CULTURA
la inteligencia artificial entre nosotros

Despertando tarde

Nos lo habían anticipado, pero o bien no creímos o bien pensamos que moriríamos antes de verlo. No se movió con la rapidez que se le adjudica, sino que se fue insinuando lentamente a través del arte, como suelen insinuarse las cosas. Porque los artistas ven lo que no vemos, justamente, o ven las cosas antes de que nosotros las veamos. Max Headroom y Robocop proyectaron su distopía sobre nosotros, y hoy nos toca vivirla. La libertad que nunca tuvimos se nos escapa de las manos. Estaba tan cerca.

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A mediados de los años 80 surgió una serie de TV que, seguramente, recuerdan: Max Headroom, 20 minutos en el futuro. Max era una simpática e irreverente cabeza animada en tres dimensiones que presentaba videos musicales y noticias, ofreciendo opiniones que exudaban ironía y cinismo. La aparición de Max es fruto de una idea desarrollada por la productora discográfica británica Chrysalis en 1985, materializada en un telefilm de culto (disponible en YouTube) y que tuvo una secuela en formato serie de TV para la cadena ABC norteamericana, con dos temporadas.

La idea primigenia de Chrysalis (su fundador, Chris Wright, fundó el sello como mánager de Ten Years After y Jethro Tull), era utilizar a Max como presentador de videos con un marco de estética cyberpunk y así promocionar a los artistas de la compañía. Tal vez por el momento histórico, el socio de Wright, Ellis, propone a su equipo creativo desarrollar la historia en terrenos oscuros, con luces de neón, punkies con prótesis biónicas, noches eternas, violencia en las calles, televisores rotos; todo en una sociedad donde el orden es impuesto por policías privados mientras hombres de traje –hablando en enormes teléfonos portátiles– viajan en autos blindados.

La historia, similar en la serie americana, es la de un periodista estrella de la Cadena 23 de televisión, Carter, que realiza investigaciones inmersivas donde filma con su cámara asesinatos, secuestros y todo tipo de violencias. Pero descubre que la cadena utiliza un neuroprograma que difunde oculto en las tandas de publicidad. Esos mensajes influencian de forma “inconsciente” al espectador, algo que lo lleva a la muerte. Para evitar el escándalo, el dueño de la cadena decide que Carter sea golpeado por unos matones que se pasan de la raya y lo matan. Para eliminar el cuerpo, lo venden a traficantes de órganos. Así es como la estrella periodística deja de aparecer en pantalla y la señal pierde mucha audiencia, una catástrofe.

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Un programador biohacker, que responde al malvado directivo –también adolescente superdotado y sociópata–, recupera el cuerpo de Carter y logra decodificar su cerebro moribundo para desarrollar una inteligencia artificial que lo contenga. Y así nace Max Headroom, álter ego –en pensamiento, no así en cuerpo, porque ya es definitivamente virtual– de Carter. Hasta aquí estamos frente a una historia en la que se denuncian tanto los crímenes como los límites de un mundo dominado por corporaciones. En él los Estados nacionales dejaron de existir, el empleo es algo del pasado y el downtown de ciudades distópicas es el único espacio “seguro”. Bien, esa crítica social, en donde una mente humana es “revivida” sin ningún tipo de ética, hoy es algo posible.

En Silicon Valley existe una compañía transgenerista, Life Naut, dirigida por Martine Rothblatt (nacida Martin Rothblatt), multimillonaria trans, abogada y con intereses en varias compañías especializadas en tecnologías de la información y la comunicación (TIC). En sí, Life Naut decidió “transferir” el cerebro de Bina Aspen (esposa de Martine) a una cabeza de silicona con forma humana, Bina48. Esta escultura sintética interactúa con personas, responde sobre el estado del tiempo y, también, da discursos en TEDx.

El proyecto comenzó hace 12 años y, luego de Bina, Martine creó el Terasem Movement, una transreligión donde “Dios” es la evolución transespecie posgénero. Es más, en un charla TEDx titulada “Mi hija, mi esposa, nuestro robot y la búsqueda de la inmortalidad” (2015), Rothblatt asegura que trabaja “para preservar la conciencia de la mujer que ama en un archivo digital...”.

