Escribir sobre Borges resulta, desde luego, una tarea incómoda. Menos por la inmarcesible altura a la que los lectores, escritores, periodistas, críticos y académicos lo han encumbrado que por la palmaria imposibilidad de decir, sencillamente, algo nuevo, productivo, respecto de su obra. Ocurre con Borges, claro, como con cualquier otro genio clásico. Y si bien fue el propio Borges el que inmortalizó, casi a modo de boutade, la idea de que un clásico se funge en el libro infatigable capaz de “interpretaciones sin término”, pareciera que, de un tiempo a esta parte, las interpretaciones sobre su obra no hacen más que girar en torno a una serie de lugar comunes, de lecturas vacías.
Uno de los que se atrevieron a leer en serio a Borges –esto es, a leerlo productivamente, lejos de cualquier solemnidad o, por el contrario, diatriba personal o ideológica– fue el crítico, profesor, ensayista y narrador Ricardo Piglia (Adrogué, 1941-Buenos Aires, 2017). Eterna Cadencia acaba de publicar Borges por Piglia, las clases que el autor de Respiración artificial dictó en la TV Pública durante el año 2013. Volumen singular, cuenta también tanto con los intercambios que el autor mantuvo con los invitados al programa (María Moreno, Horacio González, María Pía López, entre otros), como con el público presente. Del mismo modo, en el anexo se suman algunas fotografías, los guiones de las clases y una entrevista inédita que Piglia y Mario Szichman le hicieron al autor de Historia universal de la infamia.
Conversamos con un puñado de autores y críticos para explorar, desde sus perspectivas, el modo en que Piglia leyó a Borges y la manera, simultáneamente, en que el primero exploró al segundo a través de un medio de masas como el televisivo.
Borges en televisión. En un país como la Argentina, la divulgación suele tener mala prensa. Las razones, si bien diversas, se entroncan probablemente en la envidia del conocimiento ajeno o en la mezquina concepción de que compartir un saber equivale, necesariamente, a una práctica exhibicionista. Desde luego, existe también la mala divulgación: por caso, la que, paternalista, modifica su objeto en aras de una “bajada” acorde al público general. No es, desde luego, lo que Ricardo Piglia hizo con Borges en el ciclo de la TV Pública. Muy por el contrario, logró convertir en verdaderamente públicos y masivos sus célebres seminarios. Porque de eso se trata en los “episodios” de Borges por Piglia: de clases universitarias dictadas por televisión.
“Estas clases televisadas –comenta a PERFIL la crítica Graciela Speranza– son un ejemplo claro de la crítica tal como la entendía Piglia y de sus muchas virtudes como un verdadero maestro. La crítica podía ser un ejercicio de racionalidad apasionada, capaz de revivir la conmoción a la vez intelectual y sensible de la lectura, con un lenguaje transparente que no renuncia a la densidad del análisis sino más bien lo condensa. La inteligencia de Piglia para resumir años de lecturas en un argumento preciso, a veces en un aforismo o una máxima, sus iluminadoras relecturas de los clásicos y la generosidad con que leía a sus contemporáneos brillan en sus clases como con una especie de música del pensamiento, que acerca las ideas y los hallazgos críticos al goce más inefable de la ficción. Y brilla además el humor sutil con que podía coronar un argumento con una anécdota o un chiste”.
Por su parte, el escritor y crítico Martín Kohan asegura: “Me parece admirable, e incluso modélica, la manera en la que Piglia logró moverse en esos dos espacios: el de la docencia universitaria y el de una divulgación más amplia, más abarcativa”, cuenta a PERFIL. “Y lo hizo sin rebajar ni simplificar los saberes que ponía en juego, una trampa en la que a veces se cae cuando se trata de divulgación. Hoy parece necesario resaltar que se trataba de su trabajo como docente en el ámbito de la educación pública, por una parte, y por otra, de contar con un espacio en los medios públicos para difundir conocimientos. Como el trabajo en ámbitos públicos hoy se ve frecuentemente desmerecido, esas clases de Piglia no dejan de remitirnos a un tiempo (un tiempo cercano, pese a todo) en que contaban en cambio con un marcado reconocimiento social. Generar y poner a circular conocimientos, en la educación pública y en medios públicos de difusión, solo puede volverse algo desdoroso desde un ideario de embrutecimiento general. Pero hoy no es raro encontrarse con impugnaciones de esa índole”.
En las clases televisivas Piglia expuso la otra faceta (más allá de la de escritor y ensayista) por la que era ampliamente reconocido: la del prestigioso profesor. Como tal, nunca condescendiente ni subido a ninguna tarima simbólica, hablaba y explicaba con pasión sobre lo que, en última instancia, llamaría en diferentes oportunidades “los libros de mi vida”. En esa concepción del otro como interlocutor válido (a diferencia de la perimida concepción del estudiante como tabula rasa) se leen los ecos de cómo el propio Piglia experimentó sus propios encuentros con Borges. “Tenía una forma inmediata y cálida de crear intimidad –escribe en sus Diarios–; Borges (…) siempre fue así con todos sus interlocutores: era ciego, no los veía y les hablaba como si fueran próximos, y esa cercanía está en sus textos, nunca es paternalista ni se da aires de superioridad, se dirige a todos como si todos fueran más inteligentes que él, con tantos sobrentendidos comunes que no hace falta andar explicando lo que ya se sabe. Y es esa intimidad la que sienten sus lectores”.
