CULTURA
novedad - adelanto

Fileteado Moreno

Concebida por la propia autora, Por cuatro días locos (Sigilo) es una selección de crónicas, columnas, ensayos y artículos de distintas épocas, en donde María Moreno hace del imaginario popular argentino su territorio personal. San Martín, Evita, Perón y sus caniches, Maradona, Borges, la Coca Sarli, Cristina, el Che son algunas de las muchas figuras que marchan en este desfile que celebra y discute los fulgores y contradicciones de la Patria pop. A manera de anticipo, reproducimos pasajes del libro.

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| néstor grassi

Recordamos a María Moreno en El Rojas, en el bar soviético suelta de lengua, o en las clases de teoría queer que alumbrarían el periodismo trans. Con su sonrisa incisiva, mirando a través de las personas, penetrando cuerpos hasta conquistar un paisaje humano que no calla, aquel barro que siembra chispazos en la sucesión dominante de las palabras. En la literatura de Moreno, porque nunca se trató de periodismo la galaxia en expansión de crónicas de escritorio y vidas callejeras, ensayos irreverentes y materialismo dialéctico, brota el néctar de los acontecimientos que ponen en marquesinas las voces de las minorías y las estrategias de los débiles. “Nosotros somos los bárbaros, más de cross en la mandíbula y que los eunucos bufen”, advierte Moreno en el prólogo de Por cuatro días locos. Pequeño inventario de la Patria pop (Sigilo); eleva la voz esta narradora, poeta y aventurera de Plaza Miserere, y de los suburbios de la Rive Gauche a la Muralla China. Que doblan la esquina. 

Esta selección de textos ordena la biblioteca de la fina entrevistadora de la realidad nacional de la transición democrática, los neopopulismos y el capitalismo salvaje. Porque si en otros textos relevaba plazas, visitadas e imaginadas –Banco a la sombra (2019)–, esparcía microensayos, necrológicas y ponencias –Pero aun así. Elogios y despedidas (2023)–, o memorias familiares del alcohol –Black Out (2016)–, es tal vez el primero en el que la dimensión colectiva emerge explícita. Quizás el texto que mejor desterritorializa la mitología argenta sea Una ficción de San Martín: “Qué destino el mío: fuere donde fuere, veo sangre, en una herida abierta, orografía, y en su chorreadura, cosas de Arcos y Condarco. Los paños de Remedios, la herida del vecino (se me hizo que era fumador de dross), el dorado de Metán, los chinos que eran varios yo los confundía, Aguado, la medalla. Con el opio uno dice ‘no deben haber pasado cinco minutos’ y ya amanece. No sentí venir al chino que se inclinó junto a mi colchoneta y me echó una manta. Lo dejé”. 

El libro está nutrido con artículos aparecidos en su mayoría en Página/12, revista Ñ y compilaciones como el inaugural A tontas y a locas (2001) y el venturoso Al fin del sexo y otras mentiras (2002), en un arco de cuarenta años. A lo Fernando Pessoa, alguna vez María Cristina Forero migra a María Moreno, como pudo vivir en Mariana Imas, Dolly Skeffington o, incluso torturada por la lengua nacional y liberal, en el Petiso Orejudo. Amiga de la escritora porteña de Virginia Woolf, Evita y Maradona, en la Patria Kitsch humedece el barco de sal la siempre renacida Moreno, excéntrica a la tecnocracia imperante y defectuosa frente al brutalismo triunfante. María, literatura de porterías, una artista a futuro.

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Perronismo. “¡Leooón!”, llamó el General Perón. Desde lejos vino corriendo un perro. “¿Vieron?, lo llamo ‘León’ y viene pero no es un león. Es un perro”. Una anécdota más del General, pero siempre con una enseñanza o mejor dicho con una instrucción política. La de esta podría ser: una cosa es un nombre que puede cambiar la identidad –un perro por un león– y otra tomarlo por un león, o sea: “La única verdad es la realidad”.

El General no tenía perros, tenía perritos con sus respectivos nombres de perros, nada de apelativos humanos (“La única verdad es la realidad”) o grandilocuentes como utilizó en sus primeros escritos, Bill de Caledonia. Un hombre lector del Martín Fierro, en donde “perro” es un insulto, firma como un perro de raza cuyo nombre suena a los de la oligarquía (¡Perros!). Pero eso fue antes, con velada alusión a su propio origen, Bill era un perro de la Patagonia, donde nació.

