Martha Ferro, cronista del gatillo fácil y la violencia de género en el Conurbano cuando esos temas no tenían entidad de noticia para el periodismo argentino. Martha Ferro, delegada gremial y agitadora cultural en los años de la última dictadura. Martha Ferro, “feminista de brío que no ocultaba su lesbianismo”, según un testimonio de época. Y también Martha Ferro, poeta y residente neoyorquina, como revela Por el camino de Newark y otros poemas, libro que recopila textos, cartas y fotografías de la periodista y militante.
Publicado por Ediciones Nebliplateada, Por el camino de Newark y otros poemas es el resultado de una búsqueda emprendida por Juan Queiroz. El hallazgo de un texto en el archivo del artista gráfico y militante gay Juan Carlos Vidal, cuenta Queiroz, “fue un catalizador que me impulsó a investigar de manera más exhaustiva la obra”. Martha Ferro se despreocupó por completo al respecto pero dejó huellas para seguir: publicaciones en revistas, envíos a amigos y compañeras que atesoraron sus escritos.
“No abandonó la poesía: experimentó con otro género, la crónica. En su radicalidad irrenunciable, no se sistematizó, dejó a sus poemas volar por todas partes, a veces escondidos, pero siempre bien guardados”, escribe María Moreno en la contratapa del libro. La publicación se inscribe en la revaloración creciente de Martha Ferro desde el feminismo y los estudios culturales, de la que también dieron cuenta entre otras producciones las muestras Amorales, un archivo de la prensa popular, sobre las coberturas policiales del diario Crónica y la revista ¡Esto!, donde trabajó, y Resiste venenos, camina en mis sueños (2023), específica sobre su trayectoria.
Un linaje femenino y de barrio. Una novela familiar, como cualquier historia de vida, se escribe desde el presente. Nacida en el barrio porteño de Barracas en 1942, Martha Ferro relató su biografía según coordenadas que resaltaron el lugar de las mujeres con el sello de la transgresión y de la ideología de clase: la madre, contó, levantaba quiniela clandestina y le enseñó a estar alerta, “tener la puerta bien cerrada, mirar antes de abrir”; la abuela paterna era anarquista y le transmitió la historia de Virginia Bolten, la legendaria militante que fundó el periódico La Voz de la Mujer a fines del siglo XIX; ella escribió su primera crónica cuando era una niña para denunciar las trampas de un almacenero con la balanza y el vuelto de las compras.
En Tinta roja (1998), el documental de Marcelo Céspedes y Carmen Guarini sobre los periodistas policiales de Crónica, Ferro recuerda esas referencias: “Mi abuela siempre me decía: el peor delincuente no es peor que el comisario; el comisario no es peor que el juez, y el juez no es peor que el presidente de la República”. Los poemas recrean en la misma línea la escena de un intercambio decisivo, ya que mientras la abuela introduce una visión del mundo que conduce a la militancia feminista y socialista, “yo leía, le leía a la abuela las noticias del mundo/ dando vueltas,/ en un diario de la tarde”.
Los poemas y las cartas a Anna Fioravanti reunidas en Por el camino de Newark remiten al período en que Ferro vivió en Nueva York, entre 1968 y 1973. En 1965 había empezado a estudiar Psicología en la Facultad de Filosofía y Letras de la UBA, pero según cuenta Adriana Carrasco en el prólogo la represión imperante a partir de la Noche de los Bastones Largos, en julio de 1966, la impulsó al viaje y para convencer a su familia fraguó una invitación con membrete de una universidad norteamericana.
En Nueva York formó una pequeña comunidad con Alicia Hasper, Néstor Latrónico y Juan Carlos Vidal. Se instalaron primero en un hotel precario y después en el gueto portorriqueño. “El barrio era atroz –escribe después de visitar un departamento para alquilar–, borrachos por todas partes, la mugre en las calles se apilaba como los cadáveres en los campos nazis”. Aprecia una libertad imposible en la Argentina de Juan Carlos Onganía “pero muchas cosas faltan” y nota las tensiones entre negros y portorriqueños, “la injusticia social” y la violencia, “el drama que este tío Sam no sabe controlar”.
El título Por el camino de Newark refiere a un poema y a la ciudad de nacimiento de Allen Ginsberg, cuya figura pudo ser otro motivo del viaje. Ferro descubre un horizonte “hacia el estruendo de las tinieblas hacia los poemas/ alegres y tristes”, y una dirección “hacia donde nada está en orden” en la estela del gran poeta de la generación beat. Esa búsqueda retroalimenta lo que venía del barrio: “Su habla coloquial, entonación al pronunciar y escritura periodística tenían la textura del lunfardo”, destaca Adriana Carrasco.
