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Medio Oriente: Otras piezas, el mismo rompecabezas

Un futuro clave y con demasiados “dueños”

La caída de Bachar Al Asad y el fin de la dinastía iniciada por su padre hace 53 años marcan un cambio de época para Siria. La heterogénea coalición que forzó su salida y asilo en Moscú y los orígenes yihadistas del nuevo líder del país siembran interrogantes sobre el impacto regional de este viraje.

Al Asad y su padre gobernaron Siria durante medio siglo.
Al Asad y su padre gobernaron Siria durante medio siglo. | AFP

Hay quienes atribuyeron la velocidad del desenlace a diferentes circunstancias, que favorecieron un contexto hostil hacia quien había heredado el poder de su padre a mediados del año 2000. Algunos apuntaron a que Rusia, uno de sus principales aliados y su sostén militar en diversos momentos, estaba por esas horas demasiado enfocado en la guerra que libra contra una Ucrania apoyada por la Otan.

Otros recordaron la ofensiva y los letales golpes dados en los últimos meses y semanas por Israel contra la milicia y partido proiraní de Hizbollah y las incursiones y bombardeos lanzados por el gobierno de Benjamin Netanyahu en el Líbano, la propia Teherán o la ya arrasada Franja de Gaza. Y aludieron a la encrucijada en la que quedó el gobierno de los ayatolás.

También hubo quien especuló con que el regreso de Donald Trump a la Casa Blanca, dentro de poco más de un mes, aceleró los movimientos y estrategias de un conglomerado de combatientes que hasta hace poco más de una semana eran “los rebeldes sirios” y ahora están al frente de un país devastado por guerras y terror, pero emblemático por su rica historia y su ubicación en el tablero global.

Pasaron 13 años desde aquella vertiente siria de la llamada “Primavera árabe” que suponía una rebelión espontánea en contra de la autocracia y la hegemonía en el poder de Bachar Al Asad, el presidente que a comienzos de este siglo sucedió en el cargo a su padre, Hafez Al Asad, quien había llegado al poder en 1971.

Pero aquel movimiento de cambios de 2011 en la región, que finalmente no resultó ni tan espontáneo ni tan democrático, o reemplazó en algunos países a un autócrata por otro, no prosperó en Siria, sino que derivó en una insurrección armada seguida de una guerra con demasiados actores internos y externos y un funesto balance de cientos miles de muertos (más de 300 mil de ellos civiles) y más de seis millones de desplazados y refugiados en distintos países.

Festejos y cautelas

La confirmación de que Al Asad y su familia dejaron su país y recibieron asilo en Moscú y las promesas de “moderación” de los exlíderes rebeldes, ahora convertidos en nuevas autoridades de la nación, fueron celebradas por políticos sirios en el exilio y por buena parte de la población que sufrió la mano dura de esta dinastía durante más de 50 años.

Las reacciones contra el régimen, durante tanto tiempo reprimidas, se reprodujeron en diferentes ciudades no sólo sirias, mientras diferentes medios internacionales, mostraban las primeras imágenes de la cárcel de Sednaya, a unos 30 kilómetros de Damasco. Postales de horror o prueba de los crímenes de un gobierno que cayó quizá cuando menos se auguraba su final.

Claro que nada es tan simple de explicar ni entender en un escenario como el de Medio Oriente y menos aún en Siria, mosaico milenario multicultural y multirreligioso, donde el desafío inmediato será establecer una convivencia pacífica entre grupos muy disímiles y a menudo rivales a los que unió una causa que acaba de alcanzarse: “destronar” a Al Asad. A esas diferencias internas que no tardarán en emanar de la nueva coalición oficialista deben sumarse los movimientos de otras piezas claves de este rompecabezas: Turquía, Rusia, Irán, Israel y, menos visible pero siempre clave en sus injerencias, Estados Unidos.

