CULTURA
a cien años de la muerte

Kafka en su laberinto

La escritura de Franz Kafka (1883-1924) se disemina en cuentos, novelas, aforismos, cartas y diarios. Creador de un estilo inquietante que une realismo y fantasía, su literatura siempre promueve nuevas lecturas. Hoy, el Kafka de la alienación que crea personajes que no comprenden el mundo que los rodea y amenaza, y del que no es posible escapar, puede trasladarse a la digitalización contemporánea. Este tiempo de la dependencia absoluta del mundo tecnodigital, con su laberinto técnico que abruma y todo lo controla, y del que tampoco es posible evadirse; y cuyo funcionamiento no se comprende, como los creadores de la inteligencia artificial no entienden plenamente cómo ésta puede aprender por sí misma. Vigencia y legado de un autor total.

30_06_2024_kafka_pablotemes_g
Franz Kafka. | pablo temes

Este año se cumplen los cien años de la muerte de Kafka. Sus ficciones suscitan una interpretación obligada: el autor de El proceso como el artista mensajero de la alienación moderna.

Pero Kafka es viajero de muchos caminos. Menos conocido es su tránsito por la creencia religiosa judía. La primera impresión de un espíritu sensible perdido en laberintos, se desvanece cuando se atiende a su escondida dimensión espiritual.

El escritor checo nace en Praga, en 1883. Pertenece a la minoría germano parlante de Checoslovaquia. No se identifica con los checos entonces, pero tampoco con los alemanes de Bohemia. Dentro de su contexto familiar, sobresale su conflicto con la autoridad paterna que revela en Carta al padre. Respecto a su progenitor, lo estrangula un sentimiento de inferioridad e incomunicación. 

Esto no les gusta a los autoritarios
El ejercicio del periodismo profesional y crítico es un pilar fundamental de la democracia. Por eso molesta a quienes creen ser los dueños de la verdad.
Hoy más que nunca Suscribite

Entre 1908 a 1922, Kafka es “funcionario auxiliar” en el Instituto de aseguradora de accidentes de Trabajo para el Reino de Bohemia, en Praga, su ciudad esencial. Su estatus social no lo posiciona como miembro pleno de la burguesía, pero tampoco es un simple trabajador. Otro foco de angustia: no puede identificarse con el rutinario trabajo de oficina dentro de la burocracia del Imperio austro-húngaro de los Habsburgo, que colapsa tras la Primera Guerra Mundial.

Gustav Janouch es un poeta y musicólogo, conocido por su amistad con el autor de La metamorfosis. Escribe el libro de recuerdos Conversaciones con Kafka. Aquí, el escritor manifiesta su gusto por la carpintería, y su amoroso tallado de la madera. Así le dice a Janouch: “Nada hay más hermoso que un oficio… Además de la carpintería, me he ocupado de jardinería y he trabajado en una granja. Todo eso me resultaba mucho más hermoso y de un precio mucho mayor que el duro trabajo del ministerio”.

La escritura de Kafka se disemina en cuentos, novelas, aforismos, cartas y diarios. Su vínculo amoroso con Felice Bauer, Grete Bloch, Julie Wohryzek, Milena Jesenská y Dora Dymant estimula una ristra de cartas que también acreditan su calidad literaria. Crea un estilo inquietante que une realismo y fantasía.

Y la literatura kafkiana siempre promueve nuevas lecturas, como la que proponen Gilles Deleuze y Félix Guattari en Kafka, por una literatura menor (1975). Su concepto de “literatura menor” alude al escritor que pertenece a una minoría y que escribe desde una lengua dominante; esto, entre otras cosas, habla de la “desterritorialización de la lengua”. Y el exilio de un checo judío como Kafka que habla alemán, es parte del análisis de Maurice Blanchot en De Kafka a Kafka (F.E.C., 1981). Theodor Adorno, uno de los pensadores insignias de la Escuela de Frankfurt piensa sobre el autor checo en Notas sobre Kafka, incluido en el volumen Prismas (1953); y Walter Benjamin y sus textos sobre el escritor de El proceso, creador de una “obra profética” según su parecer, se incluyen en Kafka, Textos, discusiones, apuntes (2019) publicado por Eterna Cadencia.

A Max Brod, escritor checo y amigo de Kafka, se le debe la publicación de sus obras durante su vida y post mortem. Kafka le pide que, luego de su muerte, queme sus escritos inéditos. Pero no lo hace. Por esta decisión hoy pueden leerse las obras completas de Franz Kafka, por ejemplo, en la versión de Galaxia Gutenberg, a cargo de Jordi Llovet, catedrático en Literatura por la Universidad de Barcelona.