La joven Ferro publicó poemas en El Corno Emplumado, la revista emblemática de la poesía beat que editaron Margaret Randall y Sergio Mondragón, y en Cormorán y Delfín, del poeta y navegante Ariel Canzani; escribió una novela que quedó abandonada y perdida; se vinculó con el poeta colombiano Gonzalo Arango, fundador del nadaísmo, y con otros poetas argentinos en Nueva York, como Hugo Tabachnik. Tuvo experiencias con heroína y ácido lisérgico y aunque no se relacionó con el feminismo norteamericano quedó impactada por la experiencia del grupo Las Vengadoras, cuyas integrantes “devolvían las palizas a los golpeadores”.
“Ciudad donde encontré botas y besos dulces cuando/ eran los días tristes/ y encontré empujones y golpes/ y malos sueldos/ y dolor de cabeza/ y memorias de anarquistas vencidos”, escribió en Blues de Nueva York, uno de sus mejores poemas. Trabajó como vendedora ambulante, modelo para estudiantes de Bellas Artes, lavaplatos en un restaurante macrobiótico, empleada doméstica de Susan Sontag. En los márgenes se reveló para ella el núcleo de la sociedad capitalista: “Estuve en el monstruo por dentro me engañó me noqueó”, anota el 24 de mayo de 1969 en una carta en la que parece estar al tanto de las movilizaciones estudiantiles que en la Argentina preceden por esos días al Cordobazo.
Contra la corriente. “Si algo detestaba Martha Ferro era el feminismo de la burguesía y de las pequebús”, recuerda Adriana Carrasco. Hay un suceso que condensa ese rechazo en las memorias de la gran cronista: en 1974, a poco de volver a Buenos Aires, sale espantada de un encuentro de feministas en casa de la cineasta María Luisa Bemberg después de ver que varias empleadas preparaban empanadas en la cocina y no estaban invitadas a la reunión. Ese mismo año comenzó a militar en el Partido Socialista de los Trabajadores y, siguiendo la norma de la “proletarización” que marcaba el trotskismo, se empleó en Terrabusi y fue delegada.
Entre 1979 y 1980, también por pedido del PST, creó y dirigió Todas, una de las revistas que resultaron pioneras del periodismo feminista. “Vivió mucho tiempo en la isla Maciel y tuvo un perfil importante como titiritera. Utilizó los títeres en la isla Maciel para rescatar a los chicos de la droga, del robo y de la mafia policial”, recuerda Mabel Bellucci, en Una genealogía sobre la violencia hacia las mujeres, una investigación todavía inédita sobre “los escritos policiales de Martha Ferro”. Trabajó en el diario La Voz y en 1982 ingresó a la redacción de Crónica y entonces retornó, dice Carrasco, “al mundo de los más pobres entre los pobres, de los marginados/ marginales y excluidos del cinturón periurbano de Buenos Aires”.
En Por el camino de Newark poesía y crónica policial se asocian en interpelaciones a la figura de la madre: “Desde mi ventana y desde mi corazón lleno de/ alegría empiezo a mirarme en tu nombre (…) y busco tu lengua llena de historias de putas y policías”. En esa convergencia sitúa el origen de sus “versos como lobos”, lo que más tarde se proyecta como un criterio para la escritura de la crónica: “Nada de lenguaje acaramelado”. Sus poemas se tensan en blasfemias –como uno dedicado a la figura de Dios– y en expresiones de lo que Mijail Bajtín llamaría el principio material y corporal, con frecuentes alusiones al sexo y al deseo de quien “ama lo que no debe amar”.
De Crónica pasó a la revista ¡Esto!, publicada por la misma editorial que el diario. Bajo la dirección de Francisco Loiácono, la revista fue un paradigma del periodismo policial que escurre sangre. Pero también atendió problemas soslayados por el resto de la prensa, como la violencia de género y los crímenes de la policía. Martha Ferro cubrió el juicio contra Carlos Monzón por el femicidio de Alicia Muñiz, difundió los reclamos por la muerte de Walter Bulacio y, según las memorias de la época, creó el término “travesticidio”, que hizo visibles las muertes de travestis en la Panamericana entre fines de los años 80 y mediados de los 90 (ver aparte).
“En ¡Esto! fue donde terminé de pulir el lenguaje policial; hasta teníamos permitido crear palabras –dijo Ferro en una entrevista–. Como ‘hienario’. O la expresión ‘un ajuste de amor’. Ese lenguaje riquísimo que no reflejan las crónicas policiales ni las novelas aparecía en ¡Esto!”. Sus lecciones de periodismo policial pueden condensarse en dos aspectos opuestos y complementarios: “Nunca hay que creer en la policía” y el diálogo con la gente común y la inserción en “el barrio” es la fuente de información, “si sabés laburar”.
