CULTURA
borges y la biblia VI

Conociendo verdades: el cero y el infinito

La vanidad, lo vano, es el vacío del alma, el alma enferma de los héroes griegos, el alma enferma de Adán que se deja dominar por el deseo exaltado, el intelecto que sometido al deseo nos condenó en la Caída al lenguaje de representación, a Babel, a la ignorancia. Borges también siente esta desesperación frente a nuestra imposibilidad de conocer, frente a un camino de confusas ilusiones en que vivimos con nuestros conceptos e imágenes. En esta sexta entrega de “Borges y la Biblia”, el escritor Julio César Crivelli enlaza y conecta las referencias al Eclesiastés en la obra poética del escritor argentino.

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Eclesiastés. Arriba: Salomón según Gustave Doré. Al lado: Francis Bacon (1561-1626), primer barón de Verulamium, primer vizconde de Saint Albans y canciller de Inglaterra, y Jorge Luis Borges. | cedoc

El Eclesiastés es un libro de los llamados Sapienciales, escrito con el regreso del Exilio. Nada se sabe de sus autores, aunque su texto menciona a Salomón. También menciona a Qohelet, un supuesto hijo de David, rey de Jerusalén. Es un libro sobre el escepticismo y la desilusión del conocimiento, sobre la “vanidad”, sobre el vacío irremediable de nuestros pretendidos saberes. Sin esperanza, vaga el hombre en la insignificancia de su razón.

En el primer verso, sin dudas el más conocido, expresa su nihilismo absoluto respecto del conocimiento: “¡Vanidad de vanidades. Todo es vanidad!”, y más adelante, “Yo, Qohélet, siendo rey de Israel en Jerusalén, me propuse inquirir y averiguar con sabiduría cuanto se hace bajo el cielo. ¡Dura tarea que Dios impuso a los hombres! He examinado cuanto se hace bajo el sol, y veo que todo es vanidad y esfuerzo inútil.” (Eclesiastés 1, 12, 18)

“Cuando me dediqué a conocer la sabiduría y a examinar las fatigas que se toma el hombre en la tierra –porque ni de día ni de noche ven sus ojos el sueño–, entonces descubrí, por lo que toca a las obras de Dios, que nadie puede comprender cuanto se hace bajo el sol. Por más que el hombre se esfuerce en investigar, no comprende. Ni el sabio que pretende saber logrará averiguarlo.” (Eclesiastés 8, 16-17)

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La vanidad, lo vano, es el vacío del alma, el alma enferma de los héroes griegos, el alma enferma de Adán que se deja dominar por el deseo exaltado, el intelecto que sometido al deseo nos condenó en la Caída al lenguaje de representación, a Babel, a la ignorancia. Borges también siente esta desesperación frente a nuestra imposibilidad de conocer, frente a un camino de confusas ilusiones en que vivimos con nuestros conceptos e imágenes.

Nace entonces la metáfora amarga del espejo el multiplicador del reflejo, el multiplicador de falsas representaciones y erróneas pretensiones de conocimiento. “Dios ha creado las noches que se arman/ de sueños y las formas del espejo/ para que el hombre sienta que es reflejo/ y vanidad. Por eso nos alarman”, dice en “Los Espejos”. En cambio, San Pablo, en la epístola a los Corintios, también se refiere a nuestro conocimiento como un espejo que nos confunde, aunque él espera recuperar el conocimiento adánico después de la muerte: “Ahora vemos mediante un espejo, borrosamente; entonces, cara a cara. Ahora conozco de modo parcial, entonces conoceré plenamente.”

Hay una trama infinita de Dios, una ley oculta que jamás podremos descifrar, los “hilos de una trama oscura” que aparecen en la segunda sección de “Nubes”: “¿Qué son las nubes? ¿Una arquitectura/ del azar? Quizá Dios las necesita/ para la ejecución de su infinita/ obra y son hilos de la trama oscura./ Quizá la nube sea no menos vana/ que el hombre que la mira en la mañana”.

