En el mundo biológico hay lugar para los cambios de perspectiva. Primero el evolucionismo darwiniano y la vida modelada desde las mutaciones aleatorias y la lucha por la supervivencia y la adaptación al medio ambiente. Luego, la heterodoxa bióloga Lynn Margulis propuso otra visión: la simbiosis como origen de la vida multicelular y la cooperación antes que la lucha como motor evolutivo.
El filósofo italiano Brian Massumi también propone otra mirada: ya no pensar “una política humana del animal “ sino “una política íntegramente animal”, en la que la comprensión de lo animal palpita desde “la subjetividad de la vida animal, y de la creatividad de la naturaleza”. Este experimento de pensamiento lo cristaliza en el libro publicado recientemente por editorial Cactus.
La proyección de Massumi hacia otro modo de recepción de la condición animal exige interpretar los ritos de cortejo de los animales como muestra de artisticidad antes que de mecanismos de selección sexual para el apareamiento y la reproducción. El proyecto filosófico para pensar al animal en su “propia política” requiere resituar al humano “en el continuum animal”, sin nunca soslayar la irreductible diferencia con el humano. Tampoco se puede prescindir de nuestro antropomorfismo, para intentar superarlo: nuestra separación despectiva respecto a lo animal; es decir, nuestra infatuada especie como supuesta poseedora exclusiva de la creatividad, el lenguaje y el pensamiento.
En este sendero es relevante la investigación de Bateson sobre el juego animal, y su “diferencia”. Cuando dos animales juegan a luchar ejecutan actos que “son similares, pero no iguales a los del combate”. Durante sus prácticas lúdicas los animales no se muerden. Así establecen una metacomunicación: “ahora estamos jugando, no luchando”. El juego animal es entonces lenguaje que, como el lenguaje humano, se abre a la abstracción: lo que parece una acción, un combate, en realidad es el juego que trasforma una situación. El animal juega “intensamente animado”, desde el entusiasmo del cuerpo como proponía el filósofo francés Ètienne Sourian: la intensidad del juego es una “plusvalía de vida”, un acto vivido como “un valor en sí mismo “, porque las expresiones instintivas implican “una dimensión irreductiblemente estética”.
El instinto es mucho más que repetición sin variaciones. De hecho, el instinto “tiene una tendencia innata a superar lo normal, a fuerza del entusiasmo del cuerpo. Está animado por un ímpetu inminente hacia lo supranormal”. Lo “supranormal” en el instinto anima una vitalidad de reinvención y resignificación, lo que demanda, a su vez, una forma distinta de comprender lo animal en su propia especificidad política, desde, por ejemplo, el paradigma ético-estético de Deleuze y Guattari, según el cual el encuentro en la naturaleza del humano y el animal es un “movimiento de singularización”; o el “mundo común” de Bruno Latour, y su concepto de naturaleza que señala el espacio común y democrático de coexistencia de humanos y no humanos.
Estas otras formas de pensamiento de la política animal abren a una lógica de inclusión mutua, con el humano ya no agazapado en su imaginaria superioridad jerárquica. Así, el humano se encuentra con el animal desde un “animocentrismo integrado en el que él pierde su predominancia a priori sin que se difumine ni se borre su diferencia o la de sus pares animales”.
Caminos de la filosofía actual, en los que el humano se reconcilia con la condición animal.
Lo que nos enseñan los animales sobre política
Autor: Brian Massumi
Género: ensayo
Otras obras del autor: Ontopower; Parables for the Virtual: Movement, Affect, Sensation
Editorial: Cactus, $ 18.500
Traducción: Angie Noguera y Andrés Abril