Salvador Aparicio había hecho mal la cuenta. Pensó que el equipo de siete jugadores de la categoría 86 del club Abanderado Grandoli estaba completo. Pero no, faltaba uno. Mientras buscaba al séptimo jugador con la camiseta naranja restante en la mano, vio a un pequeño que pateaba la pelota contra una pared. Todo tiene una historia real y una historia comentada. Tal vez valga la pena dejarlo así. Tal vez no tenga sentido luchar contra los molinos de las historias deseadas y baste con exponer las versiones. Elijan ustedes, entonces, la primera gran aventura de Lionel Andrés Messi.
En las pocas entrevistas que concedió, Salvador aseguró que le pidió a la madre del chico que lo dejara jugar. Que lo notó menor (y lo era: tenía 4 años, el resto 5 o 6), pero que lo necesitaba. Y que, ante la negativa de la madre, la abuela intercedió para convencerla.
A Leo siempre le contaron una historia diferente. En su familia se dice que su abuela le propuso a Aparicio que lo hiciera jugar. Que ya vería sus condiciones. Y que, al día siguiente, después de haber sorprendido a todos, le pidió que le comprara un par de botines porque ella lo llevaría todas las semanas.
Más allá de cómo se haya dado su ingreso, sí coinciden en dónde jugó. La primera vez que Messi se enfrentó a rivales lo hizo volcado a la derecha, costado desde el cual haría el mismo gol cientos de veces. Pero esa posición no escondió una razón táctica ni la idea de que enganchara hacia el medio para que se perfilara mejor de cara al remate. “Lo puse en la derecha para que quedara cerca de su mamá: si se largaba a llorar, ella lo sacaría”, contó Aparicio en esas pocas declaraciones públicas que hizo en algunos canales españoles. Lionel no lloró. Simplemente dejó pasar la primera pelota. En la siguiente, corrió hacia delante. Y no paró.
El club le debe el nombre al barrio. Y el barrio se lo debe a Cleto Grandoli, el soldado rosarino que luchó en la guerra de la Triple Alianza y que, al momento de su muerte, portaba la bandera, de ahí: Abanderado Grandoli. Necesario en la vida de todo club amateur, Salvador Aparicio recorría las calles del barrio para invitar a los chicos a que se unieran; frecuentaba más precisamente la zona común de los edificios lindantes: los Fonavi, conocidos así por estar construidos con el Fondo Nacional de la Vivienda.
El Fonavi de Grandoli es el más poblado de la Argentina. Pero los Messi no vivían allí, sino a quince cuadras. Esa mañana de 1992, como muchas otras, estaban en el club porque luego jugaría Rodrigo, el segundo de los cuatro hermanos.
En 2009 falleció Aparicio. En 2005 le había contado a Jorge Topo López, periodista del diario Olé y uno de los que más conoció a Leo, que la última vez que se habían visto se le había colgado del cuello. No hubo entrevista en la que no lagrimeara. Decía que también lloraba cuando lo veía jugar. “Lo empecé a poner siempre. Primero en una categoría más grande y luego en la suya. Hacía seis o siete goles por partido”, juraba.
El fútbol suele otorgar el título de descubridor de un jugador a más de una persona, porque ¿quién descubre el talento? ¿El primero que lo ve? ¿El que recomienda su contratación? ¿El que lo cambia de posición?
Salvador se sacaba méritos: “Yo fui simplemente el primero que lo puso en una cancha”. No importa el ámbito ni las condiciones: cualquiera necesita una chance. La calidad debe ser probada.
David Treves tiene mucho que contar. Conoce el club Abanderado Grandoli como quien acude a un lugar durante 32 años. En ese afán de colaborar que tienen las familias habitués de una institución de ese tipo, fue entrenador de una categoría desde los 17 años. En 2007 decidió ser presidente y sigue siéndolo. Pero también tiene mucho que contar sobre el producto más famoso del club, así que acepta el hablar por teléfono y empieza a describir a Leo: “Era introvertido, pero entraba en confianza y parecía otro. Con mi papá había hecho buena relación. Lo recuerdo diciéndole desde una tribuna: ‘Treves, ¿me comprás unas papitas?’”.
