CULTURA
Tensiones

Antisionismo y antisemitismo: las palabras y las cosas

Semanas atrás, en un encendido intercambio en la Cámara de Diputados, la legisladora del PRO Sabrina Ajmechet exclamó que “¡antisionismo es antisemitismo!”. En este artículo, el escritor y ensayista Matías Wiszniewer reflexiona sobre la falta de rigor en la sentencia expresada.

Antisionismo
Carteles en Mea Shearim, el barrio de Jerusalén en que habitan los judíos más ultraortodoxos. “Los judíos no son sionistas” y “la Torá demanda que toda Palestina retorne a la soberanía palestina”. | Matías Wiszniewer

El 29 de abril de 2024 la diputada del PRO Sabrina Ajmechet pidió tratar en la Cámara de Diputados una “cuestión de privilegio”: indignada, acusó de “antisemitismo” a algunos legisladores opositores. En el apogeo de su breve exposición, para quitar legitimidad a toda crítica sobre lo que las Fuerzas de Defensa de Israel están perpetrando en Gaza, exclamó que “¡antisionismo es antisemitismo!”. Falta de rigor lamentable para quien se presenta como autorizada a disertar acerca de algo tan importante, complejo y profundo.

Antes que nada hay que advertir lo falaz de igualar crítica a Israel con “antisionismo”, porque no todos los que cuestionan el modo en que Israel ejerce su “derecho a defenderse” (modo que Ajmechet avala en su discurso) son antisionistas. Pero lo más grave es la equiparación comentada entre “antisionismo” y “antisemitismo”. 

Hubiera sido deseable que la legisladora se molestara en estudiar a un destacado filósofo argentino cercano a su espacio político: me refiero a Santiago Kovadloff y a su libro La extinción de la diáspora judía. Editado en Buenos Aires en 2013 y republicado en 2024, este magnífico ensayo da a conocer las indagaciones de muchos brillantes intelectuales judíos de las últimas décadas sobre la intrincada relación entre la diáspora y el Estado de Israel a partir de la creación del nuevo país. Los pensadores enumerados por Kovadloff muestran posiciones extremadamente críticas hacia las políticas israelíes e incluso, en algunos casos, respecto de la existencia misma del Estado nacido en 1947. 

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Veamos algunos ejemplos.

George Steiner (prestigioso filósofo y crítico judío vienés) afirma que “nuestra verdadera patria no es un trozo de tierra rodeado de alambradas o defendido por el derecho de las armas… Nuestra verdadera patria ha sido, es y será siempre un texto.” Y expresa también que el nacionalismo israelí “no solo me parece ajeno al genio interior del judaísmo y al enigma de su supervivencia, sino que viola el imperativo del maestro Baal Shem Tov: ‘la verdad está siempre en el exilio’”.

Emmanuel Levinas (judío lituano y figura central en la filosofía del siglo XX) advierte que el Estado de Israel brinda por fin la posibilidad de establecer "la ley social del judaísmo", por lo que resulta inaceptable que el país asimile su conducta a la de cualquier otra nación, sino que está llamado a reimplantar los valores milenarios del pueblo judío. Se trata -dice Kovadloff sobre la postura de Levinas- de erigir un Estado “que dé cumplimiento al mandamiento de justicia que vertebra lo judío en el campo de la ley”.

Nahum Goldmann (otro judío lituano que trabajó con David Ben Gurión en la creación del nuevo Estado, dirigió la Organización Sionista Mundial y fundó y presidió el Congreso Judío Mundial) va más allá y declara que es en Israel donde el judaísmo corre su mayor riesgo de extinción, porque el peligro primordial que allí lo amenaza está “en el olvido de su carácter único, en la posibilidad de que los israelíes se satisfagan con ser una nación como cualquier otra”; de esa manera -afirma Goldmann- “estaríamos ante un caso de asimilación colectiva”. Y remata advirtiendo que de esta forma Israel no cumple con el sueño de ser “una nación de intelectuales que viva del espíritu”, sino que ha devenido “una pequeña Norteamérica en el Cercano Oriente con un ejército fuerte y una gran industria armamentista.”

En un fresco atardecer de febrero de 2023, encontrándome yo en Jerusalén, decidí sumergirme en los laberintos de Mea Shearim, el barrio en que habitan los judíos más ultraortodoxos del Estado Judío. Entre negocios de venta de Biblias, Talmudes, judaica y alimentos kosher, fui sorteando multitudes de hombres de negro y de mujeres con la cabeza cubierta, hasta alcanzar el centro del distrito. Grande fue mi sorpresa cuando me topé allí con banderas palestinas en las paredes junto a consignas en hebreo, árabe e inglés que atacaban a Israel y decían -entre otras cosas- que “los judíos no son sionistas”, y que “la Torá demanda que toda Palestina retorne a la soberanía palestina”. 

El último de los escritores citados en el libro de Kovadloff, Yacob Rabkin (historiador nacido en la URSS, educado por destacados rabinos de Israel y Francia, catedrático en Montreal y activo miembro de su comunidad) fue quien me aclaró aquella visión en principio incomprensible: una parte importante del judaísmo más religioso, tanto dentro como fuera de Israel, es rabiosamente antisionista. Ravkin -autor del libro Contra el Estado de Israel- recuerda que en el Éxodo bíblico se invoca al pueblo recientemente liberado de Egipto a ser “un reino de sacerdotes, una nación santa”, y recuerda que para la tradición ortodoxa solo a partir de la llegada del Mesías el pueblo podrá volver a la Tierra Prometida, por lo que haberla ocupado por las fuerza de las armas antes de ese epifanía fue un sacrilegio que violó el espíritu de la Torá, e implicó un injusto arrebatamiento de las poblaciones árabes que allí habitaban y con las que los hebreos de Palestina coexistieron en paz durante más de un milenio.

Con una adscripción al judaísmo que no podría ser más lejana a la de estos hombres de largas barbas, “peies” y sombreros, Albert Einstein advirtió ya en 1929 que “si nosotros nos revelamos incapaces de alcanzar una cohabitación y acuerdos con los árabes, entonces no habremos aprendido estrictamente nada durante nuestros dos mil años de sufrimientos, y mereceremos todo lo que llegue a sucedernos”. Y desde un lugar también diverso, los judíos revolucionarios de Europa Oriental que en los albores del siglo XX formaron el Bund (muchos de ellos exterminados por los nazis), se oponían al sionismo por considerarlo un movimiento “burgués”, al tiempo que postulaban una sociedad sin explotación del hombre por el hombre donde el “problema judío” dejaría de ser tal. 

Queda entonces muy claro que el mundo judío fue agitado desde principios del siglo pasado por muchas valiosas posturas enfrentadas al devenir del proyecto israelí, ora enarboladas por sionistas críticos, ora por judíos antisionistas. No hay equivalencia alguna entre criticar duramente a Israel y ser antisionista, ni entre “antisionismo” y “antisemitismo”, más allá del absurdo planteo que la diputada Ajmechet podría haber evitado informándose un poco más, haciendo honor así al Honorable recinto en que pronunció sus palabras.