La Panconciencia Cohen, accidente y umbral a la mejor literatura argentina contemporánea, agregó un nuevo canal en el fantástico sociológico que sus novelas y cuentos tenían tal aurora de lo evidente. Porque una cosa lleva a la otra en una cadena interminable y excéntrica que conmociona el sentido ordinario, en su narrativa, y encuentra en la poesía una cuarta dimensión, objeto y fantasma de lo visto y oído. El lugar llevadero, Una morada ambulante, como el título elegido por el compilador Juan F. Comperatore, cita a su vez de A.R. Ammons, que Marcelo Cohen con su elegancia y conocimiento, su insurgencia y curiosidad, generoso compartió en incontables ensayos que ahora conviven bajo un mismo techo, en estos escritos sobre poesía. Futuros líricos que son innegociables e irrenunciables de cualquier destino o fin humano, y Cohen sostiene, “cada vez que uno lee un gran poema tiene menos miedo a la muerte”.
“A fines de 2021, pandemia mediante, le propuse a Marcelo salvar del olvido los textos que él había escrito en medios españoles cuando vivía en Barcelona. Textos desperdigados en diarios –La Vanguardia y El País– y revistas de difícil acceso –El Viejo Topo, Camp de l’Arpa y Quimera–. Contra todo pronóstico aceptó, supongo que más por darme el gusto, porque no creo que tuviera deseo alguno, fiel a su temperamento, de desempolvar el pasado”, recuerda el crítico necochense Comperatore, a quien Cohen convocaría para escribir en la revista de crítica cultural Otra Parte, que fundó el escritor fallecido en 2022 en compañía de Graciela Speranza. “En algún momento se le ocurrió la idea de que podía tener algo de pasta para escribir en Otra Parte. Nunca nos conocimos personalmente aunque eso no fue obstáculo para sentirlo alguien cercano. Para mí fue un maestro, pero él se corría continuamente del pedestal”, concluye.
Y prosigue el director creativo de El diletante, Comperatore: “La dificultad sobrevino al buscar un criterio organizador de los textos, y en esto Graciela –Speranza–, crítica de fuste y compañera de Marcelo, fue de vital importancia. Las cuatro secciones responden a la arbitrariedad de cualquier clasificación; en este caso, la procedencia de las y los poetas (centroeuropeos, angloamericanos, latinoamericanos, argentinos), más dos ensayos generales que dan el acorde inicial y la nota final del volumen. Los títulos de las secciones, además, pretenden resaltar algún aspecto de los textos que engloban”, cierra sobre Una morada ambulante (escritos sobre poesía).
De esta manera, el compilador agrega una nueva antología en el mapeo de la ensayística de Cohen, que expande las anteriores, ¡Realmente fantástico! y otros ensayos (2003) y Notas sobre la literatura y el sonido de las cosas (2017). Y da birucha –provoca, trayendo la neolengua deltingo que el escritor inventó para su Delta Panorámico– entre las doce novelas, los diez volúmenes de cuentos y las descollantes traducciones. Marcelo Cohen, vértice poético del triángulo en correspondencias a la ficción materialista de Gustavo Ferreyra y Carlos Busqued, es el corazón moliendo la pulpa de las palabras del presente gocón –malo, jodido, en deltingo–.
Cohen en carne viva. “Marcelo Cohen no tenía una política literaria, no pretendía exponer ni imponer una idea o un escalafón”, señala el poeta rosarino Edgardo Dobry, quien conoció al autor de El testamento de O’Jaral (1995) en Barcelona, en el filo de los noventas, y mientras ambos colaboraban en la prensa española. “Como crítico, esa era su actitud: no buscaba congraciarse, no trazaba estrategias sobre las que encaramar su propia visibilidad. Si le caía en las manos un libro que le gustaba escribía sobre él para explicarse a sí mismo por qué le gustaba, y en ese desarrollo consistía su ejercicio crítico, sin buscar amparo en aparatos metodológicos ni citas prestigiosas. Diría que, en este aspecto, estaba solo ante el tribunal de su propia intelección, y su único desafío consistía en convertir el gusto en juicio crítico”, asevera el poeta de Contratiempo. Libro del que Cohen reseñaría en 2013, texto presente en esta compilación: “En las arritmias, calmas y apneas de un discurso sin remate se oye la pregunta elemental, ¿Adónde cuerno vamos?, que nadie se da tiempo de hacer y solo algunos poemas ponen en carne viva”.
