CULTURA
entrevista a josé luis de diego

La dimensión simbólica del mercado

En sintonía con sus trabajos anteriores –La otra cara de Jano y Los autores no escriben libros–, centrados en la historia de le edición y el mundo editorial, el destacado investigador José Luis de Diego publica La sagrada mercancía (Ampersand); en el libro, de reciente aparición, atiende con sofisticada solidez tanto las condiciones materiales de la producción del libro como la circulación y el consumo de la literatura en la vida social y cultural.

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Estampa. José Luis de Diego es doctor en Letras y profesor emérito de la Universidad Nacional de La Plata. Se desempeñó como profesor de Introducción a la Literatura y Teoría Literaria de la UNLP. | gtza. editorial ampersand

José Luis de Diego, un conocido académico y especialista en el mundo de la edición, acaba de publicar La sagrada mercancía, el tercer título de una obra dedicada a reflexionar sobre un oficio que surgió bien entrada la modernidad y que se fue complejizando junto con el mercado que ayudó a crear.

Su título nos habla del carácter contradictorio del libro (de ahí el oxímoron), en tanto bien simbólico y bien de cambio, algo que los dos trabajos anteriores, La otra cara de Jano (en referencia a la imagen bourdiana del editor que, como el dios griego bifronte, posee dos caras, una mirando al mercado y la otra a la cultura) y Los autores no escriben libros (que alude al hecho de que los escritores escriben textos, ya que los libros son soportes materiales, históricamente determinados) venían desarrollando. Todos publicados por la editorial Ampersand en su hermosa colección Scripta Manent, dedicada a los estudios sobre la cultura escrita.

Con una mirada que desde este lejano Sur se abre hacia las últimas tendencias de una industria cada vez más concentrada y un futuro para el libro impreso impredecible, hace un recorrido por los nombres que dejaron una marca en nuestra industria editorial; analiza la colección Capítulo del CEAL, quien creó un nuevo público para la literatura argentina contemporánea y la colección Archivos, que puso a los clásicos latinoamericanos a dialogar con la literatura occidental; describe las tensiones entre el mercado del libro en España y Latinoamérica y las políticas editoriales a los dos lados del Atlántico, el intercambio desigual en la traducción de títulos entre Argentina y Europa, para terminar imaginando una distopía en la que el exceso de libros nos haga añorar su destrucción.

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En diálogo con PERFIL, habló de su último trabajo, en el que pone el foco en las condiciones materiales de producción de ese objeto capaz de generar cismas religiosos tanto como revoluciones comunistas, por tener “el poder de transformar la visión del mundo, y por lo tanto, de transformar el mundo social”, como nos recuerda Pierre Bourdieu.

—El libro como sagrada mercancía –hermoso título– expresa la tensión entre literatura y mercado, pero supone el concepto de literatura como aura. Pensaba en el affaire con la prosa de Michel Houellebecq, que la herramienta de IA de Meta se negó a imitar por ofensiva o discriminatoria. ¿Podemos pensar hoy la literatura como algo sagrado, como lo que resiste a ser consumido?

—Quizás sagrada no sea la palabra más apropiada, en todo caso, quise tomar la frase de Bertolt Brecht, que está en Galileo Galilei, y que juega con esa doble imagen del libro. Por un lado, lo sagrado, lo sublime, lo trascendente, por otro lado, un objeto que participa de un mercado de cambio como cualquier otro. Entonces, esa tensión es constitutiva de la literatura, independientemente de que el soporte sea el libro, el códice medieval o las tabletas. Todos sabemos que una novela puede valer lo mismo que un par de zapatos, pero que desde el punto de vista del valor simbólico son diferentes. Entonces, podemos decir que la literatura arrastra un valor simbólico innegable que nunca termina por reducirse del todo a un valor económico. Y esa contradicción hace que sea posible pensar esa tensión con las herramientas que nos da la sociología de la cultura.  

El libro hace un recorrido por los nombres más destacados de la edición en español, en especial en la Argentina, desde Manuel Gálvez, pasando por Arnaldo Orfila Reynal, Paco Porrúa, Boris Spivacow, Guillermo Schavelzon, Angel Rama y Jorge Álvarez. Sin bien, todos ellos son muy diferentes entre sí, esto nos habla de una historia de una riqueza asombrosa. 