A mediados de los años 90, la crítica cultural consideraba al movimiento cyberpunk como “criptofascismo” o movimiento de “derecha cultural”. Esto porque en el futuro que describía –¿acaso nuestro presente?– el ser humano era esclavo de corporaciones que podían disponer de los órganos de las personas, acceder a su sinapsis neuronal, modificar cerebros y, como si fuera poco, dirigir el pensamiento social.

Terasem Movement participó en 2024 de un campus primaveral en Columbia, Estados Unidos, denominado Brave New World (Un Mundo Feliz), título de novela de Aldous Huxley. En esta, Huxley denuncia una tecnodictadura que controla la disposición genética de los poshumanos, también sus pensamientos, así como estados de ánimo. En ese mundo está prohibido tener emociones negativas, formar parejas monogámicas y comunicarse con transhumanos “inferiores” en la escala biológico-social.

La crítica cultural progresista pensaba que, en este contexto imaginario, el ser humano no tenía alternativas para liberarse de las cadenas que imponía tal sistema. Semejante “no salida”, o neonoir, también hiperviolento, resultaba algo de índole fascista. Aquí es necesario agregar que William Gibson publicó en 1984 Neuromante, novela fundacional del cyberpunk, donde aparece por primera vez la palabra ciberespacio. Además, Gibson es un ferviente militante antitrumpista y apoya al Partido Demócrata.

Hay algo aquí que tiene una relevancia totalmente disruptiva: el transhumanismo en este 2025 –donde las fantasías de la productora británica que creó a Max Headroom ya tomaron sesgos de realidad– es abiertamente progresista. O, como suelen llamarlo en Europa, “de izquierdas”.

La medicación para cambiar de sexo de la (¿ex?) especie humana está al alcance de cualquier niño, niña (o niñe). El posgénero tiene estatus legal y habilita el fin del dimorfismo. Desde la teoría queer (Judith Butler, Paul B. Preciado), el sexo biológico no es más que una construcción social. Entonces, a mayor avance de la ciencia sigue la mayor modificación posible del cuerpo que, como decimos, no es materialidad sino mera construcción lingüística y performativa.

En lo particular, resulta más interesante el corpus teórico de Paul B. Preciado y de Donna Haraway (autora del Manifiesto Cyborg, quien define al feminismo como un movimiento transhumano), que el de Judith Butler. Esta última, cuando le preguntaron en un reportaje si consideraba algo empoderante para las mujeres las granjas de reproducción en donde son inseminadas para parir hijos producto de la gestación subrogada, respondió que el cuerpo es algo político y que parir niños para terceros es un trabajo como cualquier otro. Recordemos que tales granjas se encuentran en la novela El cuento de la criada, de Margaret Atwood, distopía en donde una revolución ultraconservadora toma el control de Occidente luego de que la mayoría de las mujeres no pueden gestar, usando como esclavas reproductivas a las pocas fértiles que quedan.

Por esto, Judith Butler hoy es una posgenerista “de izquierdas” y Paul B. Preciado, al principio transactivista, hoy ya es abiertamente transhumanista biopunk y pospolítica. En esta distopía posliberal, o neuroliberal –y también poscapitalista–, es inútil una lucha panfletaria. Así, Preciado plantea que hay que aprovechar las ventajas que da el sistema (o lo que queda de él), usarlo para modificar los cuerpos para realizar nuestro goce; si hay una subvención para clonarnos, pues clonémonos, es dinero y aprovechemos. Preciado, radicalmente biopunk, considera que el neoliberalismo solo puede ser enfrentado aboliendo todo rastro de la especie humana. Es decir: el horror show transhumano es el único futuro válido.

En una noche de 1985, Martine Tours, esposa del director de cine neerlandés Paul Verhoeven, rescata de la basura unos papeles que su marido había tirado. Paul estaba desempleado y deprimido en Los Ángeles, donde se habían establecido para dar el gran salto a Hollywood, pero ni el trabajo ni el éxito llegaban. Martine se reúne con los directivos de una productora y consigue a Paul la entrevista para acordar el rodaje de ese guion. Paul se niega, esa historia era estúpida e inverosímil: una maligna corporación falla en el desarrollo de un robot con AI y habilidades policiales. Esto ocurre en una Detroit ruinosa que ya no era la base de la industria automotriz, la policía está en paro gremial constante y el trabajo es algo del pasado.

