CULTURA
una novela por entregas

La niña que leía sentada en el piso

(13a parte)

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| MARTA TOLEDO

Despertate, abuela, tenés que escribir el capítulo siguiente.

No sé cuántas horas dormí. Pero fueron varias, de eso estoy segura. Tampoco sé si en esta oportunidad L me acarició el pelo. Lo que finalmente hizo que abriera los ojos fueron unos suaves zarandeos de mi brazo derecho y aquello que me pidió tan cerca del oído.

—Bueno, bueno, ya voy, las escritoras no somos máquinas, también necesitamos descansar.

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Le contesté inventándome una sonrisa.

Recién al rato, mientras tomaba en la cocina el primero de demasiados cafés, me di cuenta del portento que acababa de ocurrir. Oír no es lo mismo que escuchar. Dormida como estaba, no había escuchado a la nena, apenas si la había oído. Las palabras Despertate, abuela, tenés habían sido dichas desde la morosidad habitual, en cambio que escribir el capítulo le salió de un tirón, sin ningún descanso entre palabras. Y aunque necesitó de unos segundos para terminar la oración en siguiente, resultaba bastante obvio que el texto griego empezaba a funcionar.

Feliz, me largué a llorar.

Soy una incontinente lagrimal compulsiva.

O un desastre emocional, mejor.

Aunque también tengo alguna virtud. Por ejemplo, puedo aceptar mis errores y reconocer con facilidad que me equivoco cuando me equivoco: las personas pueden realizar cambios profundos en solo dos semanas.

Ya está.

Secadas que fueron las lágrimas, reconocido que fue el error y habiendo dejado expresa constancia de lo ocurrido durante el día y hasta este preciso instante, ahora me abocaré a escribir el capítulo que L me reclama. Ojalá los dioses egipcios y griegos me asistan.sDesayunábamosLaAbuelaPaulaMeContóQueElAbueloSeHabíaIdoMuyTempranoAlContinenteAComprarUnParDeCosasQueFaltabanParaConcluirConElProyectoQueTeníanEnMenteYDelQueQueríanQueYoFormaraParteQueSeTratabaDeAlgoMuyAmbiciosoLaIlusiónDeTodaUnaVidaQueYaEstabanMuyGrandesQueSeríaAhoraOSeríaNunca

ApenasTerminemosElDesayunoTeLoMuestroEstáEscondidoEnMedioDelMonte

MeAvisóLaAbuelaYYoApuréTodoLoQuePudeLosMordisconesALaTostadaYMeToméDeUnSorboLoQueQuedabaDeLecheTibiaEnLaTaza

Vamos 

LeDijeYDeInmediatoMePuseDePieLaAbuelaSonrióContentaAlVerMisGanasSeLevantóDeLaSillaBajamosLaEscaleraCruzamosElParqueYDeLaManoEsquivandoRamasYEspinasNosInternamosEnElMonte

AhíEstá

HabíamosLlegadoALaÚnicaRegiónDelMonteVacíaDeÁrbolesYUnoDeSusDedosÍndicesSeñalabaHaciaDondeSeHallabaLaCarcazaDeUnViejoLanchónDeMadera

AhíEstá

RepitióPaulaJustoCuandoEscuchamosQueElAbueloEmilioNosBuscabaALosGritosPorElParque

 

Tuve que interrumpir la escritura de la novela con la ayuda de los gritos de Emilio. No sabía hacia dónde estaba yendo la historia. No tenía la menor idea de lo que estaba haciendo. Por eso el grito salvador del abuelo o, si se quiere, la necesidad de detener el capítulo con cualquier excusa antes de cometer algún error que luego resultara imposible de salvar. Pero algo ocurrió mientras transcribía la única página al cuaderno. Por fortuna, algo ocurrió. De repente, me vino a la memoria la aventura de Clavileño el Alígero.

El Quijote.

Siempre.

Tengo tiempo. Acabo de entregarle la hoja impresa a la niña y ahora mismo me voy a tomar el tiempo que sea necesario para releer atentamente esa parte del libro de Cervantes: no se me ocurre una mejor solución para la inverosímil construcción de una nave espacial que pueda despegar desde el delta del río Paraná y viajar hasta la luna.