Pero tener perros presidenciales exigía ejercer su inteligencia semiológica. Y por supuesto, nada de pastores alemanes, es decir policías. Nada de razas cazadoras, guerreras o asesinas como los pastores alemanes de raza pura, el último de los cuales Hitler hizo asesinar en el búnker del final. Sino caniches, cobradores de piezas menores, labor que rara vez ejercían. Se llamaban Tintolita, Negrita, Canela, Puchi, Canelita, nacidos en sucesivas generaciones, y nada de bautizar con un mismo nombre a un perro vivo en memoria de un perro muerto. Los perritos bandidos aparecen a partir de Evita, que tenía como preferida a Tintolita, que vivió con angustia humana la muerte de la abanderada de los humildes.

El amor perro, como metáfora del amor incondicional, debería atender a lo que este enseña de fidelidad por sobre la contingencia y la reciprocidad, más que sobre la obediencia y el dominio. El preferido del General era un enrulado ejemplar de color castaño llamado Canela; cuando el caniche tuvo una nieta, la bautizó Canelita, la diferencia no era para él de géneros sino de generaciones y es difícil reconstruir el árbol genealógico incestuoso pero era Canela con el que se identificaba: “Canela ya tiene diez años, es el abuelo. Es un exiliado como yo y me ha seguido en todas”, se quejaba desde España. Cuando el perro murió, no había terminado su exilio: lo enterró bajo un algarrobo en la quinta 17 de Octubre, en Puerta de Hierro.

El analista Jean Allouch, tan francés como un caniche, estaba preocupado por el hecho de que Freud tuviera varios perros de la misma raza con el mismo nombre: “¿En qué se convierte el duelo freudiano teniendo en cuenta semejante práctica?”, pregunta. Pero esa práctica no es una singularidad de la casa Freud sino una costumbre común. Y si, como dice Allouch, un perro jamás confunde a su amo con otro, el amo no confunde a un perro con otro –aunque sean iguales– y sucesivos cachorros de la misma raza no le ahorran el duelo de cada muerto. Y los perritos bandidos no confundían al General con ningún otro hombre. Sus manos desaparecidas de su cadáver alguna vez fueron bautizadas por las caricias que prodigaba a sus caniches, “cuchas voladoras”.

Pero ni los gustos privados de Perón dejaban de ser políticos: en 1954 impulsó la Ley de Protección Animal (14.346), aún vigente, e intentó imponer una ley penal que castigaba a los torturadores de animales hasta con cinco años de prisión, pero en Diputados dijeron no. Actualmente los caniches no son perros de lujo, de oligarcas. Los crían los inmigrantes peruanos, bolivianos, chilenos, fueron perros de disidentes sexuales, vía el modisto Paco Jamandreu.

“Cuando el General murió, Canelita y Puchi andaban olisqueando el féretro para disgusto de Isabel, que odiaba los perros”.

Inédito (2024), de María Moreno en Por cuatro días locos. Pequeño inventario de la Patria Pop, junto a Día de brujas (1989).

 

Postales 

Travestis

Mil quinientos hombres han llegado en los bergantines de Pedro de Mendoza. El hambre, las pestes y las flechas los reducirán a quinientos. Algunos vienen cubiertos de chancros sifilíticos, los paños íntimos y el bombachón de listones de seda acartonados por un pus maloliente. Bajo los cascos, las cabezas arden de fiebre y los ojos se ciegan luego de las noches en alta mar que han reproducido durante meses una y otra vez el mareo hipnótico del agua que pasa. Son las mujeres las que deben velar los fogones, cargar las ballestas, avisar a gritos cuando se acerca algún indio, sembrar, carpir, cosechar lo poco que crece en los parajes del fuerte y, al subir por el Paraná en busca de alimentos, tomar el remo, sondar de proa y esgostar el navío. Van vestidas de varón aunque no han desobedecido los deberes que se juzgan propios de su sexo: varían la receta del monótono pescado que les proveen los timbúes, consuelan con palabras maternales, mintiendo sobre las minas de plata y las tierras fértiles y pobladas de ganado que existirían en un punto siempre cercano. Las que han parido durante el viaje dejan de lado a sus hijos y dan de mamar a sus compañeros. Esta es la primera escena de moda argentina: una dama vestida de caballero con las mangas arremangadas para hacer mejor las muchas tareas que se le encomiendan, una chaqueta desabrochada de la que asoma un seno redondo e inflado con una gota de leche en la punta.