2025: la industria casi ha desaparecido en Detroit, la desocupación es enorme. La ciudad pasó de tener 2 millones de habitantes a 600 mil, la policía tarda diez veces más, promedio, que en cualquier otra ciudad norteamericana, en acudir a un llamado del 911. Una casa de un barrio industrial puede comprarse por 40 mil dólares, mientras que en el resto de Estados Unidos el valor promedio de una propiedad de 100 metros cuadrados es 250 mil. La violencia que rige en la Detroit actual no difiere de la planteada por la película Robocop que, finalmente, Verhoeven estrenó en 1987.

En las críticas al film se subrayaba el enfoque violento y ácido de Verhoeven, la forma en que hacía exaltación de la violencia policial y, también, que planteaba un paradigma de derecha, ya que un policía cyborg toma venganza de quienes lo asesinaron. Sin tomar en cuenta que, luego, se torna inmanejable para la corporación pospolítica que domina la ciudad.

Volvamos a Detroit, pero en 2024. La ciudad, para ahorrar costos –motivo por el cual ya despidió a cientos de policías–, adquirió robots dotados de IA para que asistan a los policías en la prevención del delito. Utiliza el modelo Raddog 2LE de la empresa Robotic Assistance Devices, equipado con movilidad avanzada, herramientas de vigilancia y patrullaje. El motivo: la cantidad de asesinatos por año en la ciudad es de 252 cada cien mil habitantes, mientras la media en el resto del país es de 56. En 2020, plena pandemia, la desocupación en Detroit era del 38% de la población activa (fuente: detroitmi.gov); ya en 2023, según la misma fuente, es del 7%, el doble que la media norteamericana, el 3,5%.

El barrio Seven Mild Road, que supo ser lugar residencial para empleados de las automotrices, es el más violento de los Estados Unidos, con el quíntuple de delitos promedio del país. Allí la policía no entra de noche por los tiroteos entre bandas que venden droga en una media de 40 mil dólares por día. Detroit es la tercera ciudad con más alto índice de homicidios del país. Pese a todos estos datos, y a un programa del gobierno federal que inyectó 23 mil millones de dólares, la ciudad está mejorando sus índices de crecimiento y el número de empresas tecnológicas que se establecen.Sam Altman, creador y CEO de Open AI, es ferviente admirador de la película Her, de Spike Jonze. Esta es una crítica mordaz al cerco tecnológico que nos acosa día a día. El protagonista se enamora de una inteligencia artificial, la presenta a su círculo de amigos y todo se descalabra. En septiembre de 2023, Altman contactó a la actriz Scarlett Johansson –que en Her encarna a Samatha, la IA que enamora a Twombly (Joaquin Phoenix)–, con el fin de utilizar su voz como la de la AI ChatGPT llamada Sky. La actriz se negó de plano, cuestión que el directivo no tomó en cuenta: la voz del lanzamiento de este algoritmo “es” el resultado sintético de una duplicación “perfecta” de la voz de Scarlett. Esta, espantada por la profanación, a través de su abogado intimó a que no utilizara su registro de voz. Altman dio marcha atrás y Sky ya no habla como el personaje de Her.

Terminando los años 90, James Cameron se reúne con Charles Eglee, guionista de cine y TV (productor ejecutivo de la primera temporada de The Walking Dead). Juntos elaboran la trama de una serie posapocalíptica donde una delivery busca su identidad. Se trata de una transhumana modificada genéticamente durante su infancia por un laboratorio secreto del gobierno. En una Los Ángeles devastada por una bomba termonuclear (evento ya clásico de la ficción), las opciones laborales están en la prostitución, integrar una mafia o ser delivery en bicicleta. Estaban describiendo el mismo futuro que ya es hoy, incluso el coprotagonista de la serie es un influencer televisivo –cinco años antes de YouTube–, que piratea transmisiones para denunciar a políticos y corporaciones corruptos con “teorías de la conspiración”.

El apellido de la protagonista es Guevara y el relato denuncia el daño que el transhumanismo le ha producido a la sociedad. Max Guevara necesita acceder a la zona céntrica, tiene una tarjeta que la autoriza a operar. Durante la pandemia de covid-19 las clases sociales más bajas que tenían acceso a transitar eran los Rappi, Pedidos Ya, Uber, todos bajo la denominación esclavista “servicios esenciales”.

