Un novelista argentino aconsejó que nunca hay que volver a los lugares donde alguna vez se fue feliz, ni volver a ver a las personas que quisimos cuando jóvenes. Babylon Revisited, cuento de Scott Fitzgerald, es la advertencia más elocuente de ese peligro.
Oigo a gente de mi edad recordar el Buenos Aires de los años 1960, los fastos del Instituto Di Tella, todo un mundo de creatividad y desenfado. Estoy seguro de que la férrea disciplina que me he impuesto, la de erradicar toda nostalgia, sentimiento morboso y estéril si los hay, no me engaña. Aquella isla de vida “bohemia” – palabra vintage aun anterior a aquellos años…– estuvo, sí, llena de estímulos para quienes fuimos jóvenes en ella y preferimos (o pudimos) no dejarnos aniquilar por las miserias del Onganiato; sé también que si quisiera revisar tantas perecederas obras que engendró, mi memoria sólo rescataría las de quienes estuvieron de visita en ese limbo pero no quedaron prendidos de su engañosa mitificación: ya sean Noé y De la Vega en la plástica, Roberto Villanueva y Marilú Marini en la escena, y sin duda otros que en este momento olvido.
Hubiese creído que un sentimiento semejante era patrimonio exclusivo del tango, de su elogio fúnebre del barrio que se fue, de las minas fieles de gran corazón, de la “fabriquerita” vestida de percal que se hará milonguera para vestirse de seda. (De paso: es interesante que las letras de tango –no su música, siempre alerta– sean al mismo tiempo un residuo arqueológico y guarden intacto el poder de suscitar un espacio sentimental fuera de toda actualidad. “Los muchachos de antes no usaban gomina” –los de hoy tampoco, a menos que el gel sea entendido como sucedáneo ocasional–, “no se conocían cocó ni morfina” –aquí basta con reemplazar la segunda palabra, confinada al uso médico, por la más reciente propuesta sintética–).
Y sin embargo no es así. Hay viejos insensibles al Berlín multicultural de hoy que se engolosinan con nombres y anécdotas de esos twenties que no conocieron pero que la industria de la nostalgia celebra y mantiene en vida como impalpables, redituables fantasmas. Y entrados los años 1960 romanos, cuando los habitués originales de Via Veneto ya habían emigrado desde que La dolce vita hizo pública su disipación elegante, Ennio Flaiano y Federico Fellini pasaron una noche por Piazza del Popolo y al ver las mesas del Rosatti llenas de turistas convencidos de participar en una vida que ellos mismos habían clausurado, el escritor lanzó su frase memorable: “Pobres infelices… se creen que son nosotros”.
Me sorprende descubrir algo parecido con respecto a Nueva York, ciudad que fascina a quien la descubre con la energía y el paladar no estragado de la juventud, pero no cumple sus promesas cuando los años desgastan aquella avidez e inexperiencia. Y son los escritores, más proclives que otros mortales a lamentar el tiempo perdido, quienes han repetido cíclicamente su desencanto.
Entre 1904 y 1905 Henry James volvió a los Estados Unidos después de veintiún años en Europa. Registró sus impresiones de esa visita en The American Scene (1907), donde no cede a la nostalgia a pesar de ver demolidas casas de familia en Boston y en Nueva York. Su asombro ante lo que la inmigración masiva ha hecho del país aparece desmenuzado como las impresiones de un personaje de sus novelas tardías. La visita a un music-hall judío del Lower East Side de Manhattan es una página extraordinaria, donde el espectáculo de la escena le resulta menos interesante que el del público.
A lo largo del mismo siglo, otros escritores no compartieron esa discreción ante el trauma del reconocimiento. En 1906 Edith Wharton escribía que la Nueva York de su juventud, la que conoció en 1870 y 1880, había sido algo muy especial, pero que había sido liquidado. Theodore Dreiser, a principios de los años 1920, observó que la Nueva York a la que había llegado en 1906 era un lugar lleno de color, ahora opacado, aburrido. Hacia 1932, Scott Fitzgerald lamentaba que la Nueva York adonde había elegido mudarse diez años antes hubiese perdido todo el glamour que lo había seducido. Saul Bellow, en los años 1960, sentía que la Nueva York rica de estímulos intelectuales que había conocido en su juventud ahora lo deprimía “por tanta sensación de maldad y desesperación en el ambiente”. Y en 1971, en su última carta a Vladimir Nabokov, Edmund Wilson escribió: “Estamos impacientes por dejar Nueva York, que se ha convertido en un infierno total. No sé siquiera si tendré fuerzas para volver a visitarla”.
Acaso para todos estos escritores Nueva York haya sido una metáfora de la juventud perdida, atesorada, embellecida en la memoria. “¿Quién me robó mi niñez?” llora el tango, y aunque Cátulo Castillo y Sebastián Piana conocen la respuesta, este saber no les borra la pena. Nabokov tuvo la suerte de morir antes de que Leningrado recuperase el nombre de su añorada San Petersburgo y se dejase tentar por una invitación y un homenaje que lo confrontasen con la ciudad actual.