En este final, que no es más que otra forma de volver al principio, veremos cómo Caín y Abel constituyeron una profunda influencia en Borges. Y también, que su comprensión de estas figuras brinda la razón –si es que es una razón–, por la cual Borges las iguala, casi las une.
Siempre es bueno recordar la simpleza, a veces brutal, la brevedad contundente de las metáforas bíblicas, que con su profundidad han hecho que deliberemos durante siglos. En Génesis, 4, 5, dice sobre Caín y Abel: “Abel fue pastor de ovejas y Caín agricultor. Al cabo de un tiempo, Caín presentó a Yahveh una oblación de los frutos de la tierra. También Abel ofreció primogénitos de sus ovejas, con su grasa. Yahveh se complació en Abel y en su ofrenda, pero no en Caín y en la suya. Esto irritó a Caín sobremanera y tenía el semblante abatido. (…)
Dijo Caín a Abel, su hermano: “Vamos al campo. Y cuando estuvieron en el campo, Caín se lanzó sobre Abel, su hermano, y lo mató”.
Borges se refiere varias veces al mito de Caín y Abel, para poner en evidencia nuestra condición envidiosa, que es nuestra condición diabólica. No olvidemos que el ángel preferido se convierte en Satán por la envidia y que con la envidia produce la tentación en Adán y Eva.
En la “Milonga de dos hermanos”, los famosos hermanos Iberra, Borges plantea la envidia en el marco de la violencia ínsita en la historia argentina: “Traiga cuentos la guitarra de/ cuando el fierro brillaba,/ cuentos de truco y de taba,/ de cuadreras y de copas,/ cuentos de la Costa Brava y/ el Camino de las Tropas.// Venga una historia de ayer/ que apreciarán los más lerdos;/ el destino no hace acuerdos y/ nadie se lo reproche/ ya estoy viendo que esta noche/ vienen del Sur los recuerdos.// Velay, señores, la historia/ de los hermanos Iberra,/ hombres de amor y de guerra/ y en el peligro primeros,/ la flor de los cuchilleros y/ ahora los tapa la tierra.// Suelen al hombre perder la/ soberbia o la codicia:/ también el coraje envicia/ a quien le da noche y día/ el que era menor debía / más muertes a la justicia.// Cuando Juan Iberra vio/ que el menor lo aventajaba,/ la paciencia se le acaba/ y le fue tendiendo un lazo/ le dio muerte de un balazo,/ allá por la Costa Brava.// Sin demora y sin apuro/ lo fue tendiendo en la vía/ para que el tren lo pisara./ El tren lo dejó sin cara,/ que es lo que el mayor quería.// Así de manera fiel conté/ la historia hasta el fin;/ es la historia de Caín/ que sigue matando a Abel”.
El poema, sin dudas está inspirado en la simplicidad del texto bíblico, no hay hipérboles ni complejidades para mostrar la envidia. Además, el hombre no necesita una explicación sobre la envidia, es parte nuestra, una marca indeleble.
Pero Borges también ve a Caín y Abel como metáforas de nuestra conciencia, como polvo y soplo, las dos partes indivisibles de nuestra alma, unidas por la razón, por el intelecto. El intelecto es neutro, es un puro instrumento que puede servir a Caín, el deseo, o a Abel, el espíritu.
Nuestro íntimo ser, nuestra consistencia, se cifra en el intelecto, en la transición, en la Neshama. Somos seres en transición. Pero el intelecto es puro instrumento. Nada decide. Está siempre sujeto al deseo o al espíritu, o a ambos armonizados.
En ese sentido, todos somos Caín, la irresistible potencia del deseo que sopla como una tempestad, el eros que hace que podamos sobrevivir. Y todos somos Abel, el espíritu que armoniza al deseo.
Caín y Abel representan en esta visión al cuerpo y al espíritu, al instinto puro de vivir y al misterio de no saber. A nuestra eterna dualidad, que nace del polvo de que estamos hechos y del soplo de Yahvé que nos dio la vida. Ambas dimensiones conviven en nuestra alma. En “Génesis, 4, 8,” Borges nos dice: “Fue en el primer desierto./ Dos brazos arrojaron una gran piedra./ No hubo un grito. Hubo sangre./ Hubo por vez primera la muerte./ Ya no recuerdo si fui Abel o Caín.”