Los libros de mi vida. En un sentido (en el sentido que él mismo se ha encargado de producir), la historia de vida de Ricardo Piglia está signada por un conjunto de escenas atravesadas por la potencia emocional: la potencia, fundamentalmente, de una serie de lecturas o, mejor dicho, de efectos de lectura. No de un autor, no de uno o varios libros, sino de lo que el acto de lectura produce en el que lee (y en quien observa leer). “El valor de la lectura no depende del libro en sí mismo –escribe en el volumen I de sus Diarios– sino de las emociones asociadas al acto de leer. Y muchas veces atribuyo a esos libros lo que corresponde a la pasión de entonces (que ya he olvidado)”.
En la historia o novela personal de Piglia, una primera escena resulta fundacional y se encargará, por eso mismo, de referirla en distintos lugares. Son los albores de 1943. Un enero caluroso en la casa de Adrogué. El niño Ricardo cuenta con tres años y observa cómo, hipnotizado, su abuelo Emilio lee un libro en un sillón de cuero. Acto seguido, toma un volumen de la biblioteca y se dispone a leerlo en la puerta de su casa. Como llegado de un sueño, o de una ficción, ingresa al cuadro un desconocido que, antes de proseguir su caminata, le advierte que tiene el libro al revés. “Pienso que debe haber sido Borges –escribe Piglia–. En ese entonces solía pasar los veranos en el Hotel Las Delicias, porque ¿a quién sino al viejo Borges se le puede ocurrir hacerle esa advertencia a un chico de tres años?”.
En cierto sentido, dirá Piglia, siempre ha leído al revés, o ha comprendido, cuando menos, que hay diversos modos de lectura. En lo que concierne a lo que llama la “lectura del escritor”, la anécdota, cuándo no, involucra al autor de El Aleph. A sus mozos 18 años, Piglia invita a Borges a dar una charla en la Facultad de Humanidades de La Plata, en la que estudiaba Historia. Con el atrevimiento que confiere la juventud, Piglia se atreve a espetarle al otro que el final del cuento La forma de la espada no tiene una resolución del todo correcta porque ofrece (supuestamente) más información de la necesaria. “Ah, usted también escribe cuentos”, comenta Borges, por toda respuesta. Más adelante, Piglia comprendería que el autor de Ficciones estaba condensando la idea de una lectura del escritor, esto es, el intento por dilucidar la manera en que los textos se construyen para posteriormente imitar o distanciarse de dicha forma. “Escribir, me estaba diciendo, cambia sobre todo el modo de leer”.
¿Y de qué modo, en efecto, leyó Piglia a Borges?
“Piglia no solo releyó a Borges en uno de los grandes textos de la crítica argentina, Ideología y ficción en Borges –afirma Graciela Speranza–, sino también en sus ficciones y sus entrevistas. En ese ensayo capital no solo articula la tradición local y la europea en el relato familiar sino que, apartándose de la lectura ideológica esquemática y el textualismo de aquellos años, consigue leer en la literatura relaciones y conflictos que están más allá de ella misma. Afiliándose a la tradición de los grandes críticos marxistas que leen buscando una forma capaz de mostrar la trama invisible que reúne lo estético y lo social, sus lecturas microscópicas van detrás de nuevas formulaciones breves que alumbren la tensión del mundo social y concentren lo disperso. Sin duda, pudimos leer a Borges de otro modo después de Piglia. Sus lecturas alimentan, al mismo tiempo, muchas de sus novelas y relatos, en una mezcla indiscernible de crítica y ficción que es quizá la marca más personal de su literatura”.
“Entre las distintas estrategias literarias empleadas para ‘salir de Borges’ (la de Manuel Puig, la de Saer, la de Fogwill, etc.), la de Piglia –sostiene Martín Kohan– tiene la particularidad de valerse de elementos borgeanos. Remite en este sentido a lo que propuso Josefina Ludmer en un artículo llamado justamente así, “Salir de Borges”: que los recursos para lograrlo estaban en el mismo Borges”.
