CULTURA
temor y temblor

Corazón de corazones

En “La mujer que escribió Frankenstein” (Emecé, 2013; Minúscula, 2024), la escritora argentina Esther Cross sigue los pasos de Mary Shelley, la creadora del “moderno Prometeo”, con la ayuda de distintos y sorprendentes materiales. La acompaña al cementerio donde la escritora, de pequeña, se instalaba a leer; estudia sus cartas, su diario, la observa en sus duelos. Y profundiza en el mundo que se gestaba a su alrededor: la Londres moderna, la ciencia del futuro, mediante la experimentación con cadáveres. Luis Gusmán reflexiona sobre ese libro y señala dos de sus innumerables aciertos.

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Shelley. Izq. Una escena del film, protagonizado por Boris Karloff de 1931. Der. Esther Cross, la autora de La mujer que escribió Frankenstein, y Mary Shelley, la creadora del libro que se convirtió en mito. | cedoc

El libro de Esther Cross La mujer de Frankenstein comienza contando que sobre la tumba del poeta Percy B. Shelley, en el Cementerio Protestante de Roma, el epitafio “reza”: “Corazón de corazones”.  Pero a su cuerpo le falta el corazón, porque está enterrado junto a su mujer en una ciudad costera de Bournemouth, en Inglaterra. Su mujer fue Mary Shelley, la escritora que inventó esa criatura llamada Frankenstein.

La Mujer que escribió Frankenstein

Percy muere en un naufragio en Italia. Cuando su cadáver aparece, lo incineran. Pero un amigo salva el corazón del poeta. Mary se lo lleva con ella, envuelto en la primera página de un poema de su marido: Adonais.

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Los dos yacen en la tumba armando esa criatura póstuma que podemos llamar dos corazones. La literatura inglesa conoce de esos amores que retornan del más allá. Basta recordar que otro poeta, Leonard Sidney Woolf, marido de Virginia Woolf, después de asistir a su última despedida, ya de vuelta en la casa en que vivían, fue hasta el lugar donde habían plantado dos olmos. Un árbol se llamaba Leonard, el otro, Virginia. Ese día hubo una violenta tormenta, y el viento se llevó de cuajo el árbol llamado Virginia.

El libro de Esther reconstruye ese universo en que la inventora y la invención, de nombre Frankenstein, vienen al mundo.

La autora nos lleva como lectores a recorrer los cementerios, las capillas góticas, palabra hoy tan saqueada como los saqueos que encargaban los resurreccionistas donde cualquier cadáver, como conejillo de Indias, era materia dispuesta a la experimentación, dado que la ciencia de la época había descubierto lo que se conoció como galvanismo. Charlie Feilling lo llamaría “el agua electrizada”.

La leyenda del matrimonio de Percy y Mary se extiende. Con ella “nace” la figura de la escritora censurada y enmascarada, ya que es su marido quien lleva el libro, Frankenstein, diciendo que él es el autor. A tal punto que Walter Scott, en su reseña de la novela, habla de una novela escrita por un hombre.

Esther Cross cita el prólogo de la autora a la tercera edición, donde esta cuenta que eran cuatro los que querían escribir una novela: “El noble escritor (Byron) comenzó un cuento, del cual más tarde incluyó un fragmento final de su poema Mazeppa. Shelley […] comenzó un poema basado en la niñez. El pobre Polidori imaginó un relato”.

Mary Shelley era hija de una luchadora feminista, Mary Wolstonecraft, que murió a los diez días de parir a su hija. El marido encargó una máscara mortuoria, había que protegerla de “la codicia de los ladrones de tumbas”. Corta un pedazo de pelo y lo guarda, y escribe “Las reliquias influyen sobre mi mente…”.

Su padre, William Godwin, cuando Mary cumple 12 años, publica Ensayo sobre los sepulcros.

Cross coloca la cita justa del autor: “Sin embargo, al hombre cuando está vivo, en tanto criatura que ‘mira el antes y el después’, la suerte de su cuerpo ya no le resulta indiferente”.

Anota Cross el momento de esa epifanía invertida, una oscuridad luminosa, una revelación como un sueño puede engendrar monstruos: “Tenía que limitarse a describir el monstruo que acechaba en su almohada”.

La Inglaterra de ese tiempo “confiaba en la eficacia de las historias que circulaban boca a boca”.

El libro de Cross está contado también como una novela. Crea suspenso. Un médico que se niega a comprar un cuerpo porque lo consideraba demasiado caro: “Si un novato quería hacer  negocios por su cuenta y ofrecía precios más bajos, los resurreccionistas veteranos lo denunciaban a la policía o lo entregaban a una banda enemiga”.

Hasta se llegó a proponer la expropiación de los cuerpos de los suicidas y prostitutas.

El libro sigue las vicisitudes del cuarteto que se reunía en 1816 en Villa Diodatti, a orillas del lago de Ginebra, donde “vio a luz” esa criatura llamada Frankenstein. Ya en esa época se imagina una historia que rivaliza con la de tres hombres de esa mesa.

El libro escrito por Cross se propone de entrada “desandar los caminos de esos cuerpos extraños”. Del cuarteto, Shelley había muerto.

De sus premoniciones, sueños, visiones, su diario deja testimonio: “Anoche tuve la seguridad de que algo me acechaba. Sabía que iban a avisarme que había muerto alguien que conocí. De manera que el pobre Polidori se ha ido”. Ese amigo al que le gustaban los sonámbulos se suicida.

A Mary Shelley, del cuarteto solo le falta uno.

El 15 de mayo de 1824, escribe en su diario: “Esa fue la última noticia que cubrió con su sombra mis tristes pensamientos de anoche. Byron se ha convertido en una de las personas de las tumbas, en uno del innumerable cónclave al que pertenecen las personas que más quise”.

Sí, una tumba con nombre. En cambio, su hijo William es Para una tumba sin nombre, ya que en el desorden de los cementerios los cadáveres se extraviaban. A las mujeres que andaban por los cementerios buscando, en esa confusión de tumbas y epitafios, identidades equivocadas, se las conocía como “viudas perdidas”.

También lo sufrió como madre. El cuerpo de su hijo William se extravió. Ella recorrió como sonámbula: “Un largo camino de huesos”, para decirlo con un verso del iluminado William Blake.

También un camino de reliquias. Sí, Frankenstein es un exvoto. Una ofrenda votiva a los lectores, quizás, esos dioses profanos que, con su lectura, a la luz de una vela, le dieron vida a esa o a otra criatura literaria.

Hay en La mujer de Frankenstein innumerables aciertos, que condenso en dos. El primero: suele ser infrecuente en un libro que escribe sobre otro libro, situarlo en el estado de lengua de su época; el segundo, como lector, uno lo lee con el mismo temor y temblor que lo atrapa leyendo Frankenstein.