Las sorpresas sobre los adelantos tecnológicos en robótica son tan incesantes como las olas. Recientemente Elon Musk, el CEO de Tesla y creador de otras empresas de vanguardia, organizó el evento “We Robot”, en el que presentó a sus androides Optimus en proceso de desarrollo, ejercitando sus habilidades de caminar y bailar, o servir bebidas, mientras, en las calles, presentaba sus robotaxis, sus autos sin conductor, totalmente autónomos.
Los robots presentados están diseñados para servir a los humanos en diversas faenas cotidianas, y también para el cuidado de personas, para pasear al perro o podar el césped. Optimus, aún de movimientos imprecisos, se presenta como una futura “revolución para la civilización”, y se asegura que estará a la venta a fines de 2025, con un costo inferior a los 20 mil dólares.
Tesla pretende ser proa del mercado robótico, pero compite con Honda, o Hyundai, y su filial estadounidense Boston Dynamics. Y también Fourier, la empresa de robótica con sede en Shanghai, lanzó su última versión GR-2 de robots humanoides, con importantes mejoras por su hardware, software, y su incorporación de inteligencia artificial (IA).
Nos guste o no, se ha iniciado la era, ya sin conclusión a la vista, de la convivencia humanos-robots. La continuación del milenario vínculo entre el sapiens y sus máquinas.
En el imaginario popular, los robots suelen presentarse como figuras humanoides, androides, con una aparente vida autónoma. Pero el robot que simula al humano es solo uno de sus aspectos posibles.
Y en las avenidas de la robótica contemporánea sorprende la aplicación de la inteligencia artificial. Como en Sophia, de Hanson Robotics, compañía con sede en Hong Kong, capaz de entablar una conversación con aparente (solo aparente) comprensión de lo hablado, y con una gestualidad cada vez más semejante a la de sus creadores humanos.
En todos los casos, el principio general de las entidades robóticas se basa en la percepción-procesamiento-acción (PPA). La percepción depende de los sensores para recoger información y registrar el entorno; el procesamiento es mediante algoritmos y software que ordenan la información recibida para tomar decisiones y ejecutar acciones.
Robots para producir y para servir. Hoy por hoy, la robótica industrial tiene un amplio desarrollo en el paisaje tecnológico. Los brazos robóticos de diversos tipos y habilidades permiten la automatización de procesos industriales como la fabricación de automóviles y la manipulación de materiales y ensamblaje. Aquí anida el agudo temor a la sustitución del trabajo humano. En la UE (Unión Europea) se intenta trascender lo robótico solo como peligro y usina de desempleo. En este camino, sobresalen los cobots, los robots colaborativos, cuya función no reemplaza al humano sino que acompaña sus tareas. Empresas como ABB y Mitsubishi Electric compiten por la primera posición en el ranking de fabricantes de robots industriales.
Pero a esta dimensión robótica se le agregan los robots de servicios de aspecto humanoide, lo que incluye al mencionado Optimus. Ya en 2016, Dong Zhuang, el director adjunto de la empresa china de robots de servicios Siasun Robot & Automation, afirmaba respecto a los robots de servicio: “Vamos a aumentar gradualmente el grado de inteligencia del robot para que podamos hacer muchas cosas. Mi idea es que los robots sean como un teléfono móvil que, como antes lo fue la computadora, estén presentes en todos los rincones de nuestra vida”.
Pero los robots de servicios también revisten un aspecto no humanoide, por ejemplo: los robots aspiradores para limpieza doméstica; los robots corta césped para jardines; los robots móviles como el Mars Curiosity Rover (NASA): robot explorador para la investigación en Marte, u otros para exploración en entornos peligrosos; o los robots subacuáticos para exploración oceánica, o diversos robots aéreos teleoperados o autónomos, en su forma de drones.
Una multitud silenciosa, entre los libros y el cine. Aunque no lo advirtamos, los robots ya son una multitud silenciosa en fábricas y ciudades.
