CULTURA
entrevista a jorge consiglio

Escape interior

Centrada en los años noventa y con la tensión subyacente del roce impío entre la civilización y la barbarie como elemento escenográfico, Jorge Consiglio compone en La Circunstancia (Eterna Cadencia), su última novela, un retrato descarnado de una porción considerable de la aristocracia porteña. Así, el campo y la ciudad, los caballos de carrera y la venta de arte, la estafa y la muerte se entrelazan con personajes oscuros, de moral endeble, que orbitan en las inmediaciones de la señora Kendell, la excéntrica protagonista de esta fascinante historia.

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Estampa. Jorge Consiglio es licenciado en Letras por la Universidad de Buenos Aires. Trabajó como visitador médico en una empresa oftalmológica norteamericana hasta 2012, cuando decidió dedicarse por entero a la escritura. | néstor grassi

En el dilatado cordón de aparcamiento que se extiende en paralelo a las costas del predio ferial ya no queda espacio. Los vehículos se suceden apilados en una ristra interminable; nadie quiere perderse el espectáculo. Propagados con los ecos tartamudos que ofrece la distancia, asoman destellos de ardientes luces que se amplifican con el resplandor de un incendio selvático. (Se precipita una brisa muy baja, intermitentes rulos de viento acercan el rechinar del cuero asado que expone una viva relente de ajo.) Una vez dentro, centenares de stands desperdigados en disposición coreográfica se entrelazan con vigorosas salas de conferencias que escupen magma de manifestaciones artísticas. El enjambre de médicos fluye serpenteante entre pasarelas custodiadas por frondosas tiras de led blanca y señalética desmontable. Una limpieza de exposición quirúrgica se reproduce en la placa viva desde la Avenida Boas Rodrigues hasta las orillas de la autovía Alvares Lobo, que hoy parece más flaca que ayer. Estrangulado a sus extremos, el afluente almacena las rebabas de la tiricia dominguera. Los días en São Paulo, en este verano primaveral, son tibios y calmos. Y se deslizan, suavemente. Con la delicadeza y el encanto de un vuelo de gaviota. Y con una rapidez similar.

El vocerío llega del sector de comidas con entonación de comedia. Las palabras cursan el aire a ritmos discontinuos. En el centro del predio, demarcado con fajas de seguridad, los empleados de la compañía oftalmológica se esmeran para ejecutar la proeza, espléndidas máquinas de sangre con sus sombras proyectadas sobre la alfombra verde palta. De súbito uno de los vendedores estira la osamenta, cogotea hacia ambos lados a la vez que blande con la diestra un manojo de cuerdas que tensan en lo alto el racimo de globos blancos de látex que almacenan el tesoro. ¡Globo, globo, globo! ¡Elija su globo y gane un premio! ¡Globo! La conexión visual fecunda con una médica que acepta el desafío. Es una mujer sin edad, encantadora. Caderas anchas, los hombros flacos. Luce una cabellera bien alimentada, llagas en las manos, la cara surcada por prepotencia del sol criminal que anida en Santarén, la ciudad donde vive. Su mirada es deslumbrante, profunda, hechicera. Cada puntada que practica persigue el milagro de la transformación.

A escasos metros, Jorge observa el desarrollo de la escena con desazón. Está metido en una órbita gomosa en la que está girando a miles de vueltas por segundo. Como participante de un rito de exploración psicotrópica (Afuera, el sol del atardecer rueda sobre la grama a velocidad de parpadeo, adquiriendo en el deslizamiento tonalidades vesperales, otorgando una luz de fantasía. En escasos instantes la oscuridad llegará precipitada para cerrar el día como una almeja.) ¡Globo, globo! La médica finalmente consigue pincharlo y exponer así el papelito que decreta la recompensa: un termo con la marca de la empresa sobreimpesa en el lomo. El intercambio proyectará el conjuro sobre la figura deshilachada de Consiglio, cuerpo arrastrado por antojo de las expectativas. Luego del asombro, la revelación.

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De pronto me encontré contemplando esa ridiculez y me di cuenta que no podía más, aunque me daba mucho miedo dejarlo. Tenía un salario increíble, la mejor prepaga, una tarjeta corporativa con la que podía comprar lo que quisiera. Pero a la vez sentía que iba a perder la vida por algo que no creía; es muy absurdo darte cuenta que estás dando la vida por una corporación norteamericana vendiendo gotitas oftalmológicas. En ese mismo congreso médico hablé con alguien de recursos humanos para informarle que me iba. Solo me pidió quedarme un año más entrenando al que sería mi sucesor. Ese año fui feliz. De verdad.

