El secreto de Marcial, la última novela de Jorge Fernández Díaz, se ocupa de la revisión del padre, ese hombre que ya muerto, presenta varios enigmas. El pasado 6 de enero recibió en Barcelona el premio Nadal, uno de los más prestigiosos de España. “Lo más conmovedor es que mi padre me dio por perdido cuando descubrió que yo quería ser escritor. Y siempre quiso volver a España. Se dio la casualidad de que volvió convertido en una novela. Esto es muy emocionante para mí”, compartió el autor a Adriana Lorusso para Noticias.
El relato presenta al escritor/protagonista, miembro de la comunidad española de Buenos Aires, que intenta descifrar la verdadera personalidad Marcial Fernández, inmigrante asturiano, como tantos hombres de su época, que siempre tuvo dificultades para comunicarse con su hijo, a quien castigó con años de silencio y disgusto al descubrir su pasión literaria. Las películas del Hollywood clásico que veían por televisión fueron el único vínculo entre ellos, una educación sentimental llena de sutilezas y malentendidos.
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A medida que avanza en la reconstrucción de su historia, el narrador encuentra indicios de que su padre llevó una vida secreta y se obsesiona con descubrirla.
Anticipo: fragmento del capítulo 1 “Los amores”
“La corta vejez de mi padre — al final segado por la silicosis que había contraído abriendo con dinamita los túneles ferroviarios de Asturias— fue no obstante reparadora: en la adolescencia, al descubrir que quería ser escritor me dio por perdido, pero luego de una reconciliación tardía tuvimos una serie de acercamientos afectivos que sanaron por completo aquellas mutuas laceraciones. Al verlo dormido para siempre en la camilla, me prometí a mí mismo revisar mis deseos más íntimos — los amorosos y los vocacionales—, y eso significó en principio disolver mi primer matrimonio y encarar una nueva fase literaria. Fue también una rebelión contra los mandatos de mi madre, que se disgustó mucho por el divorcio. Aquella contrariedad desató a su vez una crisis entre nosotros más o menos asordinada, aunque por suerte el enojo no llegó a mayores. Carmina, al contrario que Marcial, siempre fue mi interlocutora más fiel, y entonces yo sentí claramente que ella comenzaba a morir justo cuando dejó de serlo: cuatro años antes ya se notaba que la demencia senil deterioraba su tremenda lucidez y que empezaba a abandonarme. Tuve tantas despedidas desde entonces que al final cuando falleció todo había sido cosido y saldado. He escrito muchísimas páginas sobre mi madre y todavía la echo de menos, pero ni una sola vez durante toda esta nueva orfandad ingresó en mis sueños nocturnos. En cambio, Marcial sigue siendo una rara presencia constante en ellos.
Quizá inconscientemente guiado por él, escribí hace un tiempo en España un artículo sobre aquel ciclo de cine continuado que durante los años setenta veíamos por televisión todos los sábados de la niñez y de mi primera juventud: comenzaba a la una de la tarde y acababa a las diez de la noche, cuando daban paso a otro programa llamado «Hollywood en castellano», films para adultos que sin embargo casi nunca me censuraban. A las doce me iba a la cama y a un breve insomnio con los ojos exhaustos y con la mente llena de diálogos e imágenes perturbadoras. Nosotros ignorábamos la mayoría de los nombres de los realizadores, apenas sabíamos por las revistas cómo se llamaban las estrellas y no imaginábamos siquiera que se trataba de obras maestras ni nos importaba. Porque, además de nuestras limitaciones, la verdad es que a una historia intensa y brillante solía seguir una burda o mediocre, y a veces incluso otra abominable: todas las veíamos con igual interés o idéntico fervor. En aquel texto me encontré evocando Qué verde era mi valle, una cinta que veíamos una y otra vez, y en la que siempre descubríamos algo nuevo. Esos mismos días un maestro salesiano había citado a Carmina y le había con firmado que tres alumnos me golpeaban en el patio del colegio León XIII, obra de don Bosco. Todavía no se usaba la palabra bullying ni eran populares los manuales modernos de psicología infantil. Cuando ese sábado, en la televisión, llegó aquella escena en la que el niño volvía a casa golpeado y sus hermanos le enseñaban a boxear, Marcial y Carmina cruzaron una discreta mirada. Más tarde, en la cocina, oí que murmuraban algo inquietante: a tres calles había una academia de yudo. Mi padre me compró un kimono. Nunca más tuve problemas en la escuela, ni en ningún otro sitio: John Ford había salvado mi vida.”
RB / Gi