Cohen plays poesía. “Creo que ahora sé algunas cosas”, en el puntapié de las nouvelles Hombres amables (1998), entrevé el pliegue ensayístico del escritor, en esa historia de la deconstrucción de la identidad hacia la catástrofe, “sin efectos que disfracen la prosa de una poesía que la prosa será nunca, nunca. Aunque eso también podría enmendarse”. Y si bien algunos críticos han señalado los derrames poéticos de sus cierres de capítulos o cuentos, o las maquinaciones del verso como el remate de Donde yo no estaba (2006): “Bandeo entre la fragilidad y la fuerza. Qué pena. La muchacha se ha sentado y pide otra copa. Pero bailar. Bailar. De eso siempre me acuerdo”, el prologuista Comperatore retruca: “No imagino nada más alejado de la prosa poética que la escritura de Cohen. La vigilancia que anima cada una de las aristas que hacen a la composición de la frase y del párrafo en sus libros lo vuelen alguien ajeno a la gratuidad edulcorada de las imágenes que suelen asociarse a la prosa poética. Lo poético, en tal caso, está en ponderar el peso de cada palabra, en torcer la sintaxis para imprimir determinada cadencia, en el aglutinamiento del sentido y en no dar nada por servido al servido al lector. Y luego, sí, importa de la poesía a la narrativa los saltos de líneas al final de algunas frases en cuentos y novelas, antes que nada para desanudar las ataduras de la prosa”, refuerza para quien Cohen no publicó poesía –aunque sus historias, como los inaugurales cuentos de Los acuáticos (2001), vierten per saltum algunos versos– por “pudor, por sentirse un impostor en territorio ajeno, y prefirió impartir las lecciones aprendidas de la poesía en el largo aliento de la prosa”, define.
En los más de treinta ensayos y artículos reunidos por Entropía –editorial que anuncia otra parte del Archipiélago Cohen con la próxima compilación de los ensayos sobre narrativa–, la poesía no consuela ni refugia, menos enriquece, tampoco salva, advierte Marcelo Cohen. Su naturaleza impertinente, jam, opaca, ajena y confusa, membrana venosa de la realidad, pronostica la tormenta que se viene.
“Comas, política, poesía”
por Marcelo Cohen
En El mal inglés, el autonomista italiano Bifo Berardi dice que le resbala que la Unión Europea subsista o no: Europa está acabada como entidad ideal y ninguna de las dos alternativas va a revertir la marcha letal del capitalismo y su anverso, el progreso. Esencialmente, me parece, Berardi concluye que la lucha de clases sigue existiendo, incontrovertible e inacabable: es una obra constante que no puede consumarse si no quiere que la anonaden las instituciones. En La sublevación (2012) Berardi ya había alertado sobre que, en la medida en que el tecnolenguaje implantado por el totalitarismo bioeconómico desposeyó de autopercepción al intelecto general, cualquier forma nueva de autonomía depende de revitalizar poéticamente el lenguaje. “Hay que iniciar un proceso de reactivación de la palabra, la singularidad de la enunciación, de la voz [...] El lenguaje poético es la ocupación del espacio de la comunicación social por palabras que escapen al orden de lo intercambiable”. Concuerdo, sobre todo atendiendo a las vetustas, inocuas consignas con que la izquierda supone que se enfrenta a los eslóganes desodorantes y el insecticida social del neoliberalismo. Pero se me ocurre que si vamos a darle a la poesía un papel tan primordial conviene ser menos vago.
Una de las frases del momento entre los que leen teoría es de Fredric Jameson: “Hoy en día es más fácil imaginar el fin del mundo que el fin del capitalismo”. Es un síntoma, dice Mark Fisher, del apego sentimental de la izquierda por la política del fracaso, de melancolía de la marginalidad vencida. Pero si no hay salida utópica que deje atrás el capitalismo, y sin embargo hay urgencias específicas que atender –hambre, salario, cárceles, represión, protección de la Tierra y así–, el dilema, para quien le importe el futuro, es qué cosas no vamos a abandonar a la inercia aniquiladora de las tecnofinanzas. El plan de hegemonía languidece; a difusos flashes de lucidez retrospectiva, muchos desanimados abjuran de una sociedad condicionada e ingrata.
De modo que una palabra muy oída es cansancio, queriendo decir fatiga física y náusea mental. Y como antivertiginoso contra la multiplicación de lo mismo en la TV nocturna –chillido de acusaciones, compunción, denuncia de atropellos, hipócrita hidalguía republicana, catedrática asnal de periodistas agrandados–, tesoneros estudiosos, con tal de no caer en la odiosa antipolítica, se purgan mirando series de televisión, el último arte para millones que cuenta con crítica alta y baja. No creo que logren evadirse. Yo veo muchas. La mayoría suele combinar la trama policíaca o de espías con corruptelas metastizadas y voluntad de poder sin escrúpulos. Después de mi pudibundo capítulo diario, un ratito de noticias verifica que sigo en una sola realidad concentracionaria. Para dormir y no amanecer en el mismo y único día hace falta otro lenguaje. La lengua es un ojo.