Recordemos que Génesis 4, 8; es precisamente el versículo en que se narra el asesinato de Abel: “Y cuando estuvieron en el campo, Caín se lanzó sobre Abel, su hermano, y lo mató”. Y así el deseo, Caín, es armonizado por el espíritu, Abel. Quizás si continuamos con la lectura del Génesis se pueda entender mejor su significado: “Y dijo Caín a Jehová: Grande es mi castigo para ser soportado. He aquí me echas hoy de la tierra, y de tu presencia me esconderé, y seré errante y extranjero en la tierra; y sucederá que cualquiera que me hallare, me matará. Y le respondió Jehová: Ciertamente cualquiera que matare a Caín, siete veces será castigado. Entonces Jehová puso señal en Caín, para que no lo matase cualquiera que le hallara. Salió, pues, Caín de delante de Jehová, y habitó en tierra de Nod, al oriente de Edén. Y conoció Caín a su mujer, la cual concibió y dio a luz a Enoc; y edificó una ciudad, y llamó el nombre de la ciudad del nombre de su hijo, Enoc. (…) Y Lamec tomó para sí dos mujeres; el nombre de la una fue Ada, y el nombre de la otra, Zila. Y Ada dio a luz a Jabal, el cual fue padre de los que habitan en tiendas y crían ganados. Y el nombre de su hermano fue Jubal, el cual fue padre de todos los que tocan arpa y flauta. Y Zila también dio a luz a Tubal-Caín, artífice de toda obra de bronce y de hierro.”
Caín es protegido por Yahvé, porque debemos permanecer como Él nos creó, con la dualidad cuerpo-alma; Caín-Abel. Por eso quién le matare a Caín, “siete veces será castigado”. Siete es el número de la Creación, que se hizo en siete días.
Caín y los cainitas son los fundadores de la civilización. Caín significa, “forjador, herrero”. Caín es nuestro deseo de vivir. Caín, armonizado por el espíritu Abel, usa a nuestro intelecto para protegernos de la naturaleza fatal, la naturaleza de Behemot y Leviatán.
En La Divina Comedia, conferencia de la serie titulada Siete noches, Borges describe a estas monstruosidades: “Dios está más allá de todo juicio humano y para ayudarnos a comprenderlo se sirve de dos ejemplos extraordinarios: el de la ballena y el del elefante. Busca estos monstruos para significar que no son menos monstruosos para nosotros que el Leviatán y el Behemot (cuyo nombre es plural y significa muchos animales en hebreo). Dios está más allá de todos los juicios humanos y así lo declara Él mismo en el Libro de Job. Y los hombres se humillan ante Él porque se han atrevido a juzgarlo, a justificarlo.”
Es el deseo cainita, el deseo material, el que nos impulsa a ser agricultores, a fundar ciudades, a criar ganados, a tener música (flauta) y poesía, (arpa), a desarrollar los metales, a luchar por la vida. Este es el deseo armonizado por el espíritu, por Abel. Abel significa “el que estaba con Dios, el efímero, el aliento,” y representa al soplo, al espíritu. (Al soplo que da la vida a la arcilla).
Mientras Abel viva en nosotros, no nos gobernará el puro deseo. Mientras viva el espíritu, mientras el alma esté en nuestra conciencia tendremos libertad y seremos hombres, seremos distintos de los demás animales.
Pero también puede suceder que el deseo “asesine” a Abel, el espíritu; que Abel, el armonizador, no esté más presente en nuestra conciencia, que nuestra conciencia se quede sin alma, que solamente busque la satisfacción del deseo, del deseo de poder, del deseo sexual, dr dominio de la naturaleza.
Entonces Caín –el deseo–, dominará a la razón, como el minotauro en el laberinto. El intelecto será instrumento de nuestro deseo desordenado, exaltado, ilimitado, y perderemos la libertad, y seremos como los demás animales, como dice el Eclesiastés. Porque es preciso decir que así como la civilización depende de Caín, el deseo, la libertad, depende del espíritu: Abel.
