CULTURA
Gabriel Báñez (1951 - 2009)

En el rescate del olvido

Escritor lúcido, original y prolífico, se encargó de romper las fronteras entre ficción, realismo, periodismo, crónica y ensayo; lector monumental, docente generoso, editor sagaz. Gabriel Bañez nació y vivió toda su vida en La Plata, alejado del destello de los escaparates. Tal vez por ello, sus libros esquivaron la difusión masiva. Una película recientemente estrenada recupera su historia, al estilo documental, pero a la vez aborda ciertos rasgos recurrentes en su obra, es decir, introduce una visión literaria sobre la forma biográfica que así adopta la fuga del recuerdo sobre una persona, una ficción imperfecta.

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Ruptura. ¿Disolvió los géneros y los recursos de escritura? Más bien los fundió en una sólida herramienta lectora que constituyen sus 12 libros publicados en vida junto a dos póstumos. | gtza. flia báñez

Del 1° al 7 de julio pasado, La película de Báñez se exhibió en el cine Gaumont. Fue su estreno y al que no acudió Gabriel Báñez por otras razones, entre ellas, el motivo de la misma. Él está “en el rescate del olvido”. Frase que resuena en su voz al final de la película. Y que también es comienzo, el del círculo de reconocimiento del que careció en vida. Algo que habla muy mal del nivel literario de la sociedad argentina, o a secas, de lo que realmente es: un mamarracho mal escrito.

Con guión, dirección y actuación de Marcos H. Rodríguez, la misma seguirá en exhibición durante el mes de agosto. El 14 a las 20:30 en el Espacio Multicultural Municipal, General Roca, Río Negro. Un segundo estreno ocurrirá en La Plata, del día jueves 22 hasta el 28, a las 18:30, en el Cine Select del Pasaje Dardo Rocha. A continuación y durante los meses siguientes también estará en San Martín de los Andes (Neuquén), el Círculo Italiano de Villa Regina (Río Negro), en Villa María (Córdoba) y en Tandil (Buenos Aires), entre otros espacios.

Filmada entre enero de 2022 y julio de 2023, La película de Báñez trata sobre su vida, al estilo documental, pero a la vez aborda ciertos rasgos recurrentes en su obra, es decir, introduce una visión literaria sobre la forma biográfica que así adopta la fuga del recuerdo sobre una persona. O que en la vida somos una ficción imperfecta, de cuyo testimonio quedan gestos, recuerdos, migajas o partículas de un espejo que finalmente nos niega la imagen completa.

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El esqueleto narrativo se sustenta con los testimonios de Felisa Ester Simer (esposa), Juan José Becerra, Sergio Pujol, Luciano Román, Facundo Báñez (hijo y productor), Soledad Franco, Carina Burcatt, Analía Farjat, Raquel Barreto e Ignacio Saffarano. No hay preguntas, cada uno se expresa sobre el tema hilo, la cosa en sí que hace al trazo del perfil humano de un Báñez que dejó de ser su propio Báñez (el imaginario literario), hace quince años, en 2009, durante el mes de julio, por propia decisión, irrevocable.

Los personajes de sus novelas reaparecen aquí por origen, por condición de escritura, porque Báñez se encargó de romper las fronteras entre ficción, realismo, periodismo, crónica y ensayo. ¿Disolvió los géneros y los recursos de escritura? Más bien los fundió en una sólida herramienta lectora que constituyen sus  doce libros publicados en vida junto a dos póstumos. 

Pero estamos frente a un lector que derivó en escritor y también en editor. Su taller de escritura fue mítico en La Plata, en el sentido de su exigencia por la calidad narrativa, en el oído de su observación detallista. En la frase a salvar, su rechazo al placebo literario formal y despectivo con el lector (esas dilaciones del relato que fuerzan razonamientos, descripciones, que también enmascaran la ausencia de ideas atractivas).

Fundó y dirigió La Comuna Ediciones, editorial municipal de esa La Plata que aparece como geometría dantesca en toda la película: las casas bajas, esos frentes de cemento, rejas con volutas, evocan los mausoleos familiares de un cementerio tan silente como siniestro. Tal vez por eso construyó su propia casa en las afueras, en Gorina, en tiempos en que ser escritor merecía un olvido como albañil.

Esta película también contiene otra “película de Báñez”: un cortometraje en blanco y negro, 16 mm., sin sonido, en el que participa un adolescente. Báñez escribió el guión y filmó el material, pero no terminó el montaje porque el joven actor murió a dos meses del trabajo, cayó de un techo. Rodríguez recupera el material, lo digitaliza y monta las imágenes según el guión manuscrito original. Aparece así un Báñez cineasta.