El proceso y La metamorfosis

Candidata a obra modélica del mundo kafkiano es El proceso (Der Prozess) (1922), que también motiva la muy recomendable adaptación cinematográfica de Orson Welles (1962). En la novela kafkiana, su personaje  principal, Josef K., abandona su hogar del ámbito rural y se establece en la ciudad. Comienza un camino de ascenso social a través de su jerarquizado trabajo en un banco. El personaje K. “en un tiempo relativamente breve, había sabido conquistar su alta posición en el banco y mantenerse en esa posición reconocida por todos”. En la casa de la señora Grubach, en la que K. alquila una habitación, es arrestado por “dos groseros guardianes”, “una canalla corrompida”, que “me llenaron los oídos con su parloteo y trataron de hacerse sobornar”. Nunca se le aclara el porqué de su detención y del proceso abierto en su contra. Desde entonces, Josef K. es engullido por una insondable maquinaria burocrática judicial que lo acusa e interroga, sin  dar explicaciones. Y en una inmensa sala de sesiones, a la que se accede luego de trasponer una gran puerta, K. ve a cientos de individuos vestidos de negro con “sacos de fiesta largos y holgados”.

El juez de instrucción no tiene nombre, como ninguno de los presentes. Es parte de lo impersonal que acosa a K. Rige lo irracional y absurdo: se alega que no se lo buscaba a K., sino a un “pintor de brocha gorda”. “Error” intrascendente. Lo que persigue el tribunal no es hacer justicia. Su meta es acusar, condenar. El derecho a la defensa es un alegato imposible.

El pintor de la corte, Titorelli, entre otras aclaraciones, le asegura que nunca es posible presentar pruebas irrebatibles de la inocencia de un acusado. Nunca resplandece la absolución, siempre triunfa la condena. 

El engranaje judicial se mueve en una áspera rueda en el centro de un laberinto indescifrable, en cuya cima reina el secreto, el silencio, lo absurdo, el aguijón de lo irracional. En definitiva “todo pertenece al tribunal”. 

La mera presencia de lo individual es insoportable dentro del proceso que impone el poder abrumador de lo general e impersonal. K. muere bajo ese “orden superior”.

Así, sobre el sentido de la obra cumbre kafkiana, en su Introducción a la literatura fantástica (1970), Tzvean Todorov afirma: “El Proceso pertenece al género fantástico en la medida en que nos obliga a enfrentar el desconcierto total ante un mundo que parece seguir una lógica que no alcanzamos a comprender completamente. La inextricabilidad de las situaciones y la impotencia de K., su protagonista, reflejan la angustia existencial del ser humano frente a un universo absurdo y opaco”.

El individuo aplastado en su insignificancia absurda se repite en La metamorfosis (1915). Gregorio Samsa es un viajante de comercio. Su trabajo discurre en un viaje continuo; en el nomadismo de “relaciones que cambian de continuo, que nunca duran, que no llegan nunca a ser verdaderamente cordiales, y en el que el corazón nunca puede tener parte”.

El compromiso de Gregorio con su tarea es total. En principio medita que su trabajo es consecuencia de una libre elección. Pero “elige” desde la necesidad de pagar una deuda de sus padres. Entonces, empieza a reconocer: “¡qué cansadora es la profesión que he elegido”. Se encierra en su habitación. Ya no se resigna, ya no quiere trabajar, ya no acepta no ser. Quizá deba protestar. Se convierte entonces en un insecto. La insectificación del individuo. Lo monstruoso como ruptura fantástica ante una anterior situación de obligada y no querida normalidad.

En el castillo y una colonia penitenciaria. El individuo insignificante ante un poder impersonal regresa en El Castillo (Das Schloss) (1926), la otra gran novela kafkiana. El agrimensor K. llega a una aldea en la que se alza el castillo del Señor Conde de Westwest. Este supuestamente pide por K. Pero el visitante nunca consigue acceder al castillo. K. siempre es rodeado por campesinos que, junto con el alcalde que los gobierna, viven en los alrededores del castillo. La lejanía entre K. y la estructura jerárquica señorial, que nunca se muestra, lo hace sentir un “trabajador insignificante, apenas visible desde el asiento del jefe”. La administración del castillo es tan grande y compleja que fácilmente incurre en errores. Así “puede ocurrir que a veces una sección disponga algo y otra disponga otra cosa, sin que lo sepan ambas”. No es sorprendente entonces que el decreto de convocatoria de los servicios de agrimensura de K. sea un error burocrático, todo lo cual enfatiza la insignificancia y absurdo ante un todo impersonal. 