Hace un par de años el artista inglés Jeremy Deller instaló en calles, carreteras y shoppings británicos unos cartelones enormes con una simple frase en blanco y negro: “More poetry is needed”. El que el año pasado los vio en la Fundación Proa sabe cómo sacuden en medio de otras instalaciones e intervenciones y del video de batallas obreras de hace unas décadas que Deller reescenifica (con los mismos protagonistas haciendo de huelguistas unos, otros de represores y sin escatimar palazos). “Se necesita más poesía”. Claro que sí. Sin embargo, según mis sondeos de campo, ni cientistas ni críticos sociales, ni músicos, politólogos, editores, periodistas, novelistas ni lectores de novela leen poesía. Borges, tal vez Pessoa, Celan por obligación o Góngora los lacanianos, para sus papers. Casi nadie porque sí. ¿Es trabajosa la poesía? ¿Impenetrable? ¿Empalagosa, como tronaba Gombrowicz? ¿Roba tiempo? Ya oigo el no incomprensible bufido: ¿La importancia esencial de la poesía, Cohen? ¿De nuevo con eso? ¿La poesía “es un faisán perdiéndose en la espesura”? ¿Un “tratamiento de la materia verbal que genera efectos de significado nunca vistos ni antes codificados”?
Vamos entonces a la campaña publicitaria. Tema: la puntuación. Hace unos años vengo notando en la prosa literaria una tendencia a yuxtaponer frases no consecuenciales y con distinto sujeto que en otros tiempos se separaban por dos puntos o punto y coma, pareja a la desaparición de subordinantes, relacionantes o adversativos: “Subí al altillo tiritando, Juan estaba abajo, había que darle la leche al gato, en la tele dijeron que iba a haber luna llena, el viejo seguía en la puerta...”. Lo que en algunos escritores es temblor y pulsación (Fleur Jaeggy, por ejemplo) en otros es flojera gramática. Ahora los diarios de toda jerarquía terminan copiando lo que debe parecerles arte conceptual. El País (edición para Latinoamérica), gerente del uso recto del idioma, publicita el suplemento de libros “Babelia” con una cita adulterada: “Llamadme Ismael, hace unos años, no importa cuánto, hace exactamente...”, cuando Melville y sus traductores al castellano tuvieron cuidado de empezar Moby Dick así: “Llamadme Ismael. Hace unos años –no importa cuántos exactamente–, teniendo poco o ningún dinero en el bolsillo, y nada en particular que me interesara en tierra, pensé que me iría a navegar un poco por ahí, para ver la parte acuática del mundo”. Que la variedad de la puntuación significa –que no se separa con punto, punto y coma o dos puntos porque se haya acumulado mucho texto, sino para determinar secuencias, matizar, dilatar o comprimir el tiempo, y porque el ritmo reside en el orden de los elementos de la frase– solo se aprende leyendo. El lingüista David Crystal, autor de Historia sencilla de la puntuación inglesa –y de otros cien libros, y nada sospechoso de improvisación oportunista–, dice que estamos en un momento decisivo del uso del punto y aparte, diezmado por la aplanadora del mensaje instantáneo, epítomes de la era digital. La omisión de cualquier punto en los mensajes de texto, estimulada por la desenvoltura de Facebook, WhatsApp, Twitter o Instagram, se resuelve en series de frases reflejas en estacato. Hoy el punto más bien indica ironía, rabia o falsedad o inquina. La sobrecarga de signos de admiración (Genial, dale!!!!!!) traduce espasmos emotivos. Crystal no deplora el cambio, no: le parece un suceso extraordinario, pero parte de la evolución del lenguaje a lo largo del tiempo.
Uno tiende a matizarlo. Si el torrente de mensajes despuntuados y respondidos en el acto se suma a la descarga aluvional de información, no hace falta ser un empresario de la memoria para notar que el olvido instantáneo, la dislocación de la frase hecha y, en nuestro idioma, la pérdida del signo de interrogación de apertura tienen algunas consecuencias éticas: displicencia, descortesía, maltrato, simpatía indiferente o emotividad compulsiva, obsesión y mejor no sigo. La vida del locamente enamorado de su celular y las grajeas noticiosas surtidas no es un continuo entre casa y mundo, entre enriquecimiento cognitivo y relaciones, sino una moebius de shocks sin resuello señalizada por ataques de cólera o alarma pánica debidos a desperfectos en la conexión. Ni en esto ni en el estilo se distinguen los babiecas alegres de los izquierdistas concienzudos ni de la inverosímil farándula de profesores universitarios que ahora se piropean y aplauden mutuamente en los muros de Facebook donde cuelgan fotos de presentaciones, galas en congresos y ternuras de pareja: “¡Qué bellos los dos!”.
