CULTURA
Figura del existencialismo

Filosofía en 3 minutos: Sartre

Fue considerado, por largo tiempo, el filósofo más influyente del marxismo occidental, que prosperó en Europa después de la Primera Guerra Mundial hasta finales de la década de 1970.

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Galaxia Sartre. Varias generaciones de escritores se vieron atravesados por la conmoción existencialista. Ya que el prolífico Sartre tiene en su haber una vasta obra que abarca cuentos, tratados filosóficos, crítica literaria, decenas de obras de teatro y miles de artículos. | cedoc

La noción de “marxismo occidental” designa, hasta hoy en día, ciertas corrientes y pensadores de la filosofía marxista que prosperaron en Europa occidental después de la Primera Guerra Mundial hasta finales –aproximadamente– de la década de los 70, cuyo signo fundamental ha sido la divergencia, cuando no la oposición, respecto del marxismo soviético. Se lo caracteriza por operar un desplazamiento (incluso un giro) del interés marxista –de orientación científica– en la economía y el Estado hacia la filosofía, la antropología, la cultura y el arte. Al parecer, formulada por primera vez en 1930 por Karl Korsch ante los críticos de su libro Marxismo y filosofía (1923), y difundida por Maurice Merleau-Ponty en Las aventuras de la dialéctica (1955), luego del fin de la guerra fría y el colapso soviético para muchos ha dejado de tener sentido hablar de un “marxismo occidental”. Con todo, en la actual diáspora del pensamiento marxista, los marxistas occidentales continúan siendo objeto de investigación y estudio. Entre ellos por lo general figuran Korsch, Lukács, Gramsci, Althusser, Goldmann, Merleau-Ponty, la Escuela de Frankfurt y, por supuesto, Jean-Paul Sartre (1905-1980), el más influyente de los filósofos del marxismo occidental por largo tiempo.

Siempre ha sido dificultoso para la tradición marxista (también para el trotskismo, una vertiente del marxismo-leninismo, aun el trotskismo mendeliano) aceptar la heterodoxia, en sus diferentes grados, del marxismo occidental. Con relación al pensamiento sartreano, no menos heterodoxo que el de Merleau-Ponty o la Escuela de Frankfurt, se ha dado el mismo inconveniente en la ortodoxia hegeliano-marxista que no admite, o admite a medias, principios y conceptos, posiciones y objetos de análisis, extraños a ella. En el caso de Sartre, la presencia ab ovo de estratos de la fenomenología de Husserl y la filosofía existencial de Heidegger entreverados con elementos de Hegel y Marx –no necesariamente subordinados a estos– representa, desde ese punto de vista, ya cierta herejía. Si se agrega a esto la temprana atracción de Sartre por Nietzsche, más el dilatado ensayo que le dedicó en la época de Cahiers pour une morale (1947-1948), cuyo manuscrito se ha perdido, y las referencias a las ideas nietzscheanas (a veces criticándolas) en diferentes momentos de su obra, el asunto empeora un poco. Pero sucede que el marxismo sartreano es eso mismo, “sartreano”, y de esa manera, por definición, irreductible a las fronteras y determinaciones de la ortodoxia marxista.

“Acepto con gusto el veredicto de un eminente psicoanalista: no tengo superyo”, dice Sartre en Las palabras (1964), lo cual explicaría los efectos de una infancia sin padre y, lo que es más, su escasa inclinación a convalidar el orden establecido. Jean-Baptiste, el padre, un oficial naval, murió cuando solo había cumplido el año de vida. En la casa parisina de la rue Le Goff de su abuelo materno, Charles Schweitzer (emparentado con Albert Schweitzer, médico y musicólogo, Nobel de la Paz en 1952), el niño Sartre creció entre libros y los cuidados sobreprotectores de su madre Anne-Marie, en la que vio más bien una “hermana mayor”. En 1915, ingresó al Liceo Henri IV en París, donde conoció a Paul Nizan. En 1918, debido al segundo matrimonio de su madre, ella y el joven Sartre se trasladaron a La Rochelle. Regresó a París en 1924 y se matriculó en la École Nórmale Supérieure. Allí comenzó la amistad con Simone de Beauvoir, Jean Hyppolite y Raymond Aron. Más tarde, en 1929, en el examen de agregación (condición para obtener el profesorado), Sartre se destaca como el número uno, seguido por Beauvoir, Hyppolite en cuarto lugar y Nizan con la quinta posición. En 1931, abandonó París para ejercer como profesor en el Liceo de Le Havre.

