En el sur vive un escritor que además de escribir tiene un vivero con un nombre hermoso, Tierra baldía, un homenaje, claro, al poema de Elliot. Se llama Diego Angelino y oí hablar de él la primera vez hace unos años cuando una lectora devota suya me puso Con otro sol entre las manos. Una edición barata, que había salido hacía años con el diario El Día, de La Plata. Me dijo “tenés que leerlo” con ese énfasis un poco alucinado que ponemos las lectoras cuando algo nos desarma la cabeza. Me contó, ella, Gabriela, que siempre que se topa con un ejemplar del libro lo compra para regalarlo. Difunde la palabra (escrita) de Angelino y multiplica a sus lectores.
Ese año o el otro compré por internet la edición de Caballo Negro. Fui a buscarla a la casa de un librero que murió, repentinamente, poco después. También me hice acólita de Angelino.
Nació en Entre Ríos así que además nos une la provincia, el territorio de origen. De joven emigró a la Patagonia y allí armó su familia, tuvo a sus hijas, con Alba (en el preescolar tuve a una señorita Alba y cada vez que escucho ese nombre, todo me parece bueno y amable).
Los cuentos de Diego Angelino, un hombre con la misma barba desde joven, una que nace en las patillas y baja por el contorno de su cara y carece de bigote, son excepcionales. No voy a decir lo remanido: “el secreto mejor guardado…” porque desde hace un tiempo ya no son un secreto ni él ni sus cuentos ni sus tres novelas. Como Edgar Lee Master en Spoon River y Sherwood Anderson en Winnesburg, Ohio, Angelino funda y traza el mapa de un pueblo: Campo del Banco, inspirado tal vez en los pueblos entrerrianos que habitó en su infancia. Y como en las obras de estos dos escritores norteamericanos, en ese mapa conviven historias y personajes que a veces vemos pasar en uno de los relatos para volver a reencontrarlos en el siguiente. Casi como quien saca la reposera a la vereda, se sienta y ve pasar a los vecinos. Los personajes de Angelino son seres rústicos, podemos presumir que muchos son analfabetos, hombres y mujeres con las pieles curtidas de trabajar de sol a sol; ásperos y de pocas palabras; escurridizos o, como decimos en mis pagos: chúcaros. Sin embargo y pese a su aparente simpleza, son personajes complejos y cada uno atesora un misterio. No son estereotipos del campo argentino, si no personajes singulares que no hacen lo que esperamos, que se corren en el momento justo, como si estuvieran siempre fuera de foco. Por eso mismo tampoco son personajes lineales, si no que podemos intuirlos llenos de contradicciones. Ni buenos ni malos, buenos y malos al mismo tiempo; llenos de defectos y llenos de virtudes: los personajes de sus cuentos están terriblemente vivos. El narrador nunca está por encima de sus personajes o de las peripecias que atraviesan, si no que parece narrar ubicándose en el corazón mismo de las escenas. Nos interpela y nos involucra sin obligarnos a tomar partido, sin señalarnos qué deberíamos pensar de lo que estamos leyendo: en todo caso empujándonos a pensar desde un lugar más humano y generoso.
Hace unos años escribí algo sobre sus relatos y después recibí un correo de Angelino y nos escribimos un par más a lo largo de estos años, pero nunca lo vi en persona. Ahora Eterna Cadencia publicó sus Cuentos Completos y lo presentamos hoy en Dumont 4040, a las 16. Sospecho que es un acontecimiento que Angelino deje su casa en el sur y vuele a Buenos Aires. Para mí, sin dudas será un acontecimiento conocerlo, darle las gracias por su obra, tal vez, si se deja, darle un abrazo.