 

Recién pedí por teléfono una docena de empanadas. Y cuando las traigan llevaré a L a cenar en la terraza. No se trata solamente de que esté cansada o no me guste cocinar, necesito hablar con ella además de algún tiempo previo para pensar cómo le digo lo que tengo que decirle. Mientras releía la aventura de Clavileño, me di cuenta de que estoy dedicando tanta energía a la escritura y a la edición de la novela infantil, que he dejado de lado algunas cuestiones importantes. A saber: todavía no le conté a la niña que su madre vuelve de sus vacaciones el próximo lunes.

Pavada de cuestión.

Pavada de olvido.

 

Extendimos un mantel plástico sobre las baldosas. Y luego, sobre el mantel, colocamos las empanadas junto a una botella con agua y dos vasos. Después nos sentamos. Con las piernas en cruz, de cara a la luna.

Este último quizás haya sido el error.

O el acierto, depende de cómo se lo mire. 

La luna había menguado casi en su totalidad, a lo sumo le faltarían dos o tres días para que renaciera desde una nueva oscuridad. Así las cosas, a la niña le costaba atender a cualquier otro asunto que no fuera la delgada concavidad brillante que colgaba del cielo. Incluso, casi no probó las empanadas.

De todas maneras, tenía que hablar con ella.

Entonces, hice un esfuerzo y, lentamente, le conté que Paloma volvía el próximo lunes. Enseguida agregué que seguramente su retorno implicaría el final de su estadía en mi casa, pero que no se preocupara, que ese final no significaría el final de nada, de ninguna manera, que yo arreglaría con su madre para que le permitiera que cada tanto pasáramos algunos días juntas, que siempre sería su abuela, que eso no iba a cambiar, que eso jamás iba a cambiar.

L no abrió la boca.

Pero, tan absorta como estaba la niña observando la delgadez de la luna, me quedé con la duda de si realmente me había escuchado.

La duda se disipó unos minutos más tarde, en el momento que bajábamos por la escalera. Ella iba delante de mí. De repente se detuvo, se dio la vuelta y, de un tirón, sin gestos ni espacios ni blancos ni demoras entre palabras, me dijo que por nada del mundo quería perderse la luna nueva, que con su madre nunca había lunas, que quería quedarse conmigo por lo menos hasta ver cómo nacía otra vez.

Le acaricié una de las mejillas.

No se me ocurrió nada mejor.

 

Hace un rato que L se retiró a su habitación. Tengo que escribir el capítulo para mañana y, debo confesarlo para nadie, todavía no se me ocurre nada mejor que aquella caricia en la escalera para responder al pedido de la niña. No puedo decidir absolutamente nada de su futuro.

Debo repetirme el mantra.

No soy su madre.

Y tengo todavía algo más que anotar para reforzar la idea de que no soy su madre, ni siquiera su abuela. Para ser del todo sincera, si en la escalera, o incluso después, no se me ocurrió nada más que una tímida caricia como respuesta a su amoroso pedido de quedarse conmigo y no volver con Paloma, fue el hecho de que me dijera de corrido todo lo que me dijo.

No sé.

No creo que una madre o una abuela hubiesen priorizado, como lo hice yo, la forma en lugar del contenido de sus dichos. 

 

ElAbueloHabíaTraídoDelContinenteVariasCajasYUnParDeTarrosDePinturaDeInmediatoLaAbuelaYYoEmpezamosAPintarTodaUnaSemanaNosLlevóLaTareaDeDejarElLanchónDeColorPlateadoParaEmilioResultabaImprescindibleElColorRepetíaQueTodasLasNavesEspacialesEranPlateadasQueSiNoEranPlateadasNoFuncionabanYSiNoFuncionabanNuncaLlegaríanADestinoÉlNoNosPodíaAyudarEstabaAbocadoALaConstrucciónDelMotorQueImpulsaríaLaNave

PeroUnDíaTerminamos

EnseguidaPaulaSeLoInformóAEmilioYEntoncesElAbueloNosPidióQueDescansáramosQueÉlIbaAPrepararLoQueFaltabaQueTeníamosQueDescansarPorqueElViajeALaLunaAunqueRápidoSeríaLargoQueCuandoTuvieseTodoListoNosAvisaba