Por ello el conocimiento es imposible y la ciencia vana. Desde Adán que intentamos inútilmente comer del fruto del árbol de la sabiduría. Borges relata en La Luna, la pecaminosa aventura de un hombre que se propuso “cifrar” el cosmos en un libro, o sea reescribir las Escrituras que dictó el Espíritu Santo. Pero al terminar su tarea vio la Luna en el cielo y comprendió que la había olvidado. “Y comprendió, aturdido,/ que se había olvidado de la Luna; (…), siempre se pierde lo esencial. Es una/ ley de toda palabra sobre el numen.”

 

Borges y los ciclos. El Eclesiastés anuncia que “no hay nada nuevo bajo el sol”, que nuestra “sabiduría” es cíclica, que repite siempre las mismas supuestas verdades, con distintas expresiones. Borges también toma esta noción del ciclo como metáfora de la negación del conocimiento: nuestra pretendida sabiduría no es más que ciclos, repeticiones, tautologías o meras probabilidades, según Kant. En “El Inmortal” Borges cita de los Essays de Francis Bacon, en los cuales éste cita a su vez un famoso versículo del Eclesiastés, que pone en boca de Salomón, y a Platón: “Salomón dice: no hay nada nuevo sobre la tierra”. De modo que así como Platón tenía imaginación, todo conocimiento no era más que recuerdo; así Salomón da su sentencia, que toda novedad no es más que olvido”.

 Aquí se vincula el idealismo platónico, según el cual cuando conocemos, solamente recordamos las ideas de una esfera del Ser, en la que obviamente no existimos; con el Eclesiastés, adonde Salomón enseña que no existe el conocimiento, que aquello que creemos que sabemos es, sencillamente, el olvido de nociones que ya teníamos. De modo que tal como explica Kant, nuestras nuevas verdades son meros desarrollos de algo que ya existía en la noción inicial, y nada nuevo incorporan.

En “La cifra”, Borges alude a los ciclos en el Eclesiastés, precisamente en el poema “Eclesiastés 1, 9”: “Repito lo cumplido innumerables/ Veces en mi camino señalado./ No puedo ejecutar un acto nuevo,/ Tejo y torno a tejer la misma fábula, Repito un repetido endecasílabo,// Digo lo que los otros me dijeron,/ Siento las mismas cosas en la misma/ Hora del día o de la abstracta noche./ Cada noche la misma pesadilla,/ Cada noche el rigor del laberinto.”

Y en “La noche cíclica”: “Lo supieron los arduos alumnos de Pitágoras:/ los astros y los hombres vuelven cíclicamente;/ los átomos fatales repetirán la urgente/ Afrodita de oro, los tebanos, las ágoras./ En edades futuras oprimirá el centauro/ con el casco solípedo el pecho del lapita... lo supieron los arduos alumnos de Pitágoras”.

¿Qué significa lo cíclico? ¿Por qué el Eclesiastés y Borges aluden a lo cíclico como frustración del conocimiento? Porque el ciclo implica regreso y no implica progreso. El ciclo implica volver al mismo lugar, sin incorporar nada nuevo. En cambio, cuando no hay ciclo hay progreso, si existe una recta infinita, como decía Euclides, entonces sí hay incorporación de conocimiento. Pero nuestra razón no puede concebir el infinito perdido en la Caída, el infinito no nos ha sido dado.

Nuestro pretendido conocimiento produce “verdades” que se apoyan en postulados indemostrables. En la matemática hay un discurso absolutamente coherente, pero que está apoyado en dos nociones absolutamente incomprobables e incoherentes para nosotros: el cero y el infinito. 

Nuestro conocimiento, nuestro lenguaje de representación, siempre fluye con apariencia de coherencia y de verdad, pero en realidad depende siempre de nociones remotas e inasibles, tan misteriosas como un Dios.