—¿El flujo de exiliados entre España y América puede haber alimentado esta riqueza? 

—Efectivamente. A mí lo que me interesó estudiar es el carácter nómade de muchos de esos editores, como por ejemplo, Arnaldo Orfila Reynal que fue un gran editor argentino que se destacó sobre todo en México. Hay trayectorias itinerantes que van enriqueciendo el mundo intelectual, trazando líneas de intercambio. Lo que me interesa mucho analizar es cómo van cambiando con el tiempo los perfiles de editor. No son los mismos perfiles los del editor de los años 40, 50, a los del editor moderno. Es muy difícil encontrar, por ejemplo, fotografías de Paco Porrúa o de Arnaldo Orfila Reynal jóvenes o incluso entrevistas, porque esos editores estaban convencidos de que ellos no debían opinar sino a través de su catálogo. Entonces, si uno los compara con Jorge Herralde, el muy conocido editor de Anagrama, tiene creo, más de cinco libros y cientos de entrevistas. De modo que de un editor casi invisible pasamos a un editor que es una figura pública. Ese cambio de perfil tiene que ver también con los estudios que se han hecho sobre edición que han puesto en valor la historia editorial y a los editores como figuras muy importantes en el campo de la cultura. Si la figura del editor clásico, ligada a la alta cultura, para los lectores en general permanece invisible, este trabajo rescata a aquellos que permanecen más invisibles todavía: los lectores de manuscritos, los asesores literarios, los jurados de los premios. 

—Con perdón del ego de los escritores, ¿la literatura es un arte colectivo, como el cine? ¿Sin estos personajes invisibles, habría libros?

—Yo creo que a esta altura ya no. Digamos que el mercado del libro se fue complejizando. Todavía hoy el lema de la Feria del Libro de Buenos Aires sigue siendo “del autor al lector”, pero eso ya es una relación imposible, porque las mediaciones entre uno y otro cada vez son más grandes. Antes existía solamente el taller de imprenta y el librero. Después apareció el editor, hacia 1830 en Francia y hacia 1880 en Argentina, que mediaba entre ambos. Después las editoriales tenían problemas para distribuir, entonces aparecieron los distribuidores. Y después, los agentes literarios. El campo se fue profesionalizando cada vez más, con el diseñador, el ilustrador, el fotógrafo, el corrector de pruebas, etc. 

Entonces, una cosa es imaginarse al escritor en soledad, en su computadora, componiendo un poema o una novela, y otra cosa es el mundo real en el cual ese poema o esa novela entran en un circuito en el que participan muchísimas personas y si no entrara en ese circuito, no existiría. Pero también eso ha cambiado mucho con las nuevas tecnologías. Antes era más difícil publicar que ahora, donde hay muchísimas otras formas de publicación. Por ejemplo, en el mundo académico esto ha cambiado enormemente. Hoy uno tiene una gran cantidad de revistas para publicar, porque sostener una revista digital es muy barato. Antes era muy difícil publicar porque las revistas eran en papel y las universidades no tenían plata para editar, etc. Entonces, las editoriales se han simplificado muchísimo. A principios del siglo XX, una editorial era un edificio de tres plantas donde se hacía todo el proceso del libro. Estaba el sector de la tipografía y la impresión, estaba el sector de encuadernación, estaba el de depósito, el lugar donde se hacían los despachos para entregar y salían los camiones. Hoy, una editorial es una oficina a veces de dos personas. Te cuento una anécdota: un amigo mío trabajaba para una editorial en Barcelona, hacía informes de lectura y en un momento, tuvo un problema con un cheque y fue a la editorial. Subió a un departamento, golpeó una puerta y medio incrédulo preguntó, ¿acá es la editorial? Y una chica le contestó, ¿cuál de las tres? Porque yo represento tres editoriales. En una oficina de 4 x 4 había una chica en un escritorio que representaba tres editoriales. Entonces, eso es un cambio total de paradigma en el mercado del libro.