La lección final. Como enseña la literatura, y Piglia se encargó de subrayarlo, es el final el que otorga el sentido. De allí la necesidad de ofrecer una última imagen. Así las cosas, por medio de sus íntimos, el autor volvió a contactarse con Alejandra López, fotógrafa para la que ya había posado. Era hora, justamente, de una última sesión de fotos. El primer volumen de los Diarios de Emilio Renzi estaba por aparecer. Al respecto, López asegura a PERFIL: “La verdad es que el pedido de fotos cuando él ya estaba con la enfermedad tan avanzada nos extrañó a todos, incluso a su círculo más cercano. Porque otra persona tal vez hubiera ocultado su estado y hubiera usado fotos anteriores –comenta la fotógrafa–. Pero él lo tenía clarísimo: quería ser fotografiado para ese libro. Mi sensación es que él quería dar testimonio de que estaba vivo. Nunca la fotografía fue tan clara en su propósito primero: el de dar cuenta de que algo o alguien ‘es’ o ‘ha sido’. Pienso también que era una manera de mostrar sin dudas que él era el hacedor del libro, que a pesar de la enfermedad su cabeza seguía intacta y él era la misma persona luminosa de siempre, dentro del encierro de ese cuerpo que dejaba de funcionar. Dicho de otra manera, que, aun en el final, era él con toda su lucidez. Personalmente, me pareció un gesto de una valentía absoluta, una afirmación contundente”.
En Formas breves, Piglia escribió: “Los finales son formas de hallarle sentido a la experiencia. Sin finitud no hay verdad, como dijo el discípulo de Husserl”. Prosigue, en este mismo ensayo sobre el cuento: “La literatura (…) trabaja la ilusión de un final sorprendente, que parece llegar cuando nadie lo espera para cortar el circuito infinito de la narración, pero que sin embargo ya existe, invisible, en el corazón de la historia que se cuenta”. Como sostenía Kafka, es probable que, al comienzo, todo relato parezca ridículo o insulso; sin embargo, si “su existencia está justificada”, el cuerpo, la forma del cuento, lleva inscripto su propio final. La vida de Piglia encarna, en cierto sentido, esa mismísima proposición.
Al igual que Borges, un estoico de pura cepa al que jamás se le oyó una protesta por un hecho traumático por definición como la pérdida de la visión, Piglia llevó su maldita enfermedad, la esclerosis múltiple, con altura envidiable, con el humor y la ironía que lo caracterizaban. Para alguien que hizo de la literatura su forma de vida, Piglia comprendió como pocos esa lección, algo mezquina e injusta: el final pareciera ser lo que, fundamentalmente resignifica todo, tanto en la ficción como en la vida. Qué mejor que sobrellevarlo con dignidad y convicción, mirando de frente a la cámara, al lector, a sí mismo.
“Un escritor que se ganaba la vida”
(Extracto del libro)
“Borges no era un aerolito como se le hace aparecer a veces. Me refiero a los mitos que se construyen alrededor de Borges. El mito del viejo ciego sabio que es un gran icono mundial. Borges trabajó como trabajamos los escritores en Buenos Aires. Hizo de todo. Se ganaba la vida como nos ganamos la vida nosotros. Hizo periodismo, dirigió el suplemento cultural de Crítica, que es como decir hoy el diario Crónica. Tuvo a su cargo una sección en la revista El Hogar, que era como la revista Caras de la época, que tenía esa misma idea de mostrar a la gente fina. Y allí hizo algo único: hablaba de Faulkner, por ejemplo, hablaba de El sonido y la furia y de ¡Absalón, Absalón! en 1936, cuando los norteamericanos ni se habían dado cuenta todavía. Sartre empezó a hablar de Faulkner en 1947. En esos textos puede verse el increíble lector que era, se daba cuenta si un libro era bueno. A veces la gente mira al costado para que le digan si un libro es bueno; él se daba cuenta: lean esos textos y van a ver lo que es un lector”.
Piglia para rato
De manera póstuma (el autor falleció el 6 de enero de 2017 en su casa del barrio de Palermo), Anagrama publicó en septiembre de ese ese mismo año Un día en la vida, la tercera y última parte de sus Diarios (o, mejor dicho, los de su álter ego, Emilio Renzi); Los casos del comisario Croce, en 2018, y la edición definitiva de los Cuentos completos, revisada por el autor antes de fallecer, en febrero de 2021. En 2024 la editorial chilena Universidad Diego Portales presentó Ricardo Piglia a la intemperie, un retrato de Mauro Libertella curado por Leila Guerriero. También en 2024 vio la luz Introducción general a la crítica de mí mismo, de Siglo XXI, volumen que recoge las conversaciones con Horacio Tarcus en el Centro de Documentación de la Cultura de Izquierdas de Argentina durante los convulsionados 60 y 70 y, por último, Trece prólogos, piezas que escribió para la Serie del Recienvenido, del Fondo de Cultura Económica, colección que dirigió entre 2011 y 2015. Por su parte, la editorial Eterna Cadencia publicó en 2019 Teoría de la prosa, los seminarios que impartió en la UBA sobre las novelas breves de Juan Carlos Onetti; y como primer volumen del ciclo televisivo de la TV Pública, que se cierra con las clases borgeanas, lanzó, en 2022, Escenas de la novela argentina.