9 de julio de 2024, “si dice General Rodríguez es porque terminé de escribir el libro en ese lugar. Tengo casa en General Rodríguez, sí, más o menos rodeada de villas. Pero ese lugar forma parte de un proyecto que (habiendo alquileres temporarios) ya no es sostenible. Es como un pliegue de pasado atrapado en el tiempo. Quisiera vender esa “casa de fin de semana” (pero quién querría comprar un objeto atado a una forma de vida tan pretérita). Para mí tiene el encanto de las cosas que sobreviene a su muerte, sin objetivos claros. Es como un testimonio de algo que ya no existe, un museo de una forma de vida. ¿Escritor del Conurbano/Cono Urbano? Eso sería Sábato, ejemplarmente. Y más acá Incardona, Ioshua, Pablo Farrés. Ahora bien, reconocerse en una categoría geográfica sería aceptar un nombre cuyo sentido ni siquiera es claro en si mismo. Pero además, ¿no hay un proceso de conurbanización de todo el territorio urbano de la pampa húmeda? Conurbano hay también en Rosario, Mar del Plata, etc. Recién allende Córdoba se puede pensar que eso pierde fuerza. Pero toda Buenos Aires, no nos engañemos, comparte el mismo imaginario y está atravesado por las mismas tensiones. Al menos para mí, que no vivo ni en barrios cerrados ni en edificios con “amenities”.
Si seguimos con los paratextos, San Sebastián está en la tapa de la primera edición y es la costura que se explicita en el prólogo de la segunda, ¿cómo se configura este santo rector en la vida de Link? “Sebastiano es el santo de la disidencia: el que vuelve a decirle que no al poder (lo habían matado una vez, sobrevivió, volvió presentarse ante el emperador, esta vez no fallaron). Pero es también el santo de los apestados (porque las cicatrices de los flechazos parecen pústulas), es decir, de las víctimas de sida. Es el santo que eligieron los pintores del Renacimiento y después para acariciar con sus pinceles el cuerpo de un varón desnudo. No iban a andar jodiendo con el otro, con el Cuerpo de Cristo. Sebastiane, la película de Derek Jarman, lo presenta (deleuzeanamente) como el que elige el celibato, negándose al toqueteo de sus camaradas. En todo caso, Sebastiano es un nombre ligado con mi propia historia queer, que tiene un punto de inflexión en mi encuentro con el fotógrafo Sebastián Freire. Sebastiano, el santo, es una iridiscencia ética: no claudicar, no dejar de decir que no, tomar riesgos.”
La foto de la solapa, de media cara, con anteojos y abanico, como escondido tras una pared; una indecisión entre asomarse a algo y yéndose de un lugar: “No me gusta hacerme fotos ni que me las hagan. La selfie me parece un signo de la decadencia de la humanidad y me produce una gran indignación que nadie se dé cuenta. Por otro lado, si no me gusta la foto que me saca alguien, pienso que así es como me ve porque no me quiere y caigo en un pozo de desdicha. Esa foto de solapa es muy antigua y nunca había podido usarla. Me la bochaban siempre. De pronto, a la vejez, se me permite todo. A mí me gusta porque me muestra en un entrelugar: exponiéndome y sustrayéndome a la cámara al mismo tiempo. Eso es también un ejercicio de disidencia.”
Hay dos agregados finales, “1965” y “Folklore” que, a su manera, piensan desde la idea de pueblo, incluso, conceptos latinoamericanos para cruzarlos con el pop desde tu reflexión tectónica: ”Justamente, quería agregar esos fragmentos para acentuar el asunto de las clases, las categorías y las determinaciones. Me gustaba además la posibilidad de jugar con la novela familiar del neurótico. ¿Victoria Ocampo asistió a un recital de Los Beatles? ¿Andrés Di Tella los conoció en casa de sus padres? ¿Jacoby vio un recital de la Velvet Underground? Bueno, yo asistí al nacimiento de Mercedes Sosa. Y, luego, la discusión sobre las categorías que clasifican la experiencia narrativa popular (mayormente oral). También ahí hay clases que aplanan las experiencias. Lo “latinoamericano” es una invención parisina, en primer término, pero su mayor brillo lo alcanza en relación con la cultura pop.”
Hay un enhebrado del libro que está en la preocupación por la literatura que incluye el abandono de la pretensión autónoma y la incorporación de otros objetos. En palabras de Alain Badiou, documentos del siglo XX que sirven para pensar cómo el siglo se pensó a sí mismo, ¿cuáles son?, ¿por qué te interesan?, ¿sirven para seguir pensando el siglo XXI, en caso que el XX haya terminado?, ¿la década del 60 sigue siendo la posibilidad de pensar el presente como hace 20 años? “No me interesa la autonomía de la literatura, que tuvo una función histórica muy precisa, que no podemos despreciar. Hoy el grado de autonomismo es tan grande como la frialdad de un cadáver. Desde el punto de vista de las intervenciones, la renuncia a la autonomía no es que nos obligue al testimonio crudo o a la denuncia de las condiciones de vida de las personas trans en determinada tribu del Gran Chaco, porque eso es aceptar la dependencia de la escritura respecto de un discurso todavía más hegemónico y, por lo tanto, todavía más imbuido de moral. Esa declinación de la autonomía nos obliga a escuchar y analizar canciones, películas, en fin: aquello forma red con lo más específicamente literario, que uno puede encontrar como apareciendo en cualquier parte (es lo que el mismísimo Jakobson descubrió cuando definió la “función poética”). Aquello que afecta de manera más inmediata la vida entera: la memoria, la imaginación, los comportamientos. Un poco por eso prefiero los poemas, donde hay menos Ley que en las novelas, que están condenadas, pobrecitas, a la verosimilitud. Más allá de que alguien acepte estas proposiciones, lo cierto es que las considero una regla para mí. Lo que escribo es algo que me afecta (o me afectó, o me afectará mientras lo escribo) física y mentalmente. El siglo XX no habrá terminado mientras insista sobre nuestro presente. El haber tenido lugar del siglo XX se explica en su persistencia: las formas (muy nuevas) de fascismo que estamos viviendo son réplicas de las formas de fascismo de 1925. Ahí están las brutalidades de Trump como ejemplo de algo que no es pasado porque sigue sucediendo. La “deshumanización del arte” que Ortega y Gasset publicó aquel año se verifica hoy en la aplicación masiva de herramientas (deshumanizantes) de IA. En cuanto al pop, si yo soy capaz de leerlo ya en Kafka, ¿por qué no habría de poder leerlo hoy? El problema no es cómo se lee lo que se lee sino para qué se lo hace.”