El 21 del mes pasado la revista The New Yorker cumplió cien años. La larga lista de colaboradores de la misma incluye a Vladimir Nabokov, Alice Munro y Truman Capote. Tal vez porque el escenario político y cultural globalizado tiende a la repetición, el pasado jueves publicó una nota del escritor Joshua Yaffa, residente en Berlín, cuyo título puede traducirse así: “Cómo silenciaron el arte ruso”.
En ella se analiza cómo el resurgimiento del nacionalismo bélico y el poder de Vladimir Putin crearon un ambiente de persecución política, desprestigio y expulsión hacia los artistas e intelectuales opositores a la guerra. Por caso, ya en el comienzo de la invasión en 2022, el grupo de rock Bi-2, desde hace veinte años un pilar de la música rusa, se declaró en contra. La respuesta inmediata la encontró en un escenario de Siberia: un gran telón con la letra Z lucía de fondo en el escenario. Los músicos se negaron a tocar en semejante escenografía, lo que derivó en la suspensión del recital y un largo peregrinar por distintos teatros que, de manera sistemática, declinaron programar a la banda.
Con vínculos políticos, y ante el desastre económico a raíz de semejante censura, Shura y Lyova –vocalistas y líderes de Bi-2–, escalaron en el espinel de poder hasta llegar a un personaje clave, el verdadero Rasputín cultural del gobierno de Putin: Sergei Novikov. Con casi 40 años, este violonchelista y ocasionalmente director de algunas óperas, es considerado el censor jefe de cine, teatro y música. Y, también, de los libros que, seamos sinceros, allí tampoco se leen. Embebido con la política bélica del Kremlin y el conservadurismo de Putin, el poder de Novikov es vertical y efectivo.
La escena siguiente ilustra el sutil y efectivo tejido social que sustenta su censura: “¿Entonces quieres volver a dar conciertos en Rusia?, preguntó Novikov. Le ofreció una serie de penitencias: ir a tocar al Donbás o visitar hospitales con heridos de guerra. (…) Lo que hiciera la banda, debía ser público. El Kremlin necesitaba la imagen de Bi-2, un querido grupo de rock con millones de fans, apoyando la guerra, más que un concierto de Bi-2 para las tropas estacionadas en Donetsk”. Como no respondieron de inmediato, los músicos fueron hostigados de manera policial, y al punto abandonaron el país.
En poco tiempo Novikov siente la soberbia del poder que encarna, al punto que propuso una película de acción, al estilo Marvel, basada en la vida de un comandante militante especialmente despiadado, apoyado por Rusia, en el Donbás. Mientras tanto, las librerías están obligadas a ocultar los libros escritos por “agentes extranjeros” y a marcarlos como para “mayores de 18 años”, práctica que un librero calificó de desagradable y humillante. Más allá de las listas de prohibiciones, ni la guerra ni el sacrificio son temas a promover, al punto que llama la atención los dichos de un burócrata del cine que llama a ocultar la verdad: “Cuanto más gastemos en comedias menos películas de guerra tendremos que hacer”.
Como en una escena del crimen, donde el tiempo que pasa es la verdad que huye, volvemos a Estados Unidos. El mismo día que se difundió el artículo anterior la revista Literary Hub publicó la nota “Verdad, poder, arte: un manifiesto crítico sobre la no ficción creativa”, de los periodistas y profesores Lauren Markham y Chris Feliciano Arnold. Allí indican que son los libros el soporte difusor de la verdad contemporánea, que los autores deben expresar en ellos los acontecimientos, tal vez en un gesto acaso idealista y desesperado.
Para ello los asiste una descripción del ambiente cultural: “El público estadounidense se está insensibilizando a la vida en un país donde es más difícil encontrar información confiable y donde los pocos medios de comunicación independientes que quedan son atacados rutinariamente por registrar fielmente las realidades de nuestro mundo en rápida mutación”.
De hecho, la descripción del fenómeno es agobiante: “Los aproximadamente 24 mil periódicos que se publicaban regularmente en Estados Unidos se han reducido a 6 mil. El país ha perdido unos 2.900 periódicos tan solo desde 2005, 130 de ellos en 2023. Y con esta drástica reducción de la cobertura informativa, miles de reporteros y editores –escritores capacitados para buscar, evaluar y comunicar hechos en forma de historias e imágenes– han perdido sus medios de vida. Peor aún, gran parte de esa narración y creación de imágenes se ha externalizado a máquinas y algoritmos”.
Y más todavía: “A pesar de la obsesión de la derecha con los llamados medios de izquierda, un número cada vez mayor de medios son propiedad de la derecha. La descaradamente conservadora Sinclair Media controla 294 emisoras de radiodifusión en todo el país. Jeff Bezos, de Amazon, es dueño de The Washington Post, donde intenta manipular a su equipo editorial para favorecer sus intereses comerciales, y recientemente ha mostrado su disposición incluso a retirar publicidad crítica con la administración y sus aliados multimillonarios. Hablando de multimillonarios, Patrick Soon-Shiong es dueño del otrora venerable Los Angeles Times”.
Corona el paisaje de desinformación: “Una encuesta reciente de Pew [Research Center] muestra que el 20% de los estadounidenses recurre a Meta para informarse, y otra encuesta mostró que el 59% usa regularmente X con el mismo objetivo”. Confirmando todo esto, Mark Zuckerberg (Meta), acaba de silenciar legalmente a una ex empleada, Sarah Wynn-Williams, quien publicó un libro sobre su empresa titulado Personas despreocupadas: Una historia con moraleja sobre poder, avaricia e idealismo perdido. En él, entre otras revelaciones, se destaca la dependencia y servilismo del empresario tecnológico con el Partido Comunista Chino, que aporta más de US$ 18 mil millones al balance anual de Meta.