La cita en columna adjunta de su novela póstuma, Jitler, introduce al lector en un misterio que narra su hijo, Facundo. La otra cita, de La cisura de Rolando, es un ejemplo de ese humor tan ácido como amable ante un personaje disfuncional, privado de lo esencial, como la voz. Esta película es única en su género, porque también se diluye como el estilo de Báñez, en una profunda sensibilidad humana y capacidad de amor (ver el texto de Matías Raía). 

Y agrego una escena que no está más que en mi memoria. Lleva por título: “La escena vacía en la librería El Ateneo”. Noviembre de 2008. Báñez junto a Luis Chitarroni presentan La cisura de Rolando en esa hermosa librería, luminoso teatro de libros. Estamos en el primer piso. Terminada la charla, Luis me llama con un gesto para que salude al autor. Báñez me abraza y dice mientras firma un ejemplar dejando una dedicatoria: “Ahora Luis, abrí ese lindo saco que tenés y haceme de telón, así le saco el chip al libro, para que se lo lleve Omar, después lo tiro en el baño antes de irme”. No hace falta, lo pago. “De ninguna manera, es mi regalo, mirá si no puedo regalar un libro con el que gané un premio. Hay muchos más ahí, para qué los quieren. Sabemos bien que nadie lee, que a nadie le importa la literatura”. 

Soy el último de esa escena, al compartirla me aseguro que no se pierda.

 

La tecnología de Rolando (*)

Gabriel Báñez

(…) Cuando se me ocurrió la idea de recuperar la voz por el éter, le escribí la pregunta en un papel de astrasa del almacén: “¿Sirven las ondas electromagnéticas para hablar?” La leyó muy interesado. Al final, dijo:

—Puede ser, pibe, a lo mejor, quién te dice –y rio con una risita corta. Pero enseguida, bastante más serio, repuso–: los grandes inventos nacen de ideas locas, telelocución… Sí, cómo no, puede ser.

Las palabras de Behrenz me animaron. A los dos días estaba colgado del cable de la antena de la casa de los dueños de los helados Laponia, unos italianos que dormían en un chalet enorme a dos cuadras de casa. La mujer del dueño de los helados Laponia era famosa porque tenía las tetas en punta de Gina Lollobrigida, pero yo aquella tarde me concentré nada más que en recibir las ondas electromagnéticas del Canal 7 para lograr sonido. El 7 empezaba a las cuatro de la tarde. A las cuatro y cinco, cuando calculé la señal de ajuste, corté los dos polos del cable de la antena que bajaba de la parrilla y a uno lo abrí y estiré hasta conectarlo y pegármelo con un chicle al cuero cabelludo del remolino de la cabeza, que era donde mejor conectaba. Al otro polo lo pelé y lo retuve en la boca, apoyado en la punta de la lengua. No sentí nada, salvo el riesgo de quedar calvo antes que mi padre. Lo pensé, pero no me importó. Estuve así cerca de quince minutos, con la boca abierta para ver si hablaba como Tarzán o Jim de la Selva. En un momento dado apareció el dueño de los helados Laponia y me empezó a insultar en italiano y a tirarme piedras desde el patio de la casa. Los chillidos de mono tití lo asustaron porque salió corriendo. Pero al minuto volvió con una escopeta.

Cuando al otro día el matrimonio apareció en casa, mi padre los recibió con una sonrisa tranquilizadora:

—El chico es mudo –dijo–, pero tiene iniciativa.

(*) Págs. 35 y 36, La cisura de Rolando, Editorial El Ateneo, 2008

 

Jitler (*)

Gabriel Báñez

Lehmann-Nitsche fue recomendado por su mentor académico, el Dr. Rudolph Martin de la Universidad de Munich, para proseguir sus estudios en el Río de la Plata. En realidad, el joven antropólogo llegó a la Argentina por pedido expreso del Dr. Francisco Pascasio Moreno, el Perito Moreno, quien necesitaba un ayudante experimentado en el área de Antropología Física para realizar una tarea que a él, personalmente, ya lo desbordaba: analizar y clasificar las casi diez mil piezas humanas que había recibido el Museo de Ciencias Naturales de La Plata a partir de su inauguración en 1885. 

Esos restos pertenecían a las víctimas del avance militar de la Campaña al Desierto en el Sur del país y también del Chaco. Algunos fragmentos óseos provenían de saqueos en cementerios aborígenes, aunque las crónicas también refieren la existencia de esqueletos de indígenas asesinados por los propios científicos. El caso del cacique Inakayal dista mucho de ser leyenda: vivió cautivo durante años junto a un pequeño grupo de su tribu en los sótanos del Museo del bosque platense. Hay que recordar que el Perito Moreno se jactaba de tener “la serie antropológica más importante del país con el agregado de algunos representantes vivos de las razas inferiores”. 