En Kafka, la degradación de lo individual incluye un cuerpo sometido al castigo cruel y primitivo de una máquina. Este es el caso de La colonia penitenciaria (1919), el relato que mucho se ha vinculado con el Foucault de Vigilar y castigar (1975). Aquí, un explorador llega hasta un lugar regido por la disciplina militar. Un antiguo comandante ya de-saparecido creó un aparato, el complejo prodigio mecánico de un dispositivo de tortura. Un oficial explica sus funciones. La máquina tiene varias partes. El extremo puntiagudo de una pieza fundamental del aparato “escribe” sobre la piel del condenado. Cuanto más se desliza el dispositivo punzante en buena parte del cuerpo, más sangrienta es la inscripción. 

El soldado condenado no conoce de antemano el castigo que recibirá. La causa de la condena es haberse dormido durante la vigilancia de una instalación militar. Para el explorador, “la injusticia del procedimiento y la inhumanidad de la ejecución quedaban fuera de toda duda”. 

Un tipo de condena propia de “los viejos tiempos”, sin ningún interés en mitigar el sufrimiento de la víctima. Antes, la aplicación del castigo mediante la máquina era un acto a la luz del día. Como en La genealogía de la moral de Nietzsche, el castigo y su mutilación corporal funge como espectáculo público. Antes, “la sociedad –ningún alto funcionario podía faltar– se acomodaba alrededor de la máquina” para presenciar la violencia normalizadora.

Como una aberración exótica, el explorador observa la máquina de la tortura, en una escena primitiva que se complace en la destrucción de la persona mediante un padecimiento innecesario.

Kafka y el judaísmo.  La certeza del individuo perdido o amenazado en una trama laberíntica emerge también en relatos como La construcción de la muralla china (1917); o La madriguera (1923), que se publica póstumamente en sus cuentos completos. 

Pero la apertura a un renacer también es pliegue del pensamiento literario kafkiano. Esto asoma en su novela inicial América, que deja inconclusa en 1912, en la que Karl Rossmann llega al nuevo continente. Allí encuentra un especial teatro de Okhaloma, para luego entregarse a un viaje en tren por la inmensidad americana a través de montañas, valles, y ríos ante los que “el rostro se estremecía al hálito de su frescura”.

Pero en esa otra dirección, desde lo clausurado y sofocante hacia lo expansivo e ilimitado brota también el itinerario kafkiano menos advertido, en el cual bebe de fuentes judías.

En 1911, Kafka se complace en el teatro yiddish. En 1913, en Viena asiste a un Congreso Sionista. Aparentemente evalúa la posibilidad de emigrar a Palestina. Su precaria salud se lo impide. Desde 1917, dedica tiempo a aprender hebreo. Uno de los varios cuadernos que Kafka llena con vocabulario se conserva en la Biblioteca Nacional de Israel. Primero estudia por su cuenta, luego con varios profesores; y realiza cursos en una escuela superior para el conocimiento del judaísmo.  En 1923, vive en una colonia judía de vacaciones en Müritz, a orillas del Báltico. En su Diario, en la entrada del 17 de diciembre de 1913, escribe: “Las hermosas y enérgicas distinciones que exige el judaísmo. Uno tiene cabida en él. Se ve mejor y se juzga mejor a sí mismo”. Una influencia que recuerda al Benjamin que cree que El castillo se inspira en una leyenda talmúdica.

Todo esto siembra el camino no ya del Kafka de la pesadilla y la alienación, sino del escritor que, a horcajadas de una inspiración religiosa de matriz místico jasídica y cabalística, intuye un escondido resplandor de trascendencia. Tal es el autor de Consideraciones acerca del pecado, el dolor, la esperanza y el camino verdadero, papeles inéditos rescatados de ocho cuadernillos con una serie de aforismos, fragmentos, y demás, en los que la pesadilla se disuelve en beneficio de algún retazo de cielo.

Esa napa más subterránea de lo kafkiano se esparce en su famosa historia Ante la Ley, en el penúltimo capítulo de El proceso, “La catedral”.