—Una gran crítica literaria, María Teresa Gramuglio, decía que los escritores escriben libros, pero que la literatura la hacen los críticos. Siguiendo el recorrido de este trabajo a través de aquellos editores que descubren grandes talentos o de directores de colecciones que le dan lugar a una nueva generación de escritores y por lo tanto, construyen nuevos lectores, ¿podríamos decir de los editores lo mismo que decía Gramuglio de los críticos?

—Sí, claro. Ahora, ¿cuáles son las determinaciones sobre el valor literario? Una, sin duda, es el mercado. Quisiéramos pensar que no, pero influye enormemente. Otra es la educación formal. Los libros que van a la escuela muchas veces son los únicos libros que los ciudadanos recuerdan haber leído en su vida. Y eso tiene un impacto. Y ahí hay que ver cuáles libros perduran y cuáles no, y por qué perduran. Por ejemplo, hay libros que no tienen un gran impacto en la vida intelectual, como El túnel de Ernesto Sabato o Relato de un náufrago de García Márquez y sin embargo han tenido un éxito difícil de explicar en los colegios secundarios. Otra determinación fuerte son los estudios culturales. A veces importa más quién escribió, por qué escribió, cuál fue la dimensión subjetiva de la escritura, que si el libro es bueno o es malo. Yo diría que el valor literario es lo que menos se está discutiendo en los tiempos que corren. Incluso se ha llegado a un punto en el cual algunos grandes textos literarios están dentro de una especie de paréntesis de cancelación porque no responderían a lo políticamente correcto. Ahora bien, sobre esas determinaciones intervienen los lectores, los críticos, los editores, los premios. Todo eso interviene sobre la consagración de un autor. A veces el mercado no termina de aceptarlos demasiado, pero los críticos han tenido una obra consecuente y han logrado colocar al autor en ese lugar, como el caso, en Argentina, de Juan José Saer. En otros casos parece ser al revés, que la crítica no los ha atendido demasiado y el libro se impuso, como en los primeros años de Manuel Puig. Recién en los 80 empieza a considerarse a Puig como un gran escritor en Argentina. Habría que ver caso por caso y ver cómo funcionan los mecanismos de canonización, pero sin duda las editoriales son un lugar muy importante en ese proceso. En cuanto a la fascinación de los intelectuales argentinos con el pensamiento y la literatura franceses, el libro traza un arco que va de la Generación del 37 al catálogo de algunas editoriales independientes (lo que pone en evidencia que el único que se desmarcó de esta atracción fue Borges, como siempre, a contracorriente). 

—¿A qué se debe esta permanencia del predominio de lo francés?

—Yo diría que hoy el pensamiento francés no tiene la misma importancia que tenía para la intelectualidad argentina hasta el siglo XX. El momento de auge de los escritores franceses en Argentina fue en los años 60, con la figura de Jean Paul Sartre. Nunca Argentina tuvo una recepción de un autor francés con tanta fuerza como Sartre en Losada en aquellos años. Hay una entrevista que le hacen a Gonzalo Losada en Primera Plana en donde dice que uno de los libros más vendidos es Las palabras de Sartre, que vendió 8 mil ejemplares en una semana. Números absolutamente inverosímiles para un libro como ese. Luego vino Siglo XXI que es el sello de Foucault, de Roland Barthes, de Pierre Bourdieu, es decir, de grandes autores franceses que fueron autores faro y siguen siéndolo en el mundo intelectual latinoamericano, pero que no fueron en rigor editados por editoriales argentinas, sino por una editorial mexicana con sede en Argentina. En cuanto a figuras del pensamiento francés en las editoriales independientes, eso aparece muy diversificado. Aparecen más en el campo del psicoanálisis, aunque ha perdido muchísima presencia en el mundo editorial argentino. No estamos para nada en la moda que implicaba el psicoanálisis en los 60, 70 del siglo pasado. Hoy está mucho más desdibujado y mezclado con pensadores de muy diversa procedencia. En todo caso, podríamos decir, están globalizados. 

