Ni filósofo, ni pintor, ni poeta. Imposible encasillar la figura de Oscar del Barco dentro de alguna de estas disciplinas, porque el artista tendió a unificarlas a todas naturalmente a lo largo de su vida.
Quizás sea por eso que en la muestra que inauguró el pasado jueves en el Museo Superior de Bellas Artes ‘Evita’ Palacio Ferreyra no haya nombres, ni epígrafes, ni descripciones. Sólo una ínfima parte de su vasta obra pictórica (“ni el 10 por ciento de sus pinturas”, según la directora del museo) ocupando todo el tercer piso.
“No expliquen nada, que el espectador tenga que poder sentir y poder pensar por sus propios medios”, justifica la decisión el artista.
Con textos de Diego Tatián, ‘despojos’ empezó a pensarse desde el museo hace dos años: “Queríamos hacer algo muy respetuoso, pensado y cuidado. Una de las curiosidades que tiene la exhibición es que él no quiso que pusiéramos ningún dato, año o nombre de las obras porque la exposición no es una temporalidad lineal sino una relación con la producción todo el tiempo”, explica Mariana del Val, directora del museo.
En efecto, del Barco trabajaba casi pulsionalmente, recolectando objetos en sus paseos y caminatas, en un intento de pensar con las manos cuando las palabras no le alcanzan. En el mundo de Del Barco, todo es factible de ser una obra de arte. “Junta piedras, raíces, troncos, chapas. Va caminando por la calle, se encuentra con algo y hay que cargarlo porque luego pintará sobre eso”, dice Hélyda Peretti (su segunda esposa, con quien estuvo exiliado en México desde 1976 hasta 1983; ver más abajo).
Recorrido. Distribuidas en tres salas, las pinturas van desde representaciones que remiten a ese expresionismo crudo de posguerra, hasta obras que hablan sobre cierta festividad, en que la luz y el color son parte fundamental de la escena.
“En una de las salas hemos agrupado a los Cristos y dos obras que si bien no son Cristos expresamente, sí tienen que ver con esa oscuridad el hombre, con la tragedia y la muerte”, explica Del Val, quien reconoce lo inevitable de ‘guionar’ de alguna manera estas producciones.
En otra de las salas, donde las obras están expuestas más azarosamente, predominan los objetos encontrados (trapos, maderas, clavos, alambres de púa) que se superponen con un expresionismo abstracto lleno de datos y concepciones. “Así como escribe todo el tiempo, tiene también una verborragia pictórica y una enorme poética; en sus obras se puede apreciar eso que no muestra, que no dice, pero que va velando en los detalles”, reflexiona Del Val.
Obras que miradas desde lejos parecen abstractas, al acercarse revelan ciertas relaciones no azarosas que van remitiendo y trabajando sobre la memoria: “Hay una relación con ciertos datos, un señalamiento de aquel que fue un niño y no sabemos dónde está, por ejemplo”.
La muestra –inédita, excepto por pinturas que ya fueron mostradas con anterioridad– se compone de obras rasgadas, quemadas, esgrafiadas con pintura asfáltica, arrancadas: nada lo detiene a la hora de componer.
La relación con el soporte es parte fundamental también en la obra de Del Barco: “Tiene obra pintada sobre cartones de embalaje. En él, el soporte es un dato para trabajar, como si la superficie también hablara”, finaliza del Val.
Perfil
INCLASIFICABLE. “He tratado de cavar indefinidamente y sin plan alguno”, dice Del Barco, quien a los 93 años inauguró su muestra ‘despojos’.
Oscar del Barco nació en Bell Ville en 1928. Publicó libros de ensayos, filosofía, poesía y ética. En los últimos 30 años ha pintado compulsivamente (su última pintura fue realizada hace un mes y también es parte de la muestra ‘despojos’).
Artista inclasificable, su obra no tiene una línea de tiempo, sólo lo mueve esa pulsión por crear; decisión artística y a la vez ideológica: todo lo que estuvo antes, está también ahora. Como en un gran pensamiento circular.
Estuvo dos veces en París (la primera vez becado por la UNC en 1962 y luego en una estadía de tres meses); se exilió en México durante siete años, época en la que trabajó en la Universidad de Puebla, donde además de dar clases de filosofía se convirtió en director de su Centro de Investigaciones.
“Córdoba siempre ha sido su punto de referencia, cuando vimos una perspectiva de que se podía volver a la Argentina, empezamos a planificar la vuelta”, rememora Hélyda Peretti.
Sobre su época pictórica, Peretti recuerda que “él dibujaba siempre: en papelitos, servilletas. Era algo natural en él, si tenía una lapicera y un papelito a mano, siempre estaba dibujando. A partir del año ‘91, ’92, viene una época de referencia muy fuerte porque mueren en corto tiempo –tres meses– su hermano mayor, su amigo del alma y su primo Rodo Ortiz, pintor. Después de eso él empieza a pintar ya con pintura”.
En su universo pictórico, experimentó con todo, desde collages hasta fuego: “En una época hacía cuadros y luego los pasaba por el fuego para darles otro efecto. Había algunos que eran hermosos ya de por sí y a uno le daba ganas de decirle: ‘no los quemes, por favor’”.
Todo en su obra es un reflejo de su vida: la de un ser sensibilizado ante las tragedias del mundo e impactado por la naturaleza.