Gladiadores en la arena, un rinoceronte, babuinos salvajes, la multitud enfervorizada, el "pan y circo" romano, emperadores patéticos, conspiradores e intrigantes, todo lo previsible para reducir a Roma al montaje de un divertido entretenimiento, cuya producción costó más de 300 millones de dólares. La remake de Gladiador (2000) timoneada por el negocio cinematográfico, cuya única "creencia suprema" es multiplicar las ganancias.
Algunas remakes acaso superan la primera versión, como quizá, y esto es subjetivo, claro, Blade Runner 2049, de Denis Villeneuve, o Bram Stoker’s Dracula, de Francis Ford Coppola.
Pero este no es el caso. En la primera versión, todo era subsanado e iluminado por el carisma de Russell Crowe, que rebosaba una impresión convincente de épica romana, en su condición del general Máximo Décimo Meridio, y luego de gladiador esclavizado, y secundado por instituciones de la calidad actoral como Richard Harris, en el rol del emperador filósofo estoico Marco Aurelio, y Oliver Reed, el jefe de los gladiadores, que murió repentinamente de un ataque al corazón durante la filmación.
A la aceptación de la primera “Gladiador” mucho contribuyó la música de Hans Zimmer y la voz etérica de Lisa Gerrard. En su continuación, casi todas las cualidades aceptables de la primera se desvanecen. Lo que sorprendía al principio se convierte en una imitación que gesticula una mueca desgastada.
Lucila (la danesa Connie Nielsen) es la hija mayor de Marco Aurelio. Su hijo, Lucio Vero, protagonizado por Paul Mescal, es el personaje en el centro de la escena. A pesar de su buena actuación, su presencia es anémica ante la luz superior de Crowe; e incluso le hace sombra el general Marco Acacio, encarnado por Pedro Pascal, actor chileno nacionalizado estadounidense; y el dúo de emperadores hermanos de Geta y Caracalla, en su extravagancia, exudan menos densidad dramática que el Cómodo de Joaquin Phoenix, hijo de Marco Aurelio. El papel de Denzel Washington, como el intrigante Macrino de origen africano, sobresale claramente en la medianía. Pero su participación no impide que el dramatismo y la épica de la primera versión de la película de Rydell Scott, que se repite a sí mismo, se desdibuje en un remedo depreciado.
Pero más allá del mero entretenimiento, el costado favorable de Gladiador II es, sin quererlo, avivar el interés por Roma y una cultura antigua. Ese interés sólo se convierte en real si el mero pasatiempo olvidable da impulso a una inmersión en la Roma imperial que es ignorada o distorsionada.
Salvo la toma por asalto de la fortaleza en la provincia de Numidia (entre lo que hoy es Argelia y Túnez), toda la atención es puesta en el coliseo, ámbito de los gladiadores, como usina de entretenimiento por excelencia, con adornos extravagantes: un gladiador que ataca montado sobre un rinoceronte, un amenazante babuino no convincente generado por imágenes computarizadas; o combates náuticos que sí existieron, pero no con tiburones al acecho de los desgraciados heridos caídos al agua.
La cultura del entretenimiento romana no se reducía a los combates gladiatorios. En realidad, la organización de la diversión era tema de alta relevancia política. El "panem et circenses" ("pan y espectáculos del circo") se remite a un plan pergeñado por los políticos romanos en el 140 a. C. para manipular a la plebe, obtener su voto, mediante el clientelismo: dar trigo gratis y entretenimiento de modo que los gobernantes seducían y obtenían apoyo desde una falsa imagen de generosidad, que pauperizaba el sentido crítico y fortalecía el conformismo. Juvenal, agudo autor satírico del siglo I dc., en su Sátira X, critica la apelación a los juegos y el masivo obsequio del pan como forma de control social: "...este pueblo ha perdido su interés por la política, y si antes concedía mandos, haces, legiones, en fin todo, ahora deja hacer y sólo desea con avidez dos cosas: pan y juegos de circo".
La esmerada sociedad del espectáculo romana, además de los gladiadores, que eran de muy diversos tipos, suponía el teatro en su faz trágica y en especial cómica; las carreras de atletas de raíz griega de poca aceptación; los combates de gladiadores en los anfiteatros o coliseos (más de 230 se construyeron en todo el imperio); y, ante todo, las competencias de caballos, como veremos. Las naumaquias o combate naval que se representa en el film evoca otra gran diversión romana: en el Trastévere, en la zona oeste más allá del Tíber, el emperador Augusto ordenó la creación de un inmenso lago en el que llegaron a combatir hasta 3000 gladiadores apelotonados en numerosos barcos.
Y la preparación de un gladiador era larga y costosa en el Ludus Magnus, o también conocidos como ludus. Los gladiadores eran así llamados por el uso de la espada gladius, y estaban bajo la conducción de un lanista romano, que los reclutaba, entrenaba, representaba, y los alquilaba a los organizadores de los juegos. La palabra lanista procede del etrusco Lanius ("carnicero").