—¿Fue a partir de esa decisión que te sentiste escritor?

Ya me sentía escritor, había ganado un premio, pero me sentía sapo de otro pozo. Trabajé más de veinte años como visitador médico; lo curioso de esa profesión es que si estás cómodo, y te aseguro que en lo económico es muy atractivo, podés hacerlo muchos años, tal vez toda la vida. Pero como a mí no me interesaba, paradójicamente empecé a crecer en la empresa, y llegué a tener un puesto gerencial, digamos que el número uno en Argentina… Eso es mentir, te lo juro, yo no sé sacar un porcentaje. Yo seguía escribiendo para defenderme de esa vida enemiga. Cuando decidí dejar la empresa comenzó otra vida, sí, en lo económico y también en mi ocio, en la administración del tiempo libre. Además, a los pocos meses me divorcié, así que el cambio fue total.

En un cuento de El otro lado (2009, Edhasa) la protagonista se dedica por entero al cuidado de la madre, una octogenaria con discapacidad motriz que debe bañar, asistir para comer, medicar, cambiar pañales, y así. Al departamento contiguo se muda una mujer que la vecindad no demora en rotular La Mala; vive con dos perros inmensos, un desenvolvimiento díscolo, vestimenta extravagante, pero lo más sospechoso (inaceptable para el entorno) es que suele raspar el cuero con amantes de ocasión. La cuidadora inicia así una procesión estimulante por los intersticios de la fascinación especular. Pero más allá de la indiscreción, del gusto por el curioseo, ese espejo no la refracta. Entonces La Mala se vuelve búsqueda, fantasía, promotora de ese momento en la vida de una persona –al descubrirse de golpe en el desamparo– que solo debe asumir el rol y traspasar el umbral hacia una existencia totalmente distinta. Es así que una mañana la mujer cierra la puerta con la madre adentro, y al carajo. Hay en Consiglio una atracción tenaz por narrar esa renuncia, la idea del quiebre, de que hay otra vida posible, y la nostalgia que supura por una posible vida que no hiciste.

 

—¿Cómo te llevás con el oficio, ser un escritor profesional?

Un amigo me acercó una imagen extraordinaria: estás parado en un pequeño iceberg que cuando se empieza a hundir pegás un saltito y vas a otro; esa es la vida que nosotros hacemos, de una inestabilidad absoluta. Tuve suerte de ganar el Premio Municipal, que es una guita de por vida. Me encanta ganar guita con esto, y reconocimiento sospecho que también, todos lo hacemos. Cuando escribís tenés la secreta esperanza que te digan ¡Bravo!, porque eso también supone mejores contratos. Además de confirmar que el rumbo estético que enganchaste va por el buen camino.

—El camino de tierra que te deja en la autopista.

Exacto, esa es la idea. Ahora noto que muchos autores hacen espectáculos en el teatro, etcétera, se volvieron celebridades, pero creo que en algún punto te vas al pasto si vas por ahí. Prefiero hacer otras cosas, dar un curso en México que te pagan un poco más... (Junto a la pausa, piensa, ceba otro mate.) 

Hace poco también decidí desvincularme de mi agente literario (Guillermo Schavelzon); muchos escritores consideran una ventaja tener agente para que te lean en Europa. Pero a mí no me funcionó.

En La Circunstancia (Eterna Cadencia), su flamante novela, Jorge Consiglio compone un dispositivo simbólico, con el tiempo como agente omnipresente del soporte narrativo, con piezas que extrae de oscuros yacimientos para dilatar los límites de la belleza y el terror por vivir. Así, la aspiración a otra cosa que hay en los sujetos, la renuncia de la que hablábamos, posibilita una apertura hacia esa zona que reconoce su infinito más allá de la cuantificación, hacia esa sustancia que no puede reducirse a lo genérico de la especie, sino que es el sujeto en y por sí mismo. El “éxtasis de la vida y el horror de la vida” del que hablaba Baudelaire. Con ese recurso llegan hasta el narrador senderos insospechados de asociación que incorpora para la creación del universo de analogías personales. Del útero a la tumba, la totalidad de la existencia. La infancia, la adolescencia, la sexualidad, la religión, la muerte en la caligrafía íntima de la contemplación. En Cómo vivir juntos, Roland Barthes sentencia que el amor es un asunto de distancia; acá es un anexo del expediente mental, con elementos de claridad y lóbregos rincones. En estos símbolos privados hay sin duda campo fértil, tanto para la investigación psicológica como para la exploración estilística. La eficacia narrativa estriba en la administración de la botonera por la que el lenguaje incrementa el ritmo, y los temas que recorre la novela (el campo y la ciudad, los caballos y la venta de arte, la estafa y la muerte) quedan estrangulados por la sustancia operativa de La Circunstancia; porque acá, a diferencia del cuento de El otro lado, los personajes escapan hacia adentro.