El puro deseo, Caín, es fatal y tiene siempre destino: el poder y el placer. Sometido a Caín, sujeto al deseo, el hombre carece de libertad, está sujeto a un modelo que repetirá sin poder elegir. Ya no será un hombre, porque el hombre es libertad.
Abel, el espíritu, ya nada engendrará, estará ausente, muerto, y nuestro intelecto gobernado por el deseo, será incapaz de vivir en libertad. Caín, el deseo sin la armonía del espíritu, es la negación de la dualidad. Es el predominio del polvo sobre el soplo, la muerte de Abel, y por sobre todo, de la libertad que nos distingue de los animales.
Por eso Borges nos señala que el verdadero asesino, el deseo, la materia, Caín, está presente en todos nosotros y que puede “dar muerte” al espíritu, Abel.
Entonces, el origen de la envidia y de la venganza no sería otra que la desarmonización de Caín, nuestro deseo animal, que en lugar de ordenarse mediante Abel, el espíritu, logra que sucumba y coloca al intelecto a su servicio.
La muerte de Abel implica la extinción de la libertad, del soplo con que Yahvé nos creó a su “imagen y semejanza”, el sometimiento de la razón a la saciedad inexorable del deseo, como si fuésemos iguales a cualquier otro animal.
De nuevo en “Leyenda”, texto incluido en el Elogio de la sombra, Borges enfatiza que Caín y Abel representan nuestra dualidad, nuestro polvo y nuestro soplo que desde la creación conviven. Y también que en los momentos de oscuridad, Caín, la civilización, el deseo de vivir, el eros, “matará” al espíritu, a Abel, que es “efímero” y que desaparecerá.
Dice “Leyenda”: “Abel y Caín se encontraron después de la muerte de Abel. Caminaban por el desierto y se reconocieron desde lejos, porque los dos eran muy altos. Los hermanos se sentaron en la tierra, hicieron un fuego y comieron. Guardaban silencio, a la manera de la gente cansada cuando declina el día. En el cielo asomaba alguna estrella, que aún no había recibido su nombre. A la luz de las llamas, Caín advirtió en la frente de Abel la marca de la piedra y dejó caer el pan que estaba por llevarse a la boca y pidió que le fuera perdonado su crimen.
Abel contestó:
—¿Tú me has matado o yo te he matado? Ya no recuerdo; aquí estamos juntos como antes.
—Ahora sé que en verdad me has perdonado –dijo Caín–, porque olvidar es perdonar. Yo trataré también de olvidar.
Abel dijo despacio:
—Así es. Mientras dura el remordimiento dura la culpa”.
Borges juega con la hipótesis que hemos señalado antes. El espíritu, Abel, sólo ha muerto simbólicamente, en realidad se ha oscurecido, se ha quedado sin luz, (sin la luz de la razón), opacado por el deseo que se apoderó del intelecto. Pero puede renacer, porque la posibilidad de la libertad cifrada en el soplo de Yahvé, sobrevive a los ataques del deseo, del Caín que llevamos dentro.
Ese renacimiento espiritual, la armonización del deseo mediante el intelecto, ordenada por el espíritu, la armonización de Caín y Abel que los vuelve nuevamente hermanos, sólo se consigue con el olvido que, en nosotros los hombres, equivale al perdón.
Nosotros, seres del intelecto y de Mnemosyne, no podemos perdonar, apenas podemos olvidar, extinguir la memoria. Porque el perdón es un acto puramente espiritual del que no somos capaces.
“Sólo Dios puede perdonar pecados”, se dicen los discípulos en Marcos, 2, 5. Sólo Dios puede, porque Él no depende de la memoria, ni de la razón, siendo puro espíritu, no está condicionado por la representación. Por eso nuestro “perdón”, que es en realidad olvido, nace cuando se extingue todo recuerdo, cuando la memoria queda vacía de todo “remordimiento” o “culpa”.
Cuando Abel perdona a Caín renace el soplo, renace el espíritu armonizador y Caín, el deseo, se dirige hacia la vida.