La Federación Internacional de Robótica (IRF por sus siglas en inglés) es una organización internacional fundada en 1987, cuyo propósito es el fomento e investigación de la robótica industrial y de servicios a nivel global. Su sede central se halla en Frankfurt, Alemania. Según el informe World Robotics 2023 de esta institución hay 4.281.585 robots operativos en fábricas de todo el mundo; un 10% de aumento respecto al año anterior; y se instalaron 541.302 nuevos robots. Nada impide avizorar que estas estadísticas indicarán números cada vez más altos, año a año.
Los libros sobre robótica son numerosos, entre ellos, por ejemplo: Robótica: de la ciencia ficción a la realidad científica, de Esteban Damián Lannutti, Editorial Ediunc; o Los robots en la vida del ser humano, de Tomás Perales Benito, de RC Libros.
El cine también se nutre del imaginario robótico, entre la ciencia ficción, la crítica social y los temores apocalípticos de una futura rebelión de los androides. Itinerario de sentidos en el que se pueden situar, por ejemplo, la fundacional Metrópolis (1927), de Fritz Lang; Wall-E (2008), producción de Walt Disney Pictures y Pixar Animation Studios, dirigida por Andrew Satanton, con su confrontación entre una robótica humanizada y otra que representa la mera frialdad de la eficiencia; el muy relevante film ciberpunk Ghost in the Shell (1995), en el que en un ciborg asoma la conciencia o el alma de un individuo original; Ex Machina (2014) y su robot inteligente tan manipulador como el ser humano; o claro, Blade Runner (1982), fracaso comercial primero, luego obra de culto, con los replicantes como androides sin empatía, aunque, uno de ellos, Roy Batty, alcanza al final un poder de contemplación poética del mundo del que carecen los humanos del futuro.
Autómatas, robots y literatura. Según el diccionario de la RAE, el autómata es el “instrumento o aparato que encierra dentro de sí el mecanismo que le imprime determinados movimientos”. El autómata reproduce movimientos fijos; el robot, en cambio, trasciende la automatización mecánica y supone la posibilidad de la autorregulación, de cierta autonomía.
Los autómatas son los ancestros de los robots, autómatas de la invención mecánica o de la imaginación literaria.
Detrás del autómata humanoide, de la invención tecnológica o de la ficción literaria, y detrás de los robots androides, subyace el ancestral deseo humano de duplicarse a sí mismo ya no por la vía de la reproducción biológica, sino por sendas extraordinarias.
En el reino de la imaginación literaria, duplicarse a sí mismo por un carril mágico es lo que enciende la imaginación borgeana en Las ruinas circulares. Por las artes de su saber secreto y la fuerza de los sueños, un mago pretende crear un ser que parezca un humano más, y que a nadie haga sospechar de su origen sobrenatural.
Y en la modernidad, en 1816, en el hemisferio norte, ocurre el año sin verano por un inesperado “invierno volcánico” debido a la erupción del volcán Tambora, en Indonesia (la mayor erupción volcánica registrada en la historia). En ese año, en esa estación, Mary Shelley y su esposo, Percy Shelley, visitaron a su amigo Lord Byron en Villa Diodati, Suiza. Ante una propuesta del poeta inglés, y apañada por la fantasía romántica, Mary escribió su extraordinaria duplicación del humano: Frankenstein o el Prometeo moderno.
Otro ejemplo: El hombre de arena, el cuento más famoso del escritor alemán E.T.A. Hoffmann, cultor del romanticismo negro o de la literatura de terror gótico. Publicado en 1817, en el relato, Nataniel, su personaje central, se enamora de Olimpia, supuesta hija del profesor de Física Spalanzani. En el desarrollo de la narración, el enamorado descubre que la mujer deseada es en realidad una autómata creada por Spalanzani y un cómplice. La verdad lo precipita a la locura y, al final, a la muerte.