Por otro lado, en el libro me ocupo de lo que se ha dado de llamar en los últimos años procesos de “intraducción”, es decir, de textos escritos en otra lengua hacia el español y de “extraducción”, esto es, de textos escritos en español, hacia lenguas foráneas. Y ahí tomé los casos de Francia y de Argentina. Y lo que advertí es que tanto Francia en Argentina, como Argentina en Francia se han ido desplazando un poco del lugar que ocupaban. Argentina entra en Francia de la mano de Roger Caillois en la colección La Cruz del Sur, de Galimard, con la figura de Borges. Luego se latinoamericaniza, con los años del boom. Tanto es así que Galimard tiene una colección para América Latina. Y los escritores de esta región eran los más buscados en el mundo. Fue el último gran momento de internacionalización de la literatura de América Latina, cuando empieza a estudiarse en las universidades del mundo, a haber tesis doctorales sobre autores latinoamericanos. Por tanto, fue un momento excepcional, que no volvió a repetirse. Hoy varios autores latinoamericanos publican en Galimard en una colección que se llama Du Monde Entier, es decir, del mundo entero, y ahí tienen que competir con autores asiáticos, africanos o lo que fuere. Entonces, ya se acabó el periodo dorado de lo latinoamericano. Ese cambio me parece muy importante para pensar qué es lo que se edita hoy de Argentina en Francia y a la inversa también.

—Vos hablás de una tensión entre España y América en términos de producción, distribución y ventas. Pero hay un punto álgido y es el de la traducción. Para muchos lectores ya no es posible seguir leyendo libros traducidos en España. ¿Cómo es el estado actual de la “intraducción” en nuestro país?

—Salvo el programa Victoria Ocampo, yo no conozco financiación para intraducciones, sí para extraducciones. El programa Sur, sin duda, que lamentablemente hoy tiene muy recortados los fondos. En esto las editoriales independientes tienen un valor importantísimo, porque muchas de ellas están haciendo traducciones propias y desde ese lugar logran competir, aunque sus títulos no alcancen las ventas de lo mainstream, pero tienen un público importante. Según su análisis, la balcanización en la edición que se produjo con el cambio de siglo, producto de la concentración monopólica en los grandes grupos editoriales a la vez le dio lugar al surgimiento de las pequeñas editoriales independientes. 

—¿Esto es un fenómeno nacional o global? ¿Cómo se presenta el futuro de la edición con el papel cada vez más caro y el avance de la digitalización?

—Es un fenómeno global y aunque no estén de acuerdo algunos pequeños editores, se debe a causas económicas: los grandes grupos concentrados de literatura en español eran cuatro y ahora son dos. ¿Qué pasaría si uno comprara al otro? Sería muy grave para el futuro de la edición en términos de bibliodiversidad. En cuanto a las causas de la proliferación de editoriales independientes, se debe a lo mismo. Los grandes grupos, por su dinámica empresarial, están obligados a tener un rendimiento muy alto, por lo tanto, los libros de tiradas chicas, digamos, menores a cuatro mil ejemplares, no les interesan y ahí hay una enorme porción del mercado que sólo la pueden cubrir las editoriales independientes. El último capítulo recupera las diferentes representaciones de destrucción de libros en la ciencia ficción. El planteo de Orwell de la distopía de un lenguaje simplificado y homogenizado en los libros, la “neohabla”, hoy lo vivimos con los desarrollos de la inteligencia artificial y el acuerdo de grandes grupos editoriales con las empresas de IA para entrenar sus sistemas. 

—¿Estamos frente a la madre de todas las distopías, la de una humanidad despojada de su capacidad de producir arte y de una literatura hecha por programas?

—En principio, diría que los relatos que hablan de la destrucción o de la quema de libros pertenecen a una época determinada, la de los años del nazismo y el estalinismo. Cuando me puse a investigar sobre ciencia ficción más actual, descubrí que las fantasías de destrucción no tienen que ver con la desaparición del libro, hoy son muy otras. De hecho, estamos en un momento de proliferación cancerosa de ejemplares, donde se publica mucho más de lo que es posible leer. Ahora, respondiendo a tu interrogante sobre la inteligencia artificial, estoy muy lejos de dominar ese campo, pero mantengo vivas las esperanzas en el poder de resistencia de la literatura.