CULTURA
BORGES Y LA BIBLIA VII

El laberinto, dominio del deseo

Solamente en casos excepcionales, la razón se pone al servicio del alma y se convierte en instrumento del cielo, del espíritu. Entonces nos referimos a la santidad, al “milagro”. Porque sin milagro –sin “gracia de Dios”– sería imposible que nuestro intelecto eligiera libremente el espíritu, liberándose de la esclavitud del deseo. El mito del laberinto refleja esta temible realidad. En esta nueva entrega del ciclo “Borges y la Biblia”, Julio César Crivelli nos sumerge en la simbología del mito del Minotauro, mito que para Borges representa el intelecto dominado por el deseo que quiebra la Ley, sin esperanza de salida.

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Laberinto. Arriba y al lado: dos representaciones griegas del mito de Teseo y el Minotauro. Abajo, Jorge Luis Borges. | cedoc

Analizaremos el laberinto, metáfora utilizada por Borges que nos enfrenta con una temible realidad: la razón –instrumento del conocimiento–, está dominada por el deseo y obra viciada de nulidad, porque en el centro de su devenir está la satisfacción del deseo animal.

La razón, el intelecto, es así un territorio de la transición entre el incontenible mar del deseo y el cielo del espíritu, opta las más de las veces por la satisfacción del deseo, que ejerce un verdadero poder y posee al intelecto como instrumento de su dominio. Somos un “animal racional”, pero no tanto.

Solamente en casos excepcionales, la razón se pone al servicio del alma y se convierte en instrumento del cielo, del espíritu. Entonces nos referimos a la santidad, al “milagro”. Porque sin milagro –sin “gracia de Dios”– sería imposible que nuestro intelecto eligiera libremente el espíritu, liberándose de la esclavitud del deseo. Recordemos ahora el mito del laberinto, que refleja esta temible realidad.

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Todo comienza cuando Minos, rey de Creta, se niega a rendir culto a un toro blanco que le envía Poseidón, dios del mar. La traducción simbólica es que Minos no cede al deseo exaltado simbolizado por el toro, que procede del mar, que representa nuestro inconsciente animal. Pero Pasífae, mujer de Minos y reina de Creta, se enamora apasionada y perdidamente del toro blanco que sale del mar, la posee el deseo sexual exaltado, el mar, Poseidón, el inconsciente, fundamento y motor de nuestro deseo. Pasífae está entregada a esa pulsión incontenible.

Para satisfacerlo llama a Dédalo, un campeón del ingenio, un dotado por la razón, que puede resolver casi cualquier dificultad con su poderoso intelecto, que le permite someter y transformar la naturaleza para ponerla al servicio del deseo. Dédalo es un ingeniero, símbolo de la razón. Dédalo entonces, a pedido de la reina, construye una vaca en la cual se oculta Pasífae. El toro, el deseo exaltado, posee a la vaca/Pasífae y de esta unión bestial nace el Minotauro. 

El símbolo que encarna el Minotauro es el del hombre gobernado por el deseo animal. En vista de la tremenda situación, Minos le pide a Dédalo que encierre al Minotauro y Dédalo construye el laberinto con ese propósito. Y así tenemos el resultado final, el laberinto, símbolo del intelecto utilitario que, en su centro, guarda al deseo animal. ¿Qué deseo? Cualquiera, el de poseer y dominar, el sexual, el de poder, el de someter a la naturaleza, el de inmortalidad. 

En otros términos, el intelecto, la razón, tiene al deseo como motivo, como propósito y como finalidad. Somos, como veremos en el Eclesiastés, “iguales a las bestias”. La razón no alcanza para distinguirnos de ellas, porque está dominada por el deseo y su conocimiento resulta vano, puro ciclo, olvido y repetición. Y por esto, por estar al servicio del deseo exaltado, la razón es el instrumento por medio del cual se quiebra la Ley. Solo mediante el espíritu se puede salir del laberinto. Por eso Dédalo a quien Minos también encierra, “sale del laberinto por arriba”. Leopoldo Marechal también nos recuerda que de los laberintos sólo se sale por arriba, en dirección al cielo, al espíritu.