—¿Qué desafíos enfrentaste en la construcción de la protagonista, una mujer de clase alta?

Para confeccionar el personaje contaba con el discurso directo que me permite dar su punto de vista. Ella mirando El despertar de la criada de Sívori, por ejemplo. Ahí hay una carga fuerte desde lo ideológico. Y después las miradas de los demás que ella lee, lo que las amigas y su familia piensan de ella. Eso te da una mirada poliédrica que en una novela vos podes permitirte ir alternando estas cosas que nombramos: esos tres elementos entrelazados hacen que uno fabrique una instancia tridimensional con múltiples capas de lecturas. Es un narrador ansioso, lo que me permite escapar del realismo. 

—Una pregunta para nada original, pero a la vez necesaria: ¿cómo nace  “La Circunstancia”?

Hace unos 40 años vi Profundo carmesí de Arturo Ripstein, me impactó mucho, y desde entonces me acompañan dos detalles: la primera escena y la relación entre la protagonista femenina y el asesino, esa conexión impía, el sistema colaborativo entre ellos a partir de necesidades que parecen incompatibles, pero logran ese intercambio como estrategia de supervivencia, lo que tiene algo de perverso que me encanta. Y se suma esta cuestión intolerable de la verdad, en algo chico como son las relaciones de pareja. Me da la sensación de lo que nosotros hacemos es simplificar: te conozco, listo, me quedo con la parte que más me gusta de vos. Pero si llegara a enterarme, como quisiera, de tus lados más oscuros, probablemente se me vuelva intolerable. En el caso de las parejas ocurre algo de eso. Y quise narrarlo.

—Florecen en distintos pasajes la idea de la mentira como recurso imprescindible para reproducirnos en el simulacro. ¿Por qué pensaste en esta estructura circular?

Me preocupa el tema de las estructuras y los finales. Me parece que las estructuras circulares te ayudan a genera un clima de cierre. Por supuesto que el final es un artificio, pero con esta estructura me garantizaba un cierre fuerte.

—En la estructura también vemos un vínculo estrecho con la operación del melodrama: cada capítulo se expresa como unidad autónoma, pero también empuja a la conexión con el siguiente.

Yo había pensado en una estructura que me encanta (señala la biblioteca): allá están Tarzán, Batman, el recurso de folletín. Es cierto lo que vos decís. Que cada capítulo sea una unidad autónoma, tenga una intriga autónoma que haga que te devores el capítulo con hambre, y a la vez si podes combinar una con otra a través de la estrategia del folletín te favorece en dos cosas: la avidez por seguir leyendo, mantener el deseo. En segundo lugar te genera un deseo cohesivo del texto. Es sembrar dos o tres elementos que se repitan. Yo quería que fuera un artefacto complejo que se entrecomunique, por eso el uso de los detalles que tengan una relación entre sí: vos acá tenés un cuchillo, y mucho más adelante ese cuchillo tendrá otro protagonismo.

—¿Qué te interesaba mostrar de la clase alta?

Esa cosa de dispararse entre sí de una manera brava, con fuego cruzado. Yo le tiro a mi papá, él me tira a mí. No hay una cuestión clánica en ese sentido. Si te mato, te mato. Eso genera una idea muy tanática de los sujetos que están dentro de la clase. Por lo menos a una parte de esa clase, que podría ser más trash. Después está la línea católica… tienen como otro sentido, se preservan un poco más, probablemente sean más clánicos. En algún punto se me ocurrió narrar eso, esa desolación extrema. Esa cuestión de no ser amado por quien debería amarte, como tu madre, tu padre, y eso genera una posición de inestabilidad muy grande.

—Cuando trabajabas en la farmacéutica vivías en Recoleta. Imagino que ello habrá alimentado tus conocimientos sobre el objeto a narrar.