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Un año más tarde, Aron volvió de Berlín, donde residía becado por el gobierno francés, se encontró con Sartre y Beauvoir y les comentó de la importancia de la filosofía fenomenológica. Sartre, de inmediato, solicitó la misma beca y se instaló en Berlín entre 1933 y 1934, donde estudió a Husserl y Heidegger. La fuerte impronta existencial de este último se manifestó en La náusea (1938), la primera novela. Sin embargo, según la biógrafa Cohen-Solal, hasta 1939 –año en que fue movilizado al estallar la guerra– leyó centralmente a Husserl, asimilando una influencia fuera de toda duda (por demás rutilante en La imaginación, que publicó en 1936, Bosquejo de una teoría de las emociones de 1938 y Lo imaginario, aparecido en 1940). Durante la guerra se lo destinó al servicio meteorológico. Meses después los alemanes lo tomaron prisionero y lo enviaron al campo de internamiento de Trèves, donde permaneció hasta marzo de 1941. En ese período Sartre leyó Ser y tiempo de Heidegger. En una carta a Beauvoir de comienzos de enero de 1940, todavía en funciones militares, le dice que está trabajando en algo novedoso, y que no tiene nada de Husserl, ni de filosofía heideggeriana. Se trata de los primeros esbozos de El ser y la nada, publicado en 1943, en el que convergen, por el contrario, la fenomenología husserliana y el existencialismo de Heidegger.

De regreso a París, Sartre participó en la fundación del grupo clandestino Socialisme et Liberté junto Beauvoir, Merleau-Ponty y otros, de breve duración. Por entonces trabajó en el liceo Condorcet y colaboró con el periódico de la resistencia francesa Combat, en el que escribía Albert Camus, a quien había conocido en junio de 1943, en el estreno de Las moscas. Esta pieza teatral narra el retorno de Orestes a la ciudad de Argos invadida por una nube de moscas, que representan un “símbolo” (de los invasores alemanes, se sobrentiende), como afirma Júpiter al comienzo de la obra. En la escena cinco del acto II se expresa el núcleo de la filosofía sartreana ya expuesta en El ser y la nada, cuando Júpiter, dialogando con Egisto, le confiesa el secreto doloroso de los dioses y de los reyes: “los hombres son libres”. Un año después, Sartre estrenó A puerta cerrada, en la que se acentúa la desesperación existencial –kierkeggardiana– presentada en La náusea. En la habitación infernal en la que se sitúan los tres personajes, uno de ellos, Garcin, pronuncia una de las frases sartreanas más famosas y pesimistas: “el infierno son los otros”.

La verdad es que resultaría muy forzado (y acaso ridículo) interpretar El ser y la nada, con su exaltación de la libertad absoluta del individuo y el desprecio por las convenciones sociales, como un capítulo de la teoría marxista. Las críticas que despertó casi de inmediato, y con más intensidad luego de la finalización de la guerra, provenientes de los comunistas y los existencialistas y personalistas cristianos, entre otros, se dirigieron a reprobar que en la obra no se planteaba una moral solidaria sino, a la inversa, defendía un concepto de la libertad como negación de lo real. Coincidiendo con la aparición de la saga novelística Los caminos de la libertad y de la revista Los tiempos modernos, la conferencia que dio Sartre a finales de octubre de 1945 en el Club Maintenant de París, El existencialismo es un humanismo (luego publicada en libro), fue una respuesta a sus críticos, y también la introducción de algunas correcciones (pocas) en los corolarios éticos de El ser y la nada. En la conferencia se consigna la posibilidad de una moral colectiva, la libertad individual y la subjetividad original se relativiza por la presencia de los otros, y la situación individualizada se convierte en una situación compartida.