Y en la línea de la evolución tecnológica, lo automático como antecesor de lo robótico incluye los autómatas de Herón de Alejandría. Los griegos fueron grandes inventores, como Arquímedes, Ctesibio o Filón de Bizancio. Ya Homero alude en La Ilíada a los autómatas creados por el dios del fuego y la forja, Hefesto.
Herón vivió en Alejandría en el siglo I d.C. Fue un ingenioso inventor de diversos aparatos, pero se destacó en la creación de autómatas destinados a provocar asombro y espectáculo; estos expresaban el desarrollo de la mecánica y la hidráulica de la época.
Herón creó ritones, vasos en forma de cuerno o de cabeza de animal, del que manaba agua o vino; jarras que producían agua o licor cuando se las colmaba de líquido; o un mecanismo para abrir automáticamente las puertas de un templo.
Aparato autómata ya con apariencia humana, es obra del relojero del rey Carlos V, el inventor Juan Turriano, en el siglo XVI. Turriano vivió en Toledo, y a él se le adjudica la invención del Hombre de Palo, un supuesto autómata que avanza torpemente por las calles toledanas mientras pide limosnas. Y no es de sorprender que el genial Leonardo da Vinci haya hecho también su aporte al camino de los autómatas como preludio hacia los robots. Leonardo dejó en sus dibujos el boceto para la creación de un autómata humanoide cuando trabajaba para Ludovico Sforza, duque de Milán, y antes de pintar La última cena. Su invención luce como un guerrero revestido de una armadura medieval germano-italiana del siglo XV. El ingenioso caballero solo desplaza sus extremidades superiores y las muñecas. Leonardo concibe su autómata a través de sus estudios de anatomía y de los antiguos textos griegos de inventores de la Antigüedad. Da Vinci también creó otro autómata, un león mecánico programable, construido en 1515 como una alegoría política de la alianza entre los Medici y Francia.
Pero lo más cercano a las actuales máquinas robóticas programables es el escribano autómata del suizo Pierre Jacques-Droz, de 1774, que es la superación de otros dos famosos autómatas del mismo constructor: una organista que imita los movimientos de un humano al tocar este instrumento, y un dibujante, que puede reproducir cuatros dibujos preestablecidos. El escribano, en cambio, con más de 6 mil piezas ensambladas durante seis años, no tiene un comportamiento totalmente definido; es parcialmente programable; hunde la pluma en un tintero, selecciona los caracteres uno a uno y escribe así textos cortos, de unas cuarenta palabras de longitud. Todos los autómatas de Jacques-Droz aún funcionan y tienen forma de niño.
Ese robot tan temido. La palabra “robot” es una derivación del checo robota; su significado es “trabajo forzado” o “trabajo de siervo”.
En 1920, en la obra de teatro R.U.R. (Robots Universales Rossum), el escritor checo Karel Capek empleó el término “robots” por primera vez.
Y la presencia del robot puede ser inquietante. Cuando su forma se asemeja demasiado a la apariencia humana, cuando su imitación de los comportamientos humanos es demasiado convincente, su presencia suele provocar en muchos una actitud de aversión o rechazo. Un tipo de reacción que puede ocurrir aun con la versión de androides amables, como los robots humanoides de Hiroshi Ishiguro, el destacado robotista y consultor de tecnología de Nissan.
La mencionada reacción es un fenómeno psicológico llamado uncanny valley o “valle inquietante”, o a veces “valle inexplicable”. Así lo describió por primera vez, en 1970, el profesor japonés de robótica Masahiro Mori. Pero también cuando el robot muestra un aspecto de un animal de sólida y versátil estructura puede suscitar un temor irritante como los perros robots guardianes de Metalhead (Cabeza de metal), en el quinto capítulo de la cuarta temporada de la serie Black mirror.
Boston Dynamics encontró una forma simple de amenguar la repulsión. La empresa estadounidense de ingeniería y robótica especializada en la construcción de robots desde su fundación en 1992, por el ingeniero Marc Raibert, exprofesor del Instituto de Tecnología de Massachusetts, creó el robot Spot. Su fisonomía era primero puro y desnudo vigor metálico y con un aire amenazante y siniestro; su aspecto inquietante fue resuelto por su versión Sparkles, en la que luce cubierto de una pelambre que le confiere un talante de perro real que transmite una sensación de docilidad, familiaridad y confianza.