Totalmente. En el departamento de al lado había un tipo que jugaba al polo, sabía mucho de caballos, un tema central en la novela. Por otro lado si yirás por los clásicos bares de Recoleta (Daily Coffee, La Rambla), te encontrás con situaciones muy llamativas: había un tipo que de día se la pasaba en la barra del bar, y por las noches aullaba en las esquinas junto a su perro en una esquina. Hay un cruce de gente rarísima. Por más que vivas ahí, te sentís un cuerpo extraño. Además una amiga me arrimó mucha información... Mirá, cuando sus padres se separan, antes de irse del país el viejo les alquila a ella y sus dos hermanas, las tres en la secundaria, un depto de 200 metros cuadrados en Suipacha y Arroyo; mi amiga me cuenta que estaban en ese departamento brutal, pero no tenían plata para comer, ni el padre ni la madre se habían percatado de eso. Entonces vivían fumando y tomando mate. Esa cosa de no pensar en las necesidades básicas, como una marca de tener que aprender a flotar con lo tenga a mano. En la clase alta está muy presente.

—Esa clase alta también aparece retratada en el campo.

Sí, el otro escenario central. Hay algo cruento en el campo, se naturaliza tanto que terminás matando por costumbre. El campo al que yo abrevo, que es el campo de la literatura, por momentos también es un sistema muy cruel, muy instalado. La protagonista es permeable a eso, que luego replica en su vida adulta. Para componer las escenas del campo me guié por dos visiones: la de Pablo Braun (dueño de la librería y editorial Eterna Cadencia), y la de Hernán Ronsino, ellos fueron la fuente desde dos lugares distintos. Y también fueron campos ficcionales, ese campo mentiroso tipo Güiraldes. Ahí corrés el riesgo de que haya un detalle que se quiebre. En algún momento sentí que la novela me pedía que hubiera un momento en que estuvieran absolutamente aislados los protagonistas. Entonces le pregunto a Pablo qué acontecimiento puede provocar eso… y él me sugiere una inundación. Listo. Le doy el texto a Ronsino, lo lee y me dice: ¿pero no se le corta la luz? Tiene que cortarse la luz. Estuve a tiempo de volver a ese detalle.

En ese intercambio entre la cultura urbana y el paisaje rural, los recuerdos se mueven, se multiplican, se ensanchan en círculos por alteración de los sistemas causales. La protagonista y su padre terminan por romper con la inercia que supone reproducir patrones de conducta establecidos. Otra vez: la obsesión de Consiglio por narrar los puntos de quiebre. Dice: “yo quería romper el sistema causal: el padre es un hacendado muy establecido, con su mujer y su hija. Ese sistema causal había que romper. Eso de lo que hablábamos también es para la clase alta: tenés oportunidad de hacerlo. En el caso de ella que también podría haber conseguido otro tipo de pareja, no, se engancha un tipo que la lleva a la transgresión. Hay un sistema de déficit en la novela, en su relación con lo real. Entonces ese déficit van buscando mediadores para conectarse con lo real.”

 

—Para terminar. La novela tiene una dedicatoria especial al editor Christian Kupchik.

Este mes justo se cumple un año de la muerte. Christian se convirtió en un hermano para mí, pero de grande. Lo conocí en un viaje a Bahía Blanca para presentar un libro de Luis Sagasti y otro de Mario Ortiz, y sintonizamos enseguida. En ese viaje nació la editorial Leteo, que para mí fue un constante descubrir. Nos juntábamos todas las semanas para hablar de literatura, autores que debíamos publicar; me abrió una cantidad de lecturas increíbles. Era un antropólogo de la literatura, un aparato erudito extraordinario. Y tenía la capacidad para vincular textos y autores con una memoria prodigiosa. Los libros que editaba… Era como Eudeba, no buscaba un fin comercial. ¿Qué efecto económico iba a tener publicar a Gloria Alcorta, o a Mark Strand? El último libro que editó salía dos mil dólares… qué pensás, me preguntaba. Él ya estaba enfermo. Con esa guita andate de viaje con tu hija, déjate de joder. Al otro día vuelve y me dice que se gastara esas dos lucas en publicarlo, justamente por la hija, para que vea que él se jugaba por eso… me hizo acordar a los grandes editores nuestros. Eso es un gesto humano, un tipo que está en otra frecuencia. Esos tipos que te cambian la vida. Un tipo que está fuera del sistema causal de la época.