Acompañame

MePidióElAbueloUnaDeLasTardesEnLasQueLaAbuelaYYoDescansábamosEntoncesLoAcompañé

EscuchameBien

MeDijoEnMedioDelMonteBastanteAntesDeLlegarHastaDondeSeEncontrabaLaNaveYYoLoEscuché

ViajarALaLunaConVosEsLaMayorIlusiónDePaulaYYoSeLaVoyACumplirAunqueDependeráEnGranMedidaDeQueEllaLoCreaYDeQueVosEntiendasQue NoSeDudaDeAquelloQueSeHacePorAmor

Por suerte, anoche dormí maravillosamente bien. Creo que repetir el mantra me ayudó. No soy su madre. Me quitó un peso de encima. También influyó, estoy convencida, el hecho de reconocer, mientras pasaba el nuevo capítulo al cuaderno, que tampoco soy escritora, que hago lo que puedo y que nadie que no sea L leerá las absurdas páginas con las que he arruinado la novela de la señora Guerrico.

Las formas.

Los contenidos.

En la aventura de Clavileño, el narrador avisa en todo momento que el viaje hacia el cosmos de Sancho y don Quijote, independientemente de lo que ellos crean, es una mentira urdida por los duques. Claro que, en mi novela intercalada, la narradora es la niña. ¿Cómo hacer, entonces, para que un viaje imposible sea posible? No es un asunto fácil, me parece. Hasta ahora lo único que se me ocurrió es que Emilio le avise a L de la falsedad de la escena.

Las formas.

Los contenidos.

Y el amor y sus secretos antes que ambos. Siempre. El amor, esa inagotable fábrica de milagros cotidianos.

Hablar o no hablar. Esa es la cuestión. Recién vueltas de la consulta, previo paso por la verdulería, esta noche he resuelto preparar una ensalada para la cena, mientras lavaba y cortaba las verduras, me di cuenta de que tampoco hoy intercambié una sola palabra con L. Ni en el desayuno ni en las caminatas de ida o de vuelta. Nada. No nos dijimos nada durante todo el bendito día.

Recuerdo.

Mientras escribo.

Me parece que de chica o de joven hablaba bastante. Nunca fui una charlatana, es verdad. Pero hablaba. Dejé de hacerlo a partir de mi relación con Emilio. Y no es que le eche la culpa. Todo lo contrario. Me gustaba su silencio. Él era más de los gestos, del contacto, de las miradas. Tanto me gustaba que creo lo imité o mejor me permití aprender de él. Sin embargo, me pregunto mientras espero para llamar a comer a L, una no se comporta siempre de la misma manera: funcionaba así con Emilio y no funcionaba así con Lucía. Mi amiga hablaba hasta por los codos y me obligaba a corresponderle. Necesitaba que le contara las cosas en detalle. Y yo lo hacía.

Lucía también murió, pobrecita.

Hace de esto unos cuantos años.

Evidentemente, la verborragia o su ausencia no tienen que ver con la longevidad. 

Voy a llamar a L.

Y voy a contarle anécdotas con Lucía.

Se me acaba de ocurrir que las abuelas somos una suerte de eslabón entre el pasado y el presente. La historia misma, en algún sentido. La forma y los contenidos con los que una nieta puede comenzar a habitar amorosamente su propio porvenir.

 

L se divirtió mucho con mis cuentos de Lucía. Y comió toda la ensalada que le serví. Estuvo linda, la cena. Claro que hubo algunos momentos tristes. El peor de esos momentos ocurrió justo al comienzo de la charla, cuando le conté que tenía una amiga y me preguntó cómo era tener una amiga. Me partió en dos. No supe qué contestarle. Balbuceé que de repente aparecía alguien en nuestras vidas, que empezábamos a querer compartir buenas y malas con ese alguien, que, poco a poco, cada vez resultaba más necesario contarle absolutamente todo lo que nos pasaba, que queríamos a ese alguien, que confiábamos en él o en ella y que, en definitiva, una amiga era ese alguien que nos hacía el mundo más fácil.

Lo más tierno de la charla llegó al final. Una pregunta suya y una respuesta mía, otra vez, al borde de las lágrimas:

—¿Una abuela también puede ser una amiga?

—También.
 

Continúa la 14a parte

Sábado 30 de noviembre.