Igualdad

Al desembarcar en el estrecho de Ponsonby, el indio fueguino Jemmy Button lleva guantes de cabritilla blanca, botas de caña alta y galera. Desde que el capitán del Beagle, Robert Fitz Roy, lo comprara a cambio de un puñado de botones, no había vuelto a casa. Había estado en la corte del rey Guillermo y la reina Adelaida, tornándose atildado y melindroso. Los indios de su tribu son altos y desgreñados. Tienen la cara pintada con bandas rojas y blancas y depilada mediante conchillas. Van envueltos con una piel de guanaco y grasa, atuendo que conservan aun bajo la nieve. Cuando lo ven descargar la donación hecha por la London Missionary Society –bandejas de té, escupideras, vajilla, sombreros de castor y sábanas de hilo–, miran con atención. Su madre y sus hermanos se le acercan pero, al descubrirle las botas, le tienen miedo. Solo cuando Jemmy abre un baúl y reparte, entre todos, ropas europeas, comienzan a reírse y a tocarlo. Es que ahora, luego de haberse transformado en diferentes al mismo tiempo, vuelven por fin a ser iguales.

Justicia

Hipólito Yrigoyen, que tiene fama de austero, siempre felicita por el ahorro de usar el mismo traje a dos diputados que tienen idéntico palm beach. Para persuadirlo de que no es el mismo, deciden usar cada uno el suyo al mismo tiempo. El presidente les dice: “Ya era hora, no sea que porque el otro tenga el traje, haya uno que tenga que faltar a sus deberes faltando a la Cámara”.

Cabecita

El cabecita negra forma parte de las 154 especies recordadas por Guillermo Enrique Hudson y preciosamente descriptas y clasificadas por él. ¿Es por su paulatino pero indeleble avance sobre las ciudades, por su canto monocorde pero pegadizo y su costumbre de andar en bandadas, que ese nombre se impuso con malevolencia para nombrar a los hombres oscuros del país de adentro, no afrodescendientes aunque también, de sangre india, mestiza? ¿No era más certera la palabra “tordo” para aludir desde el desprecio a los de piel oscura en lugar de que esa palabra nombrara algo totalmente opuesto: gentes de diploma, generalmente blanca como canarios? ¿O nombrar a aquellos hombres por la cabeza aludía al encono provocado por lo que sobresalía cuando estos se calaban el traje de ciudadano integrado, considerado inmerecido por la burguesía cara pálida?

Ese hombre, Guillermo Enrique Hudson, murió ignorando dos cosas: que sin querer había contribuido con una analogía injuriosa y que, en algún momento de la historia, los argentinos nombrados como pájaros serían cobijados en la jaula protectora de unos brazos a los que hoy les falta la nitidez de la forma y el acabado humano de las manos: los del General. Cabecita negra, injuria que su compañera transformó en orgullo con la expresión “mis grasitas”.

El pie

En la generación del 80, los autores tienen el fetichismo del pie, lo que podemos considerar, más allá del plano erótico, un indicio más de que la nación rubricaba hasta en los deseos que llevaban al lecho su independencia de España. El Estado se consolida al compás de las ballerinas de raso con taco carretel citadas en los textos de Eugenio Cambaceres, Antonio Argerich, Lucio V. López.

“Una pollera corta de tul de seda color fuego, estrecha, determinaba como un calco las líneas misteriosas del cuerpo, dejando ver bajo el ruedo un zapato de raso del mismo color, sumamente escotado, en el que aparecía el más bello y atractivo pie de mujer” (Lucio V. López, La gran aldea).

“Se había sentado; iba a ponerse las medias. Al cruzar una sobre otra las piernas, alzándose la pollera, mostró el pie, un pie corto, alto de empeine, lleno de carne, el delicado dibujo del tobillo, la pantorrilla alta y gruesa, el rasgo amplio de los muslos y, al inclinarse, por entre los pliegues sueltos de su camisa sin corsé, las puntas duras de sus pechos chicos y redondos” (Eugenio Cambaceres, Sin rumbo).

“Los ojos de aquel se detuvieron entonces en el pie de la primadonna, cuyos dedos se dibujaban calzados por los dedos de seda de la media, en la inflexión elegante de su pierna, a la vez esbelta y gruesa, que el recogido de su pollera de Aída descubría hasta más arriba de la rodilla” (Eugenio Cambaceres, Sin rumbo).

¿Será que el pie de la criada de Sívori atenta contra el pie como fetiche y lo instala en la anatomía social? ¿O por tratarse de un pie que, de ser autogestionario (como el de la que cose para afuera) o fabriquero, sería el pie que dará aquel mal paso del poema de Carriego pero nunca se ofrecerá pasivamente a los ojos del mirón?