(…)
Pero la enunciación poética nunca puede ni en general quiere desprenderse de un lastre, un resto de significación, por ilusorio que sea. Por eso la sincronía entre opacidad y descubrimiento es más patente en la lectura. Hasta un poema que parece hermético termina mostrando una evidencia. Tomemos libros que todavía no entraron en la tradición consagrada. Por ejemplo, un poema al azar de Punctum (1999-2011), de Martín Gambarotta, esa serie de piezas furiosas con las ilusiones e inconsciencias militantes de los setenta y los estragos del neoliberalismo de los noventa –una lucha contra la indiferencia de esos lenguajes al habla de la época–:
La ley seca
en un país mojado. Una paz
gelatinosa en un estado en bancarrota.
La ley seca en un país mojado, junto a la cama
los restos, las escamas en el plato, espinas
en la garganta, la membrana cubriendo la máquina
[fusiladora
que trabaja en un idioma sin vértebras
No todos van a compartir la apreciación, pero me parece un poema muy oportuno para nuestro atroz lance histórico. Gambarotta no suelta signos al tuntún. Pero la voz que se hace escuchar ahí, la puntuación impertinente y la prosodia irregular, ese no alarmado hipo del esfuerzo por vertebrarse, no revelan a nadie que hable en nombre de sí mismo. Es como si alguien se encarnara en el cuadro, y el cuadro, vuelto a lo real desde la distracción o el ostracismo, se manifestara en el verso. La poesía hace realidad. Eso es lo que en la comunidad vincula al lector con el poema y a los dos con lo que no son ellos. Todo lector de poesía es poeta.
Como siempre ha pasado en la lírica, puede haber ahí una persona. Lean cómo empieza Después de 37 años mi madre me pide perdón por mi infancia, un poema de la antología de la californiana Sharon Olds que se publicó aquí hace unos meses:
Cuando te inclinaste hacia mí, los brazos hacia adelante,
como quien trata de atravesar un incendio,
cuando te balanceaste hacia mí, gritando que
sentías enormemente lo que me habías hecho, con los
ojos llenos de líquido terrible como
gotas de mercurio de un termómetro roto
rodando por el piso, cuando gritaste suavemente
¿A dónde más iba a ir? ¿A quién más tenía?...
Lo que se ofrece aquí es un condensado de vida íntima: pero si ese largo complemento de tiempo hecho de varias cláusulas yuxtapuestas, quebradas, con predicado y sujeto en suspenso, dice algo es justamente que la intimidad es inalcanzable –como mercurio derramado–: “[...] yo no supe qué iba hacer del resto de mi vida”, termina la secuencia. Punto. Un descanso. Claro que, como inalcanzable no es igual a indecible, el poema sigue por veinte versos más.
Palpitación, continuo, pausa, reanudación. Línea que resguarda el pulso, lo repite y puede hechizar; otras veces, más allá del abismo de la cesura, el hilo del pensamiento encabalgado detrás de algo que nunca se alcanza. Con la alternancia entre soluciones la poesía separa. Es su forma de discernir, imprescindible cuando se tienen demasiadas cosas y la imaginación escasea. No es que salve. Considera la rareza de todo instante. Así repone al lector otra gama del tiempo que le hace perder.
Este fue mi mensaje de autor. Pero volviendo a Berardi: “Mientras que la funcionalidad de la palabra operativa reduce el acto enunciativo a la recombinación conectiva, la poesía es una explosión de sensualidad en el circuito de la comunicación social”. Cierto: en la homogénea penumbra abarrotada de satélites estelares, la poesía ve lo que titila por su cuenta. Cuando el frío aprieta, el lema es No al tarifazo. Pero apretados entre En todo estás vos y Patria o muerte... ¿por qué no La única salida es hacia arriba? Bueno, René Char lo dijo mejor: “El infinito ataca. La nube salva”. Atención a ese punto.
Una versión más extensa de este texto se publicó en Otra Parte, en 2016, bajo el título “Comas, política, poesía. A raíz de ciertas ideas de Bifo Berardi”.