Hayat Tahrir al Sham (HTS) lleva por nombre y sigla el grupo que, luego de tomar el control de distintas ciudades, entró esta semana triunfal en la capital del país. Una escisión o una coalición heredera de la antigua rama de la red Al Qaeda en Siria, lo que de por sí habría encendido muchas más alarmas que las actuales apenas un puñado de años atrás.

Ahmad al Shareh, un ex yihadista más conocido por el nombre de guerra de Abu Mohammed al Julani, es el máximo líder del nuevo gobierno, mientras que Mohammad al Bashir asumió como primer ministro. Ambos han hablado de respetar libertades y desde un comité político que tiene sede en Ginebra se pregona un Estado de Derecho. Sin embargo, sectores muy distantes u opuestos al fundamentalismo extremo que encarnaron en su momento el Frente Al Nusra (escisión de Al Qaeda en Irak) o el propio Isis, Estado Islámico que mudó desde la ciudad iraquí de Mosul a la siria de Raqa la capital del califato proclamado en 2014 por Abu Bakr al Bagdadi, tienen fundados motivos para desconfiar.

Juntos y revueltos

Aún hay demasiadas heridas sin cerrar y multitud de grupos armados que mantienen hostilidades y cuentas pendientes entre sí. Los kurdos-sirios, que controlan algo más del 23 por ciento del territorio del país, fueron determinantes en el combate y la derrota al Estado Islámico, que pese a todo conserva más de 10 mil milicianos armados no muy lejos de Idlib.

Con el cambio de mando en Washington es posible que Estados Unidos deje de dar cierta cobertura a los kurdos-sirios a los que Turquía ha perseguido y combatido incluso con incursiones militares en territorio de su vecino.

Rusia, que además de su alianza con Al Asad en su momento también fue clave en la derrota de los combatientes del Isis y en proteger la retaguardia de los kurdos pidiendo contención a Turquía, hoy está ocupado en otro conflicto. Moscú hizo saber, pese a todo, que espera mantener sus dos bases sobre el Mar Mediterráneo, una en Tartús y la otra Jmeimin, cerca de Latakia.

Irán, en tanto, sopesa los daños colaterales que este cambio de régimen sirio sumará al descabezamiento de Hizbollah, sobre todo a partir de los ataques israelíes sobre suelo libanés. Y escudriña los vínculos entre el HTS y la monarquía saudí, con la que las autoridades de Teherán se disputan la influencia sobre el mundo musulmán.

Mientras, Israel, aunque celebró el final de la dinastía Al Asad en el poder de Damasco y abogó por la instalación de un gobierno democrático en su lugar, lanzó una serie de bombardeos “preventivos” contra la flota y diferentes unidades militares de Siria, destinados a menguar aún más el poder de fuego de un vecino con el que ha mantenido guerras abiertas y solapadas durante años. Además, desplegó fuerzas en otros sitios de los Altos del Golán, anexados en la Guerra de los Seis Días de 1967 y que la ONU insta a devolver a Siria como parte de un plan de paz más integral.

Renacimiento o caos

Por acciones u omisiones no resulta entonces tan complejo entender o conjeturar por qué cayó Al Asad. Mucho más difícil es predecir si el experimento instalado en su reemplazo será capaz de conciliar intereses tan divergentes o cada grupo intentará imponerse por la fuerza.

Es complejo intentar hacer “futurología” acerca de una nación que no tiene garantizadas dos premisas básicas como soberanía e integridad territorial. Hay quienes creen más probable que emerja una nueva teocracia o vislumbran conflictos similares a los sufridos por Irak tras la invasión lanzada en 2003 a contrapelo de la ONU por George W. Bush, que acabó con el ex aliado de Washington Saddam Hussein ahorcado y un fracaso rotundo del intento de imponer “democracia” a los bombazos.

Otros recuerdan el caos y las guerras tribales que sobrevinieron y aún perduran en Libia, tras el linchamiento de Muammar Kadhafi con anuencia de las potencias de Occidente. Imágenes lúgubres de una “primavera” que entonces no fue tal y precedió a oscuros “inviernos” que ojalá no se repitan en un suelo regado ya con demasiada sangre.