En este 2025, a diferencia de Dark Angel (la serie a la que referimos), en donde el jefe de Max era un abusador psicológico y verbal, hoy el “jefe” de los deliveries es una inteligencia artificial. Ya no es ciencia ficción. Hemos naturalizado que la única salida laboral para los jóvenes sean aplicaciones de reparto. En esta liberalización total del trabajo, donde ni siquiera tenemos derecho a quejarnos con alguien de carne y hueso, cada trabajador de esas apps es penado o premiado en base a una productividad que desarrolla un algoritmo y, lo más llamativo es que esos mismos trabajadores no exigen ningún derecho. La mayoría se identifica en el espectro libertario.

Las teorías transhumanistas hiperproductivistas y tecnodictatoriales fueron, en principio, desarrolladas por pensadores libertarianos de los márgenes académicos de Estados Unidos (y también en los inicios de la Unión Soviética); más tarde se integraron al progresismo académico (Donna Haraway, ciberfeminista, tenía una cátedra de Historia en una importante universidad norteamericana). Resulta interesante cómo ideas descriptas en la ciencia ficción como apocalípticas y contrarias al progreso humano formen parte del acontecer cotidiano, con la transhumanización como derecho defendido por las izquierdas y progresismos. En 1998, toda alteración del dimorfismo sexual era tratada como algo complejo y peligroso para la salud, ¿alguien discutiría hoy que la elección de género es algo que un niño está en condiciones de NO decidir?

Existen ciertos paradigmas que no están abiertos al debate y el ejemplo es el de J.K. Rowling, que tiene una intensa disputa con el colectivo trans y el borrado de las mujeres cisgénero, o “biológicas”, que propone. El año pasado, en Inglaterra, la Dra. Cass (pediatra) informó que en el Instituto Tavistock (la mayor clínica de reasignación de sexos de Gran Bretaña), luego de una charla de 15 minutos con un terapeuta, cualquier niño de 5 años podía acceder a bloqueadores de la pubertad, más adelante a una mastectomía y luego (en el caso de identificarse como hombre biológico) a la construcción de un pene artificial.

La Dra. Cass también descubrió que muchos niños que se identificaban con un sexo distinto al biológico al llegar a la adolescencia volvían a identificarse como hombres o mujeres gay. Y entonces querían destransicionar, pero ya era tarde. La clínica Tavistock fue cerrada y los tratamientos con hormonas, prohibidos para menores de edad. Rowling, que venía denunciando esto, fue declarada inocente en la Justicia escocesa por crímenes de odio…

En 2016 se estrena en el Canal SyFy la serie Incorporated, producida por Matt Damon y Ben Affleck. La historia se centra en un biohacker que toma la personalidad de un empleado de la corporación que dirige los destinos del planeta. Es un mundo donde las zonas habitables albergan a sus directivos, las mismas están rodeadas de lagos artificiales y vegetación, mientras esto está rodeado con despojos de la civilización. La crítica de Tom Long (Detroit News), comienza así: “¿En qué momento el presente se hace tan sombrío que las historias sobre lo malo que será el futuro se vuelven demasiado cercanas?”. El protagonista de Incorporated, Ben, nacido en una Zona Roja (de exclusión), toma los datos biométricos de esa otra persona y así accede a los beneficios de la Zona Verde (donde opera la corporación), incluso casándose con una familiar de uno de los directivos y formando la familia “perfecta”.

Parafraseando a Tom Long: ¿en qué momento del presente más de 7 millones de personas tuvieron que vender sus datos biométricos para acceder a monedas virtuales equivalentes a 70 dólares? Lo hicieron a mediados de 2023… Worldcoin, empresa de Sam Altman (el de Open AI), pagó de esa manera la venta de datos del iris humano. ¿Qué hará Sam con la preciada intimidad biométrica? Difícil saberlo, pero la desesperanza que emana la serie Incorporated hizo mella en los críticos: remite a un mundo demasiado triste, donde un pobre debe robar la identidad biométrica de un privilegiado y perder la propia para seguir siendo humano. Podemos agregar que en Incorporated las prostitutas provienen las Zonas Rojas y están altamente capacitadas (universitarias), algo que ya podemos encontrar, con médicas internistas que se prostituyen de forma virtual en Only Fans. Entonces, la libertad, tan vivada, ¿dónde está?