CULTURA
BORGES Y LA BIBLIA III

Dios, Odiseo, Dante, San Mateo, San Juan

En la tercera entrega de esta serie de ensayos de Julio César Crivelli abundan las analogías y las aventuras. Y un hilo conductor une a personalidades tan aparentemente lejanas. Borges entendía a Dios como “un propósito moral o mental en el universo”, más que como “personalidad unitaria o trinitaria, una especie de hombre sobrenatural, un juez de nuestros actos y pensamientos”. Creía en la existencia de “un orden en el universo, un sistema de periodicidades y una evolución general”, pero no en la inmortalidad. Lo que une a todos los hombres, como bien sabía Unamuno, es el destino trágico de la vida.

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Creer. Odiseo atado al mástil para oír el canto de las sirenas (fragmento de un mosaico del siglo III conservado en el Museo Nacional del Bardo). | cedoc

Una breve y modesta reseña sobre la “Biblia” nos muestra que sus contenidos abarcan todas nuestras preguntas, también que las mismas quedan sin responder. “Al principio”, la creación muestra el camino del caos al cosmos, en el cual todo se “separa” y ordena, como la luz de las tinieblas y el agua de la tierra. Muestra después la creación del hombre que habita el Paraíso y que, como en todos los paraísos, está destinado a perderse. Pero a la vez, como en todos los paraísos, jamás será olvidado.

También nos expone la Caída, acto paradójico de la creación, en el que nace nuestro falsario lenguaje de representación; donde también nace el trabajo, que es la dura lucha contra la amenaza de la naturaleza, y también la muerte, ese misterioso final ineludible. Y Babel: la imposibilidad de comunicarnos con el lenguaje, y acaso como una ironía extrema, la necesidad de aferrarnos a él, de desarrollarlo como único instrumento de salvación.

Hablando a través de sus profetas, el Misterio de la “Biblia” nos dicta la Ley, para atenuar la amenaza de los otros hombres, tan feroces como la naturaleza misma. Y, finalmente, en el “Nuevo Testamento” nace el futuro, la Promesa que anunciara Isaías, porque hasta entonces era incierto el futuro. Este recorrido produce un enamoramiento en Borges. Hemos elegido referencias que creemos que, de algún modo, abarcan un perímetro de esa extensión imprecisa y vasta, donde se expresa la relación entre Borges y el Libro.

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En “El Evangelio según San Marcos”, el protagonista, Baltasar Espinosa, dice: “También se le ocurrió que los hombres, a lo largo del tiempo, han repetido siempre dos historias: la de un bajel perdido que busca por los mares mediterráneos una isla querida, y la de un Dios que se hace crucificar en el Gólgota.” Aquí Borges remite a la Odisea, a esa navegación del héroe por el mar del inconsciente, del deseo animal, en una búsqueda espiritual que lo libere del anonimato de la manada y le otorgue cierta identidad, con un nombre, con un espíritu.

El viaje de Odiseo arranca navegando por las aguas del mar, símbolo del deseo. Aguas de Poseidón, señor del mar y del inconsciente, en él busca llegar al sol de una isla que le devuelva la identidad perdida. Es el viaje de un intelectual (polimetis, el de muchas astucias o argucias, le llama Homero), que quiere elevarse al espíritu sin dejar de ser hombre. ¿Será posible?

Este recorrido comienza al liberarse de Calipso (“la que oculta”) y que, justamente, le ofrece el espíritu. Pero para eso debe aceptar la inmortalidad convirtiéndose a su vez en un Dios, dejando de ser hombre. Odiseo no quiere abandonar su condición humana y rechaza el amor de Calipso. Y pasa, en su viaje memorable, por el olvido que le ofrecen los Lotófagos, quienes eliminan el sufrimiento y la angustia destruyendo la memoria, matando a Mnemosyne.

