Reparé por primera vez en ellos cuando la mujer se le quejó al mozo por una mosca que había decidido circular exclusivamente en su área de influencia.
"Moscas hay en todas partes", atinó a decir Marito, el mozo, antes de ensayar un ampuloso pero inútil intento de espantar al insecto.
Después el problema fueron los calamaretis. Según el marido –tenía pinta de marido– no estaban lo suficientemente bien cocidos y se lo hizo saber a Marito, que adujo, ya en modo zen, que la especialidad pedida por el señor requería ese grado de cocción, pero que si lo quería cambiar no había problema.
El tipo le dedicó un gesto ligeramente despectivo que, en el contexto, fue interpretado como un “ya está”.
Los comentarios entre ellos, cuando Marito se alejaba, eran más explícitos. Escuché un “no venimos más” y un “hasta el vino está raro” (Trumpeter).
Intenté olvidarlos por un rato para concentrarme en lo mío pero no pude (o no supe o no quise): era obvio que el postre también tendría algún problema. Marito volvió a pedir disculpas y ofreció un cambio de postre, pero recibió la orden perentoria y definitiva: “Traenos la cuenta”.
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Eran 77.000 pesos que el hombre pagó expeditivamente, sacando la tarjeta de crédito como quien saca un arma. Pero el posnet, que no entiende de subjetividades, marcó “error”. El matrimonio reaccionó al unísono: “¡Es imposible!”.
Como en los casos de dóping, hubo contraprueba, con idéntico resultado. Marito, imperturbable.
La mujer sacó su propia tarjeta y la expuso con una suficiencia inoportuna, que alimentaba hacia afuera los peores augurios. La maquinita tardó más de la cuenta en expedirse y finalmente habló a través de su intérprete, que era Marito: “Dice 'fondos insuficientes’” (creo haber percibido un tono levemente más elevado y ya la mía no era la única mesa testigo).
–¿Trajiste la de débito?, balbuceó ella, bajando súbitamente tres cambios.
–No.
Marito sintió que era su momento: “Es su noche de suerte, en efectivo tienen un 20 por ciento de descuento”. Podía haberse ido a atender momentáneamente otra mesa, para descomprimir, pero se quedó a ver como el hombre y la mujer, ya transpirados, contaban billete tras billete hasta llegar a... 75.000 pesos.
Marito puso cara de compartir la desgracia de ese matrimonio, que parecía exceder un almuerzo fallido: “Está bien, no hay ningún problema, ustedes son clientes de toda la vida, cuando puedan me traen la diferencia...”.
El matrimonio se fue en silencio. No hubo disculpas ni reproches. Marito agarró la plata (había billetes de cien) y se fue para la caja. Al pasar por mi mesa me guiñó un ojo y le devolví el gesto alzando mi copa de vino (de la casa).
* Periodista y escritor. Página 12.