En realidad, con la fundación de Los tiempos modernos, junto a Beauvoir y Merleau-Ponty, Sartre inició su actividad políticamente “comprometida” –promoviendo a la vez la figura del “intelectual comprometido”, el engagement sartreano– que requería de solidaridad y de un proyecto colectivo. No debe creerse que este tránsito a la política no se relaciona con El ser y la nada, ni tampoco que es una especie de suplemento. En este voluminoso tratado el “para-sí” (la conciencia, el yo, el sujeto) se encuentra en un mundo “en-sí” de cosas y otros que surgen como posibles para su existencia, y puede escoger esto o aquello, aún más, tiene que hacerlo para ser él, debe elegir entre las diversas posibilidades (todas ellas precarias, mudables) de “ser ahí”. En eso consiste la libertad y la angustia existencial: en elegir posibles, “pro-yectos”. Pero la elección del “para-sí” se realiza en un mundo dominado por la temporalidad, elige inmerso en una situación social e histórica que lo envuelve. El “para-sí” es también “para-otro”, una vez que se le ha revelado que existe otro “para sí”, un Otro situado. En consecuencia, la libertad individual es absoluta pero dentro de una situación, de un marco temporal-histórico.

Sartre tematizó la figura del “intelectual comprometido” en 1948, con el estreno de Las manos sucias, una obra que cuestiona la neutralidad política del intelectual tradicional, y en el guion cinematográfico El engranaje. Por la misma época también impulsó el fallido movimiento Agrupación Democrática Revolucionaria, que se proponía como alternativa a las posturas gaullista y comunista. El estallido de la guerra de Corea en 1950 y del macartismo en Estados Unidos en el mismo año, acercó a Sartre al Partido Comunista francés (PCF), aunque con cierta distancia. La relación se estrechó en 1952 –año en que publicó el provocativo San Genet: comediante y mártir– a partir de los episodios de protesta del comunismo inducidos por la visita a Francia del general Ridgway, comandante supremo de la OTAN en Europa. Estos hechos motivaron la serie de artículos Los comunistas y la paz, publicados en Los tiempos modernos entre 1952 y 1954. En ellos Sartre se mostró favorable al bloque soviético y, al mismo tiempo, propuso una discusión teórica a los comunistas: la confluencia de existencialismo y marxismo a partir de transformar el partido en una comunidad orgánica con las masas. El debate fue rechazado por el PCF y por Merleau-Ponty, quien se alejó de Los tiempos modernos y en Las aventuras de la dialéctica califico a Sartre de “ultrabolchevique” y le atribuyó pretender elevar el partido a portador del espíritu proletario.

De cualquier manera, en 1956, la invasión a Hungría del Pacto de Varsovia (la organización militar del comunismo soviético) producida luego de la revuelta que terminó con la conformación del gobierno reformista de Imre Nagy (del cual Lukács era ministro de Cultura Popular), suscitó que Sartre, según dice en El fantasma de Stalin (1957), se liberara del “marxismo oficial”. Casi una década después, en 1968, en una entrevista con el diario italiano Il Manisfesto, aclaró que cuando escribió Los comunistas y la paz su “elección” política para diferenciarse de Estados Unidos era la defensa del PCF y, sobre todo, de la URSS, acusada de imperialismo. Más tarde entendió que la URSS, al invadir Hungría, como no lo había hecho en 1948 en la ruptura yugoslavo-soviética, y luego en Checoslovaquia, actuaba como una potencia imperialista. Según razona Sartre, en esa misma entrevista, trató de explicar esas contradicciones en la Crítica de la razón dialéctica, publicada en 1960, la segunda de sus grandes obras filosóficas.