Ante el recinto de la Ley se encuentra un guardián. Un hombre de campo llega y le pide entrar. El campesino quiere contemplar la Ley (la Ley como lugar simbólico del ser, la verdad, el gran sentido). El guardián objeta que, en ese momento, el solicitante tiene vedado el acceso. La puerta siempre está abierta sólo para ese hombre, para el campesino, pero su actitud ansiosa por ver y poseer la Ley impide su contemplación. Así, el Kafka de Consideraciones… confirma: “… quizá no existe más que un solo pecado capital: la impaciencia”. La impaciencia del campesino desconoce el escuchar, atender, esperar. Por eso el Kafka de los aforismos propone: “no es necesario que salgas de casa. Quédate en tu casa y escucha. Ni siquiera escuches, espera solamente. Ni siquiera esperes, quédate completamente solo y en silencio. El mundo llegará a ti para hacerse desenmascarar, no puede dejar de hacerlo, se prosternará extático a tus pies.”

La espera es necesaria para abrirse a una verdad que solo ella se muestra, nunca puede ser forzada desde un conocimiento lógico, o desde el mero deseo de que se muestre. 

El religioso judaísmo subyacente en Kafka también emerge en, por ejemplo, el relato Descripción de una lucha (1908), en el que, durante una ensoñación bajo el efecto de la Luna, el narrador recuerda que “…me encontré con que conocía todas las estrellas cada una por su nombre, aunque nunca lo había aprendido. Sí… Levanté el índice y las empecé a nombrar en voz alta, a cada una por su nombre”. Es el regreso a la lengua adánica perdida, anterior a la caída y la Torre de Babel; el momento en el que, a cada cosa creada por Dios, el hombre le da su nombre, como el narrador lo hace con cada estrella. Y en Un médico de campo (1918), Kafka incluye una singular prosa: “Las preocupaciones de un padre de familia”. Un padre de once hijos manifiesta una preocupación: la de entender y no dañar a una rara criatura: Odradek, un misterioso artificio de aspecto antropomorfo, acaso inspirado en la creencia judaica en el Golem.

El otro Kafka lo recupera Elémire Zolla, el ensayista, filósofo y crítico literario italiano, autor de Los místicos de Occidente (Paidós, 2000), cuando, en el prefacio de Consideraciones..., afirma: “¿Cuál es el punto arquimédico de Kafka? Lo encontraremos en su fisonomía especulativa oculta: Kafka es el último gran escritor jasídico y cabalístico. La tradición cabalística se convierte en fábula, cuento, epigrama, en los guetos orientales, es el oasis desde el que se contempla el mundo moderno”. 

Un legado en un tiempo digital. En una visión más detenida entonces, el legado kafkiano es la conciencia de la vida absurda y alienada, y su menos advertida ansía religiosa.

Su realismo fantástico, el carácter abierto y no resuelto de sus finales, es el estilo por el que expresa su filosofía del absurdo, lo impersonal y el aislamiento, bajo la clara percepción de las fuerzas que, en la moderna cultura de masas, en las organizaciones técnicas y burocráticas, se imponen sobre el sujeto. Esto tendrá claras repercusiones en el existencialismo, con su énfasis en la angustia por la nada y la insignificancia, y la creación de sentido como necesaria respuesta, en las obras de Camus o Sartre. La desorientación laberíntica de la existencia en Kafka también es recogida por el Borges del encierro en los laberintos sin salida. La opresión burocrática a su vez impregna a Philip K. Dick en su novela El hombre en el castillo. Y la mezcla de lo fantástico y lo real y sus personajes alienados, también es fuerza inspiradora de Haruki Murakami en Kafka en la orilla.

El Kafka de la alienación que crea personajes que no comprenden el mundo que los rodea y amenaza, y del que no es posible escapar, puede trasladarse a la digitalización contemporánea. Este tiempo de la dependencia absoluta del mundo tecnodigital, con su laberinto técnico que abruma y todo lo controla, y del que tampoco es posible  evadirse; y cuyo funcionamiento no se comprende, como los creadores de la inteligencia artificial no entienden plenamente como ésta puede aprender por sí misma.

Pero la sensación de agobio y encierro no es la única experiencia kafkiana. La realidad tiene otras caras, para la persona religiosa Kakfa, más que para el escritor de atormentadas ficciones. Para el Kafka hombre, la vida no es únicamente absurda y opresiva. Como lo sugiere uno de sus aforismos que antes recordamos, el mundo puede manifestarse de otra manera. Eso sí, solo para quien cultive el arte de escuchar y esperar.

*Filósofo, escritor, docente, su último libro es La red de las redes, ed. Continente; creador de la página web La mirada  de Linceo (www.estebanierardo.com).