Otro prominente hombre nacional, pero de las filas del Partido Socialista vernáculo, el Dr. Alejandro Korn, fundador de bibliotecas populares y humanista reconocido, también recibió por esos años parte de la remesa indígena del Museo de La Plata, sólo que bajo la forma de carne viva: una niña de la etnia Aché de la comunidad guayaquí masacrada en el Paraguay oriental, Damiana, fue entregada al Dr. Korn para que hiciera de mucama en su casa. Tenía alrededor de nueve años. Nunca se supo el verdadero nombre de Damiana, en los archivos del Museo figura así ya que a los tres años fue bautizada con el santo del día de la matanza de su familia, San Damián. El benemérito Korn la cobijó durante un buen tiempo y, mal pensado de mí, debió misionarla por adelante y por atrás ya que hay que hurgar en los archivos para ver lo que Lehmann-Nitsche había consignado de la indiecita: “Nada especial que mencionar de Damiana, hasta que entrada a la pubertad cambió la situación. La libido sexual se le manifestó de una manera tan alarmante que toda educación y amonestamiento resultó ineficaz. Consideraba los actos sexuales como la cosa más natural del mundo y se entregaba a satisfacer sus deseos con la espontaneidad instintiva de un ser ingenuo”. La nota, entre muchas, la adjuntó Lehmann-Nitsche con una foto de la niña desnuda tomada en los subsuelos del Museo. La chica anduvo de mano en mano hasta que fue internada en el Hospital Neuropsiquiátrico de Melchor Romero, del cual Korn había sido también fundador. Por último, terminó alojada en una “casa de corrección”, voz indirecta con que se nombraban los institutos y/o cárceles de menores. Al tiempo murió de tisis. El cadáver fue devuelto a las autoridades del Museo y allí le cortaron la cabeza a fin de enviarla como obsequio a la Sociedad Antropológica de Berlín. El trofeo llegó a Alemania vía diplomática en un cajón de madera de treinta por treinta con una cruz esvástica invertida y la leyenda “Anglo Mexican-Envío del Museo de Ciencias Naturales de La Plata”. 

Lehmann-Nitsche elevó una nota de protesta, pero su queja no se refería al envío sino a la técnica empleada en el seccionamiento de la cabeza: “El cráneo ha sido abierto con evidente improvisación, pues el corte del serrucho llegó demasiado bajo”. Esta es una parte de la historia, casi anecdótica y muy menor si nos atenemos a lo que más tarde tendría lugar en las catacumbas del Museo platense.

(*) Jitler, La Comuna Ediciones, 2018.

 

Versiones de Báñez

Por Matías H. Raia

Precursor de una literatura del yo absurda, incómoda y ambigua en los años 80, vocero del gran circo criollo en los años 90, cómico del lenguaje burócrata y progresista en el 2000, el escritor y periodista platense Gabriel Báñez escribió un proyecto de acidez local y ambición universal. Cualquiera que haya leído Virgen (1998), La cisura de Rolando (2008) o Jitler (2017), puede reconocer la voz de Báñez, su humor y su imaginación desbocada. No por nada fue un lector empedernido de Roberto Arlt, Thomas Pynchon, Kurt Vonnegut y John Fante, entre otros. 

En una entrevista con Ramón D. Tarruella de 1996 para la revista Con V de Vian, quien años después lo reeditaría en la editorial Mil Botellas, Báñez construyó una idea-frase que volvería una y otra vez en su obra:

“La historia es esencial. Yo vivo viendo historias, vivo en función de historias. Algunos amigos me critican diciendo ‘vos no ves personas, vos ves argumentos ambulando’. Cada persona es una historia, un argumento. Cuando me muera me voy a ir al argumento, no al cielo. Todos son parte de una versión, o sea que aún después de muertos vamos a ser versión, vamos a ser historia”.

Si esto es así, si luego de su muerte en 2009, Báñez sigue viviendo en el argumento y se ha vuelto versión, entonces me extralimito y ofrezco al lector incauto o curioso, una serie de versiones de Báñez que pueden resultar de su agrado.