Redactada durante la guerra abierta entre el Frente de Liberación Nacional argelino y las fuerzas francesas, mientras Sartre apoyaba la “red Jeanson” (creada por el filósofo francés Francis Jeanson, condenado en 1960 a diez años de cárcel por haber colaborado con la rebelión argelina), esta obra le demandó un gran esfuerzo. Se sabe, como relata Beauvoir en La fuerza de las cosas (1963), que ingería diariamente un tubo de comprimidos de corydrane (una mezcla de anfetaminas y aspirina) para sostener el ritmo frenético de trabajo. El primer tomo se abre con un extenso artículo, titulado “Cuestiones de método”, que había aparecido antes en Los tiempos modernos en 1957, corregido y desarrollado. Allí Sartre sostiene que la filosofía marxista no ha sido superada, en cuanto no han sido eliminadas las condiciones que la generaron. El marxismo, no obstante, tiene una carencia extrema en la medida que impone las leyes de la dialéctica, en la historia y la praxis cotidiana, por sobre la potencia de la libertad que, a su juicio, constituye el principio de la acción política y la moral. Esto es, el marxismo ha caído en el idealismo bajo el supuesto que existe una dialéctica que somete al individuo, de modo que lo considera inepto de ejercer su libertad. Sartre, por lo tanto, propone el método existencialista para investigar la vivencia individual y así explicitar el conflicto social, incorporando el análisis de los sucesos que forman la subjetividad del existente o las circunstancias previas a su inserción en la división social del trabajo. Es el método de Baudelaire (1947), San Genet: comediante y mártir y El idiota de la familia (sobre Flaubert, 1972).

La Crítica, en cambio, consiste en una reconstrucción teórica de la inteligibilidad de la historia como un proceso incesante de totalización y destotalización (una dialéctica abierta), en el cual los individuos se enfrentan con la rareté –“rareza”, también mal traducido como “escasez”– que no le asegura ni la supervivencia ni la satisfacción de sus proyectos individuales. Cada uno de los existentes es una mónada solitaria, sin ningún interés común con otro. En conjunto, componen una serialidad en la situación que se espera suprimir la rareté, cuya consecuencia es la configuración las clases sociales, en las cuales cada existente, en alianza con los otros, pretende realizar su proyecto. En otras palabras, la transformación de lo real depende de la elección libre del existente. Pero, por eso mismo, en la confrontación entre los proyectos de los grupos organizados se impone la preferencia por uno de ellos para superar la rareté, que conduce a su vez a una lucha contra otras serialidades confabuladas. Sartre lo denomina el “grupo juramentado” que busca evitar la autodisolución y el regreso a la cosificación de la serialidad atrapada en lo “práctico-inerte” (formidable concepto sartreano) o materia trabajada, el ámbito lóbrego de las praxis individuales impotentes de totalización.

En cualquier caso, Sartre no logró resolver los muchos cabos sueltos del primer tomo en el segundo, inconcluso y publicado póstumamente en 1985, cuando ya la tutela filosófica sartreana se había apagado, y la articulación entre existencialismo y marxismo que propugnó en la Crítica se fue diluyendo, cuando ha sido su mayor contribución a la teoría marxista. De sus últimos años de vida se recuerda el encuentro con el Che Guevara (acompañado de Beauvoir) en La Habana, el fulminante prólogo contra el colonialismo a Los condenados de la tierra de Fanon, la renuncia al Nobel, el discurso pronunciado en el anfiteatro de La Sorbona en mayo de 1968, su simpatía por el maoísmo, su participación en el Tribunal Russell, la dirección del periódico Libération, acaso el monumental estudio sobre Flaubert. No la Crítica. Tal vez porque ese tratado del último maestro pensador en defender valores universales, según dice Deleuze en un curso sobre Foucault, que Sartre concibió como continuación de El ser y la nada, con su directo cuestionamiento de las leyes de la dialéctica, todavía resulta demasiado herético para la ortodoxia marxista.

*Doctor en filosofía, profesor de UBA y del Centro Cultural Rojas.

Su último libro es La era del kitsch (Alción Editora 2021), Segundo Premio Nacional de Ensayo Artístico 2022 otorgado por el Ministerio de Cultura de la Nación.

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