Para Freud, el fetiche es metonímico, un bajar la vista ante el lugar donde el perverso polimorfo creía el falo materno: de ahí la preponderancia del pie y su cebo en forma de estuche, el zapato. El pie es también eso que se asoma a un borde peligroso: el de la falda que se recoge para ponerse a andar. Lo que corre el peligro de pisar el barro, en la desubicación del “meter la pata”.

Tanto en la mujer como en el hombre el pie conserva su tabú y sus dimensiones reducidas. Pero así como el fetiche puede ser maltratado, el pie, al pasar al campo social y cambiar de sexo, es dato del rango. En tiempos en que Sívori pintaba a su criada, solo en París se podía ser patón porque el príncipe de Gales lo era y eso daba al pie un cambio de sentido: para alejarse del mono era preciso tener sangre azul. El pie plebeyo, en cambio, era motivo de una mofa y un sarcasmo sin disimulo. El criado Taniete, personaje de Pot-pourrí, novela de Eugenio Cambaceres, es motivo de la burla del narrador, quien le describe el pie “ancho como cimiento de tres ladrillos”.

Los pasos de Taniete están purificados por la honestidad de un oficio que los fija en determinados itinerarios legítimos y supuestamente acordes con su posición de subordinación a un amo paternalista, son los del inmigrante que escapa de la tentación de sindicalizarse, escapando hacia adentro, hacia la casa patriarcal para la que sirve. La criada de Sívori es pariente del inmigrante que, como Taniete, representa en los textos del 80 y que corre el riesgo del encierro al compás de la sífilis y el alcohol en las fronteras del hospital, la cárcel y el manicomio, y cuyos pies van diseñando las zonas expulsables de la ciudad moderna, del “crosta” de botines destartalados, de la muchacha del atado, del buscador de pensiones, del “squina drita”, palabra que más tarde Roberto Arlt verá en el origen de la palabra “esquenún”, un transgresor de la ley de vagos dictada en 1815 que, aunque sedentario, es una figura peligrosa en potencia, puesto que bien podría correr hacia el delito o la anarquía”.

◆ ◆ ◆

—¿Todavía están lavando? –pregunta el joven a alguien que está del otro lado del teléfono. Podría ser un mayordomo que interroga a un miembro de su cuadrilla de subordinados y que está en el primer paso del arreglo de un salón para banquetes, antes del mantel blanco y de los adornos florales. Pero lo que están lavando son los huesos de un hombre, el Che Guevara. El joven, con un repentino gesto de conciencia histórica, indica: “Si la máquina está fallando, compren otra”.

En 1984 la Conadep, por pedido de la organización Abuelas de Plaza de Mayo, hizo venir al país a un grupo de investigadores de la Asociación Americana por el Avance de la Ciencia. Entre ellos había un tipo de aspecto bonachón que era experto en la identificación de cadáveres producto de catástrofes aéreas y crímenes de la mafia. Se llamaba Clyde Collins y usaba sombrero tejano y chapa de sheriff.

Cuando la Conadep concluyó que la respuesta a la pregunta por el destino de los desaparecidos estaba subordinada a los avances que se produjeran en la individualización de los responsables de la acción represiva, Clyde Collins Snow meneó la cabeza e hizo una mueca casi irrespetuosa.

—Si usted puede descubrir quién era esa persona y cómo murió, esto a menudo lo lleva directamente al asesino.

El joven del teléfono está en el Equipo Argentino de Antropología Forense formado por Snow. Él lee en los cráneos la trayectoria de una bala, remueve archivos de dentistas, escucha a una madre que repite insistentemente una fecha, repasa colecciones de diarios de la década del setenta y compara. ¿Hubo un traslado en El Vesubio? ¿Cuántos meses después de la fecha que la madre repite y repite? ¿Estaba X entre los trasladados? ¿Figura su nombre en la noticia del enfrentamiento? ¿Dónde? ¿Zona sur? Entonces puede estar entre los 160 N.N. exhumados en Avellaneda.

Lo que más impresionó a los hijos de X, junto al cráneo de su padre –había sido identificado entre otras cosas por un clavo en el fémur, implantado luego de un accidente de moto–, fueron los zapatos. Eran unos borcegos claveteados todavía en uso, de mochilero.

La primera vez que el joven tuvo que entregar una cajita de restos a los deudos, se largó a llorar.

Clyde C. Snow lo consoló:

—”Uno puede trabajar de día y llorar de noche”.

 

Selección de Postales (2002), de María Moreno