Para Borges, el laberinto, el intelecto dominado por el deseo que quiebra la Ley, no tiene esperanza de salida. Laberinto: “No habrá nunca una puerta. Estás adentro/ Y el alcázar abarca el universo/ Y no tiene ni anverso ni reverso/ Ni externo muro ni secreto centro./ No esperes que el rigor de tu camino/ Que tercamente se bifurca en otro,/ Que tercamente se bifurca en otro,/ Tendrá fin. Es de hierro tu destino Como tu juez. No aguardes la embestida/ Del toro que es un hombre y cuya extraña/ Forma plural da horror a la maraña/ De interminable piedra entretejida./ No existe. Nada esperes. Ni siquiera/ En el negro crepúsculo la fiera”. De allí no podemos salir.  

La muerte como único destino en el Eclesiastés y en Borges. Siendo el conocimiento pura vanidad, puro vacío, siendo que nuestra vida está llena de ansiedad y de angustia por el quebrantamiento de la Ley, para el Eclesiastés, la temida muerte es la única esperanza. 

“Porque una es la suerte del hombre y de la bestia: muere aquél como ésta muere, y uno solo es el hálito de ambos. No tiene, pues, ventaja el hombre sobre la bestia: todo es vanidad. Todos van al mismo sitio: todos vienen del polvo, y al polvo tornan todos”. (Ecl. 3, 19-20)

“¿Quién sabe lo que es bueno para el hombre durante la vida, durante los días de su vana vida, por la que pasa como una sombra? ¿Quién indicará al hombre lo que después de él sucederá bajo el sol? ”. (Ecl. 6, 12)

“Todos corren la misma suerte: el justo y el impío, el bueno y el malvado, el puro y el impuro, el que sacrifica y el que no sacrifica. Lo mismo es del bueno que del pecador, del que jura como del que teme jurar. [...]”  

“Los vivos saben al menos que han de morir, pero los muertos no saben nada; no perciben ya salario alguno, porque su memoria yace en el olvido. Perecieron sus amores, sus odios, sus envidias; jamás tomarán parte en cuanto acaece bajo el sol.” (Ecl. 9)

Es el punto de máxima de-sesperanza: somos iguales a las bestias, nos domina el deseo, y nuestro pretendido conocimiento, nuestro intelecto, es vano; vivimos en la angustia de quebrantar la ley, sólo con la muerte y el olvido se calmará el dolor de vivir. Lo mismo sucede en Borges. Si el conocimiento es inútil y la vida es sufrimiento, debemos esperar la muerte no solamente con calma, sino con la felicidad de librarnos de la vida.

En “Eclesiastés, I, 9”, poema donde Borges también refiere al laberinto: “(…) Cada noche la misma pesadilla,/ cada noche el rigor del laberinto./ Soy la fatiga de un espejo inmóvil o/ el polvo de un museo./ Sólo una cosa no gustada espero, una/ dádiva, un oro de la sombra,/ esa virgen, la muerte. (El castellano permite / esta metáfora.)”

Después de señalar que la vida es siempre ciclo, o vanidad del conocimiento, y laberinto, que simboliza el dominio del deseo, Borges nos enfrenta a la muerte como única salida de la angustia de vivir. En “Blind Pew”, la muerte es calificada de “tesoro”: “a ti también, en otras playas de oro,/ te aguarda incorruptible tu tesoro:/ la vasta y vaga y necesaria muerte”. Mientras en “Tríada” se refiere a la muerte como un alivio de la vida: “El alivio que habrá sentido Carlos Primero al ver el alba en el cristal y pensar: hoy es el día del patíbulo, del coraje y del hacha.”

“El alivio que tú y yo sentiremos en el instante que precede a la muerte, cuando la suerte nos desate de la triste costumbre de ser alguien y del peso del universo”.