Hay un Báñez paranoico esperanzado. Como Thomas Pynchon, él sabía que el orden se ha perdido, que el mundo está arruinado y que la ficción es el único modo de devolver algo de sentido. Sus personajes intentan hacerlo con proyectos delirantes o imposibles: gobernar la nación (El curandero del cuarto oscuro, 1990), construir un muro que divida a puros e impuros en la ciudad (Paredón paredón, 1992), o intentar comprender por qué un hombre se convierte en asesino (Octubre amarillo, 1994). El centro está vacío en el proyecto literario de Báñez, no hay sentido, pero hay que seguir escribiendo, seguir imaginando, seguir viviendo… Se trata, como escribía el autor al leer a Fante, de una “épica de la desesperación”.

Hay un Báñez tanguero de alma. Otro autor platense, José Retik, inventor de El muñeco, no me dejará mentir al respecto. Si la vieja era costurera en el barrio La Loma en La Plata, el blog de Báñez tenía que llamarse Corte y confección, cómo no. También aparecía la figura maternal en una entrevista de Soledad Franco y le habilitaba una analogía con su propia escritura: “Y lo que escribe Báñez, me dicta mi yo, es costura, hilvanes, pespunteado. Coso para afuera como mi madre escribía para afuera también. Mi homenaje de costurero es: todo lo hago chingado, como ella decía cuando estaba activa. Mi vida en obra es una manga ranglan que no cae bien, una solapa defectuosa”. La madre, la vieja, la misma que aparece en el relato “Estado de sitio” (1984) en el que Báñez se coloca como hijo pródigo de la generación Literal. ¿O no hay en ese relato y en varios fragmentos de Góndolas (1986) aires de “El fiord” de Osvaldo Lamborghini o de “El frasquito” de Luis Gusmán? Entre el tango y el psicoanálisis, Báñez narra familias disfuncionales, relaciones en el triángulo hijo, padre y madre, historias barriales de tono nostálgico y ácido.

Hay un Báñez chismoso y charlatán. Tenía un oído prodigioso y una lengua karateca. Lo que decía quería que se volviese realidad o ficción (para el caso daba igual); contaba para rellenar huecos, para inventar vivencias, para vivir a través de esa verborragia. Lo que escuchaba probablemente iría a parar también a su ficción (o lo que leía que para él se volvía eco, sonido, ritmo de la lengua). Así sucedió, por ejemplo, con la historia del japonés Katsusaburo Miyamoto que embalsamó a su esposa fallecida en Rosario en la década del 60 para continuar el amor más allá de la muerte y que le sirvió a Báñez de germen narrativo para “El circo nunca muere” (y luego para un episodio en Virgen). Pero aparte de la anécdota son las voces que captaba en la calle, en las casas, en el barrio… La voz argentina sedujo al platense; su trilogía del gran circo criollo así lo demuestra: El curandero del cuarto oscuro, Paredón paredón y Virgen (podría sumarse Jitler, ahí, como coda).

Hay un Báñez multipolar. Él decía que era bipolar, pero sus novelas y relatos demuestran un estallido del yo. Lo biográfico se cuela y se vuelve brumoso en Góndolas; se desdobla y se vuelve carcajada desencajada en Cultura (2006); se enrolla y se vuelve escritura en La cisura de Rolando. ¿Dónde termina el autor y empieza el narrador? ¿Quién es quién? ¿Se puede distinguir entre escritura y vida, entre ficción y realidad en sus obras? En una de las últimas entrevistas, con Augusto Munaro en 2009, Báñez aseguraba: “Discretamente he aprendido a dudar del yo referencial porque no hay nada más mentiroso que el yo. Las ficciones acaso más puras en el estricto sentido lato del término son las autobiografías. Uno dice o escribe yo y ya deja la marca iniciática de la mentira, del lenguaje. La escritura, la máscara”.

Y al final, hay un Báñez romántico, el último romántico de la literatura argentina. La lectora lúcida Ana Regina asegura que en casi todos los libros de Báñez hay una definición del amor (yo le creo). En las novelas y relatos del platense, los hombres y las mujeres se buscan: se enamoran, fantasean, se cortejan, cojen, se pelean, se distancian, se reconcilian o se dejan de ver. Así sucede en su gran novela existencialista Hacer el odio (1984), por ejemplo. Más allá de las obviedades que suelen mentarse sobre quizás uno de los libros más conocidos de Báñez (con palabras claves como dictadura, fascismo, sadomasoquismo, víctima, victimario), Hacer el odio es un novela de amor. En la escritura de Báñez el amor no es sencillo: hay juegos de poder que se vierten y se invierten; está la muerte pegadita al sexo; y hay una pregunta de fondo que aflora: ¿por qué un hombre y una mujer intentan estar juntos en medio de un mundo en ruinas, de un orden deshecho, cuando ya nada importe?