La procedencia de los gladiadores era diversa: criminales convictos, esclavos, aristócratas en desgracia, incluso hombres libres que se ofrecían voluntariamente para el combate y acaso con el deseo de atesorar una gloria personal.
Los gladiadores no solían luchar a muerte. Por lo general la pelea duraba hasta que uno de los combatientes era herido y se rendía. La lucha que sí era mortal se las llamaba "munera". Un combate, de naturaleza ritual, como parte de la celebración de una personalidad notoria, como un aristócrata o un emperador. En esos casos, el premio era la libertad del gladiador o una generosa suma de dinero.
Pero, como advertimos, el pináculo de la diversión para los romanos eran las carreras de carros, en el Circus Máximus, el estadio más grande de Roma, entre las colinas Aventino y Palatino, de 621 m de largo y 118 m de ancho, con capacidad para 150.000 espectadores (el Coliseo Romano albergaba entre 50.000 y 80.000 espectadores), y con santuarios cerca de las curvas de la pista. Hoy, en el perímetro de sus ruinas plenamente visibles, se celebraron recitales famosos de Génesis y los Rolling Stones, y es el lugar elegido para celebraciones de victorias deportivas, como la Copa Mundial de Fútbol que Italia ganó en 2006.
En el Circo Máximo, los conductores de carros, los aurigas, transitaban la pista de arena con sus veloces cuadrigas entre el clamor de los espectadores y grandes volúmenes de apuestas. Las pasiones que el rodar de los carros producía deslumbra en la clásica Ben-Hur (1959), dirigida por William Wyler y con Charlton Heston.
Gladiadores y batallas náuticas son adecuada proteína para el espectáculo, como los emperadores demenciales. Sin embargo, en contraste con los emperadores patéticos y extravagantes (Cómodo, Geta, Caracalla, para solo mencionar a los implicados en el metraje de Scott, u otros que se podrían agregar como Nerón, Calígula o Heliogábalo), muchos otros fueron buenos administradores y estrategas militares, como el recto y justo Trajano, el de la Columna Trajana, erigida en el Foro romano luego de su exitosa campaña contra los dacios (en la actual Rumania); o Diocleciano, autócrata que intentó mejorar las finanzas, aunque fallidamente mediante el famoso Edicto de los Precios Máximos; o los emperadores de un vehemente interés por la filosofía de origen griego, como el ya aludido Marco Aurelio, el estoico, presencia augusta en “Gladiador”; Juliano II, amante del neoplatonismo, o Adriano, el personaje de la célebre novela de Marguerite Yourcenar, en la que, en primera persona, este emperador helenófilo medita sobre las plenitudes y sinsabores de su reinado, durante el que permaneció largo tiempo en Atenas.
Y en la primera versión de Gladiador y en su continuación se invoca "un sueño romano". La nostalgia por un pasado de valores patrióticos y republicanos, antes del advenimiento del Imperio con Augusto en el 27 a C. El personaje de Lucio Vero mata al usurpador Macrino, y arenga a las legiones romanas para restablecer ese insistente sueño. Ante su pedido, el ejército responde que sí. Un idealismo político legionario que nunca existió. La corrupción y lenta decadencia de las soberbias águilas de los estandartes romanos derivó en la crisis del siglo III, de emperadores-soldados de cortos gobiernos. Casi todos murieron asesinados por sus propias tropas.
El sueño romano era nostalgia de lo anterior percibido como mejor, pero también una idealización. La República romana ardió en devastadores guerras civiles, antes y después de Julio César. Con más realismo, La caída del imperio romano (1964), otro clásico film de Anthony Mann, con Sofía Loren y Stephen Boyd, muestra la venta del trono imperial al mejor postor por la guardia pretoriana, la élite del ejército. Así ocurrió por ejemplo, en el 193, el año de los cinco emperadores. Cómodo, el real, no el de “Gladiador”, que se creía gladiador invencible y encarnación de Hércules, fue asesinado, y el vacío de poder que dejó se pobló de emperadores que compraron el cetro imperial, salvo el último Séptimo Severo, pero que obtuvo y retuvo el trono mediante pingües premios a sus soldados.
El acceso a Roma sólo por la espectacularidad hollywoodense la reduce a estereotipos, luchas y pochoclos. Desde la libertad creativa, la narrativa fílmica se abraza a la historia para ofrecer un tiempo festivo y entretenido, un bálsamo o entretenimiento necesario para el olvido de nuestra angustia. Pero esto también recuerda la diferencia entre lo histórico distorsionado en su pose de diversión, y la historia real, en este caso, de la Roma imperial, como disciplinada fuerza militar conquistadora, causa de gran muerte y sufrimiento; y, a la vez, del legado de una civilización que, por mucho, trasciende el reguero de sangre de los gladiadores en la arena.
*Filósofo, docente, escritor. Página web: La mirada de Linceo: estebanierardo.com. Su último libro, La red de la redes, Ediciones Continente.