La ética del robot. En ciencias de la computación, el efecto Eliza se refiere a la tendencia inconsciente a humanizar los comportamientos informáticos de los bots conversacionales, por ejemplo. La asimilación de los robots a lo humano supone atribuirles conciencia; algo muy lejano de la realidad. Pero en la cultura popular cinematográfica, los robots adquieren autoconciencia y el poder de elegir rebelarse y destruir a los humanos. Terminator (1984) es el arquetipo de esta visión apocalíptica futura. Y el antecesor de Terminator, de Cameron, es Almas de metal (1973), de Michael Crichton, un robot pistolero con los rasgos de Yul Brynner que persigue a los visitantes de un parque temático no con buenas intenciones.
La ética robótica enfrenta no solo este temor respecto a los robots androides futuros sino también cuestiones morales de fondo como el uso de los robots, u otros seres artificiales inteligentes, y las garantías respecto a que actúen en armonía con los valores humanos y no en su contra.
Y todas estas inquietudes cobraron vuelo inicialmente en la ficción literaria. En 1942, Isaac Asimov por primera vez estableció en su relato Círculo vicioso (Runaround), sus célebres leyes de la robótica. La primera exige que “un robot no hará daño a un ser humano, ni por inacción permitirá que un ser humano sufra daño”; la segunda exhorta a los robots a cumplir las órdenes humanas, salvo que ingresen en contradicción con la primera ley; la tercera concede que un robot puede protegerse siempre que esto no niegue la segunda ley. Y a esto Asimov le agregó una ley cero que determina que un robot no puede dañar a la humanidad o permitir que esto ocurra.
Los enunciados de estas leyes presuponen que el comportamiento de los robots es el de una suerte de “máquinas morales”, que no se reducen a una cuestión de pura técnica.
Robots en marcha. La omnipresencia de los robots es un futuro irreversible. El humano interactúa con sus máquinas para dimanar progreso, y también para provocar destrucción. La máquina siempre fue fuerza manipulada. Pero hoy el escenario es iluminado por otros reflectores, porque las máquinas robóticas cada vez incorporan más inteligencia artificial, y una creciente autonomía. Por eso, Jürgen Habermas, en El futuro de la naturaleza humana (2001), advierte que “debemos considerar la responsabilidad y la autonomía de los robots, así como la protección de la dignidad humana”.
Es oportuno el mayor conocimiento de todos los procesos de la robótica de modo de controlar sus amenazas o peligros, de modo que el fin de las máquinas sea el mejoramiento de la vida humana, como lo suscribe el mencionado Hiroshi Ishiguro, director del Laboratorio de Robótica de Osaka: “La robótica y la IA deben ser utilizadas para mejorar la calidad de vida humana”.
Pero ese deseo de una robótica benigna tendrá que lidiar con una larga y dolorosa transición hacia una nueva fuerza laboral, que demanda también una actualización y ampliación de los esquemas educativos presentes.
Robótica e inteligencia artificial, y otras tecnologías emergentes, abren a un futuro que, de a poco, todo lo cambiará.
La sustitución del humano por el robot es un argumento para historias distópicas, pero lo más seguro es que el humano siga siendo el amo y el esclavo de sí mismo, víctima y hacedor de sus guerras, y de sus luchas por el mercado; y el humano será quien vivirá en un cada vez más extendido juego de las imitaciones. Los robots androides imitarán mejor a sus creadores, pero siempre, tal vez, permanecerá la diferencia entre el androide imitador y el humano, que no dejará de ser el gran programador responsable de lo bueno y de lo malo.
*Filósofo, docente, escritor. Página web:
estebanierardo.com. Su último libro, La red de la redes, Ediciones Continente.