CULTURA
borges y la biblia I

Los dos lenguajes

En la primera entrega de “Borges y la Biblia”, el escritor, coleccionista y presidente de la Asociación Amigos del Museo Nacional de Bellas Artes, Julio Crivelli, introduce el tema y lanza una primera aseveración rotunda: “La Biblia es una literatura sobre el lenguaje. En primer término sobre el lenguaje del misterio, el de un Dios sin nombre que, paradójicamente, todo lo hace nombrando, con la palabra”. De allí a Borges hay, entonces, un solo paso, cuya literatura también se propone ordenar el caos y designar el cosmos. Tal vez Borges escribía para recuperar aquel lenguaje adánico perdido.

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La Biblia de Gutenberg. | cedoc

La Biblia es una literatura sobre el lenguaje. En primer término sobre el lenguaje del misterio, el de un Dios sin nombre que, paradójicamente, todo lo hace nombrando, con la palabra. Es aquel lenguaje perdido, adánico, que poseía la verdad; aquel que nos había sido dado para entendernos con Dios. 

Pero la Biblia también delibera sobre nuestro lenguaje posterior a la Caída, un remedo de verdad, lo único que nos quedó, el lenguaje de la representación, pura ilusión en la que vivimos, añorando el Edén perdido. 

Borges también construye su propia literatura sobre estos dos lenguajes. Al igual que en la Biblia, su referencia siempre será a la falsedad de la representación al expresarnos y, al mismo tiempo, a la necesidad que tenemos de dicha falsedad para sobrevivir. Finalmente, la metáfora emerge como único consuelo, nuestra única esperanza de culto frente al misterio. 

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Los dos lenguajes. El nuestro, el de la representación, está conformado por imágenes y conceptos, ambos referidos respectivamente al mundo visual y al significado. Los griegos se referían a los seres humanos como “animales que hablan”, es decir, animales dotados de lenguaje, que es lo que nos distingue de los demás animales.

Es cierto que también definieron al hombre como “animal racional”, pero, ¿es posible distinguir al lenguaje de la razón? ¿Podemos sostener con validez que lenguaje y razón son entes diferentes? ¿O ambos son en realidad nada más que nombres? ¿Podemos concebir una razón sin lenguaje, sin representación, una razón que no refiere al mundo, sino que refiere a un éter vacío, atemporal, un lenguaje que no refiere a conceptos e imágenes?

¿Hay una “razón pura” despojada de toda relación con el lenguaje, que no designa, que no nombra, que no imagina? También se lo preguntaron los griegos, y nos lo seguimos preguntando nosotros. El lenguaje de representación permite cumplir las dos funciones del habla: comunicarnos y designar el cosmos, también llamado mundo, universo.

Cosmos, mundus y universo son nociones equivalentes. Cosmos significa “orden”, por oposición a caos. Implica nuestra fe –no existe demostración–, en que vivimos en un orden sometido a leyes que se entienden. El caos ha desaparecido, la razón lo ha ordenado, según las versiones más optimistas del pensamiento griego y del nuestro. 

En Roma, al principio, mundus señalaba las sagradas murallas de la civitas. Allí imperaba la ley; afuera, la naturaleza salvaje. (Cuando Rómulo funda Roma, su hermano Remo se burla saltando sobre el perímetro arado del mundus trazado por su hermano. No cree en el orden, ni mucho menos en el orden creado por el hombre, por más que invoque a un Dios. Rómulo lo mató por burlarse del límite sagrado.) Lo contrario de mundus, orden, es inmundus, el caos, lo que no se entiende, porque no está sujeto a la ley. 

Universo es aquello que tiene una sola comprensión, un solo sentido, por eso se entiende. Lo contrario es lo diverso, lo que no está sujeto a una ley y es imprevisible. Nótese con qué facilidad usamos las palabras cosmos, mundo y universo, sin saber si lo que existe está de verdad sometido a una única ley.

Ahora bien, comunicarnos y designar el cosmos son los actos vitales que nos permiten existir, alejar el terror a la muerte, a lo imprevisible, al ataque de la naturaleza o de los otros, alejar el miedo a la noche cuando no sabíamos si volvería la luz. Imágenes y conceptos tienen en común la representación, o sea que no contienen al objeto sino que solamente lo refieren, o reflejan el contenido como si fuesen espejos. (¿Los espejos que obsesionaban a Borges?).

Desde Heráclito el Oscuro sabemos que “todo cambia”, panta rei, refieren que él decía, y que la representación de la realidad es solamente una vaga referencia lejana, mero código que designa, arbitrariedad que nos permite existir. Porque sabemos que la realidad marcha y cambia vertiginosamente; que como el río de Heráclito deja atrás a nuestras imágenes y conceptos torpes, estáticos, convertidos en estructuras vacías arcaicas, puras ilusiones, espejismos aludiendo a que no “existe” un mundus, un cosmos, un universo sometido a una ley que podamos entender.

Todo lenguaje es falso, precisamente porque solo puede construirse con la representación de algo que ya fue. Inexorables, el misterio y la eternidad corren por delante de nuestras pobres categorías, que quedan como remedos, imitaciones, pergreñando ídolos.

Pero esta calamidad, el lenguaje de la representación, no fue siempre así. Porque al principio, en el Paraíso, antes de la Caída, antes de comer el fruto prohibido, poseíamos la lengua adánica, la lengua de los ángeles, el habla que nada representa, sino que posee ella misma los contenidos. Y así como los lenguajes de la representación son la falsedad, el lenguaje adánico perdido es la verdad.

Una vez más Borges es quien explica con inigualable claridad y belleza aquel lenguaje perdido, que compartieron Adán y los ángeles. Dice en El Gólem: “Si (como afirma el griego en el Cratilo)/ el nombre es arquetipo de la cosa en/ las letras de ‘rosa’ está la rosa y todo/ el Nilo en la palabra ‘Nilo’./ Y, hecho de consonantes y vocales, habrá/ un terrible Nombre, que la esencia cifre/ de Dios y que la Omnipotencia/ guarde en letras y sílabas cabales./ Adán y las estrellas lo supieron en el/ Jardín. La herrumbre del pecado/ (dicen los cabalistas) lo ha borrado y/ las generaciones lo perdieron”.

Desde la Caída de Adán hemos perdido el acceso a la verdad. Los dos hijos de la representación, la imagen y el concepto, son nada más que búsquedas, consuelos mezquinos que nos dejó Yahvé, puros espejismos ajenos a la verdad. Es nuestro deber consignar la tarea inmensa que hemos emprendido desde los albores, tratando inútilmente de recuperar esa verdad.

Nuestro lenguaje de la representación ha intentado todo y lo sigue intentando. Nuestro vano intento, tan inútil que es casi heroico, no tiene fin. En vano hemos inventado y recorrido los distintos anaqueles del conocimiento; la religión, la metafísica, la geometría y su hermana, la matemática, la lógica formal, las ciencias particulares. Todos esos lenguajes del encanto, sirenas que producen una verdad de mentiras, que se sustenta entre postulados indemostrables según la severa condena de Kant.

Kant fue el último que nos advirtió, por enésima vez desde aquella Expulsión, que solamente podíamos conocer la apariencia, los fenómenos, y que jamás conoceríamos la verdad, los númenos. Y que, como dijo Borges en Tlön, la metafísica es una rama de la literatura fantástica.

*Escritor, coleccionista y presidente de la Asociación Amigos del Museo de Bellas Artes. Su último libro es Peregrinaciones y viajes mágicos (Mardulce).