Más tarde llega al país de los cíclopes, la tierra de Polifemo, y para huir de allí se identifica como “Nadie”(!). Más allá de su ingenio para escapar, nos quedará siempre la pregunta sobre la búsqueda de dicha identidad. En su azaroso viaje, luego se encuentra con los lestrigones, gigantes antropófagos que, devorando a otros hombres, roban su conciencia y su valor, y a cambio de ello también pierden su identidad. Y se suma al derrotero el encuentro con el desenfrenado deseo sexual de Circe, que también es capaz de salvarnos de la angustia de la muerte, a costa de perder la condición de hombres, transformándonos en animales, en cerdos.

Llega finalmente hasta el Hades, igual que Dante en la “Comedia”.

En todo el viaje Odiseo persiste en esta búsqueda espiritual, para recuperar la identidad perdida, negándose al dominio del deseo animal y también a la inmortalidad que le convertiría en un Dios. Jamás resigna su condición humana, su convicción profunda de que tenemos un estado espiritual posible.

El otro sostén –la otra historia que repiten los hombres, según el personaje de Borges–, es ese Hijo de Dios que también es Hijo del Hombre, un Dios misterioso, con un destino trágico. Nos referimos al viaje de un Dios único entre las creencias, porque es el que decide encarnarse, ser hombre, tener un destino y abandonar la libertad del espíritu para sufrir, naturalmente, una muerte en el Gólgota. En su muerte, el Dios héroe carga a su cuenta el pecado de la Caída, la soberbia de Adán, y nos abre una nueva oportunidad, un Camino. Y con esto asegurarnos que el espíritu nos espera, allá en el Cielo.

De modo que, según Borges, esos dos viajes son las nociones, las metas y orígenes que nos abarcan, nos simbolizan, sin poder explicarnos. En cambio, en “Juan 1, 14”, dice Borges que dice Cristo: “Yo que soy el que Es, el que  Fue y el que Será, vuelvo a condescender al lenguaje, que es tiempo sucesivo y emblema.” Aquí Borges alude a la emocionante oración que oye Moisés desde la zarza ardiente, “Yo Soy el que Soy.” Algo que todavía nos causa escalofríos.

Porque el Misterio no “existe”, no está sometido al azar terrible de la existencia, no nace ni muere. Libre del espacio y del tiempo, no sufre la falsedad del lenguaje, ni necesita perímetros de salvación, geometrías de protección, ni límites simulados, ni consuelos que le permitan sobrevivir. El Misterio es.

Pero el que habla en “Juan 1, 14” es Cristo desde el Evangelio, un hombre sometido a la mera existencia. Por eso está sometido al tiempo, es “el que Es, el que Fue y el que Será”, hasta la inevitable  muerte en el Gólgota. Y por eso, igual que nosotros, ese hombre sufre el lenguaje, esa falsedad que nos atormenta desde Babel, el lenguaje que sólo puede producir “emblemas”, imágenes falsas que habitan el “tiempo sucesivo”, frente a una realidad que huye mientras la nombramos, una realidad que inexorablemente elude la verdad.

¿Creía Borges en Dios? “–¿Cree usted en Dios?” “–Si por Dios se entiende una personalidad unitaria o trinitaria, una especie de hombre sobrenatural, un juez de nuestros actos y pensamientos, no creo en ese ser. En cambio, si por Dios entendemos un propósito moral o mental en el universo, creo ciertamente en él. En cuanto al problema de la inmortalidad personal que Unamuno y otros escritores han vinculado a la noción de Dios, no creo, ni deseo ser personalmente inmortal. Que hay un orden en el universo, un sistema de periodicidades y una evolución general, me parece evidente”(…)  “Creo por intuición y además porque sería desesperante no creer.”(…) (Publicado en “Mundo Argentino”, Buenos Aires, Nº 2369 (11 de julio de 1956); recogido en “Textos recobrados” (1956-1986), Emecé, Barcelona, 2003, pp. 319/320).