Martha Ferro murió en Buenos Aires el 6 de febrero de 2011. “En estos poemas se lee que ya estaba a la altura de las grandes de su época”, dice María Moreno de Por el camino de Newark. La compilación agrega una faceta desconocida de su obra; es también la punta de un iceberg cuyo cuerpo está formado por las crónicas y las entrevistas que todavía siguen confinadas en los diarios y revistas donde se publicaron.
Un hito en la historia travesti
O.A.
El crimen de la travesti Nancy Molina, el 16 de agosto de 1987, es un hito en la historia de las persecuciones policiales en la Panamericana. La marca proviene de la cobertura de ¡Esto!, que anunció el caso en la portada bajo el título “Algo siniestro hay detrás del travesticidio”.
La tradición oral atribuye el neologismo a Martha Ferro, en reconocimiento al oído sensible que prestó a las travestis; pero ¡Esto! no tenía un criterio editorial al respecto, y por el contrario reforzó la truculencia característica de su enfoque en la volanta impresa sobre el titular: “Después de Marcia murió destrozado en la Panamericana Nancy, el N° 15. ¿Quién será el 16?”.
La tapa de ¡Esto! fue no obstante la primera inscripción de una palabra que reconocerá la especificidad de las víctimas y a la que Lohana Berkins, entre otras activistas, dará el alcance de un concepto para pensar la relación entre los crímenes y los prejuicios negativos sobre travestis y mujeres trans: “El descrédito de su palabra las coloca en posiciones desfavorables como testigos y como víctimas y, a su vez, favorece a sus agresores. Las travestis y mujeres trans suelen ser recibidas más como sospechosas que como denunciantes o testigos”.
Las crónicas de Martha Ferro sobre las muertes de travestis divergen notoriamente de las que escribieron sus colegas. A fines de octubre de 1987 recorre General Pacheco y entrevista a vecinos de Gina Sandoval, otra víctima de la violencia policial, y contra los estereotipos estigmatizadores recompone su historia de vida y la rescata como “la hacedora de chocolates calientes” para los chicos del barrio y una militante peronista que había sido candidata a concejala en las elecciones de 1983. También escribe un periodismo narrativo avant la lettre: “La última noche que Gina salió a trabajar por la Panamericana se vistió con un pantalón blanco a rayas anaranjadas y una remera roja. Su peluca negra ondeaba por el viento y en su cartera llena de perfumes llevaba una foto de su madre. Algo la detuvo en la casa de Giannina –su amiga de la infancia–, quizá la necesidad de contar un presentimiento o una alegría”.
Roja, negra o amarilla
O.A.
Martha Ferro se volvió conocida a partir del estreno del documental Tinta roja. “Este film no tenía por tema las noticias policiales, sino quienes las fabricaban: un grupo de periodistas. Como en las novelas policiales de Raymond Chandler, tipeadores de dos dedos, fumadores pesados, varones jóvenes y viejos y una sola mujer, Martha Ferro, la figura protagónica. Varias escenas la presentaban como una profesional multifacética, con una red de informantes espontáneos en los barrios, atendía denuncias en la redacción y abría expedientes propios”, escribe Mabel Bellucci en Una genealogía sobre la violencia hacia las mujeres.
En la película, Ferro expone su rutina: atiende a personas que se presentan en la redacción, redacta búsqueda de paraderos, llama a la policía para pedir datos de un accidente y a la morgue en busca de lo que requiere especialmente el medio: muertos. Después de un plano sobre un titular que anuncia “Humilde changarín víctima de gatillo fácil”, reflexiona: “En este país los que tienen que administrar la ley son más delincuentes que los delincuentes. Eso lo ves todos los días”.
En el documental Ferro introduce además otra observación que después fue muy citada: “Los pobres se matan con cuchillo tramontina”. De ahí derivó el neologismo policial tramontina para dar cuenta de crímenes en periferias y villas miseria, y una reflexión más general sobre el oficio: “En los hechos simples está todo”, y no es necesario tratar los grandes acontecimientos para observar los procesos sociales que hacen síntoma en la crónica, sea roja, negra o amarilla. “De ahí, quedó impresa la estrecha relación entre esta cronista, conocedora de la calle y de la policía, con la violencia de género. El film Tinta roja, sin saberlo ni quererlo, configuró un mito alrededor de Martha sobre sus dotes en visibilizar la violencia hacia las mujeres”, agrega Bellucci.