También tiene imágenes de ese Lionel de la cancha: “Es imposible olvidarse de ese enano pintando nuestras canchas. Lo que ustedes vivieron en su adultez, nosotros lo vivimos cuando tenía 5, 6 años”. Pintaba la cancha: poesía. Hay más: Gente que no tenía nada que ver con los chicos se acercaba a aquellos partidos. Hacía lo mismo que haría después. Pasaba al equipo rival completo. La cancha era de siete jugadores, él jugaba en el medio. Pero bajaba, le sacaba la pelota de la mano al arquero, que era su primo Emanuel Biancucchi, y se lanzaba.
A esas edades no se juega en canchas de once jugadores. Ya llegaría ese momento. Todavía era la época de la diversión. La previa de los sueños. Grandoli fue, en definitiva, la apertura del show. El lugar donde comenzó a reunir público. Algo así como el garaje donde empiezan a ensayar los aspirantes a músicos, pero con público.
En Grandoli hoy se expone un mural con su imagen, aunque Messi nunca ha regresado. Treves reconoce esa ambigüedad: Nos hubiera encantado que alguna vez volviera. Sabemos que es difícil, que las instalaciones se colapsarían. Y que los papás se fueron mal del club por un malentendido. Pero sería muy lindo que colaborara de alguna forma. Aun así, lo amamos. Nos representa de la mejor manera.
Al final, las historias se repiten. El comienzo de la carrera de Lionel Andrés Messi, ese primer paso cuyas estadísticas no están documentadas, sucedió de la misma forma que el de tantos otros futbolistas. Un club dedicado a la clase laburante, canchas donde no abundaba el pasto, el amateurismo a flor de piel. Un club de barrio. Antes del camino más extraordinario, el comienzo típico.
El lujo en la vulgaridad. Como un reflejo de lo que vendría y de lo que sería: el más especial de los hombres comunes. Sus hermanos luego pasaron a jugar en Newell’s Old Boys. Su padre, años antes, también había jugado ahí hasta que tuvo que enrolarse en el servicio militar. Suficientes antecedentes para que Leo dejara Grandoli y comenzara en ese club que, en aquella época, todavía era una referencia en divisiones juveniles.
Sumado el sentimiento. Un comentario que Gerardo Grighini, un antiguo compañero, le hizo a Guillem Balagué, uno de los biógrafos de Messi, sobre su supuesta simpatía por River, generó entusiasmo entre los hinchas de este club. A esto se sumó que el primer futbolista que admiró, Pablo Aimar, jugaba en River (había sido, a los 10 años de Messi, uno de los más destacados en un seleccionado juvenil campeón del mundo). Pero no hay conocido de Leo de aquella época que no asegure que sus colores eran el rojo y el negro. En varias notas, además, él mismo comentó anécdotas de su época de hincha. Incluso en un video de su viaje de egresados de la primaria, se lo escucha gritar: “¡Aguante El Aguante! ¡Y aguanteNewell’s!”.
El Aguante remite a una expresión de la época: así se llamaba un programa del canal TyC Sports sobre las hinchadas y sus canciones, en tiempos en los que lo común era que en un estadio coincidieran (no siempre en paz, desde ya) hinchas de los dos equipos. Hay fotos, también, que quedan inmortalizadas.
Por ejemplo, esa en la que aparece Lionel levantando la pelota para hacer jueguitos, vestido con una réplica de la camiseta que usaba Newell’s en ese momento; conseguir la verdadera era tan dificultoso como oneroso.
Y hay otra foto que tiene una historia particular. La imagen fue tomada en el estadio de Newell’s, que todavía no se conocía como el Coloso. Un Messi adolescente, sentado en la platea, accedió a lo que sería una costumbre en su vida: sacarse una foto con un desconocido. El periodista Federico Cristofanelli recreó la historia en el sitio Infobae tras conocer a Alejandro Foglia, el actor secundario. “Mi hermano me preguntó si quería sacarme una foto con un jugador de Barcelona. Y me lo marcó”, contó Alejandro.
Ese 29 de mayo de 2005, el local enfrentaría a San Lorenzo; allí estaba el pibe que un año antes había debutado en el Barcelona y en ese momento disfrutaba de una licencia previa al Mundial sub-20, que lo tendría como figura absoluta. “Messi llevaba puesta una campera de jean. Antes de la foto se la sacó y le pidió a mi hermano su camiseta. Así salió. Y así quedó para toda la vida”. Entonces era imposible imaginar que esa instantánea se haría viral y se mostraría cada vez que se lo relacionara con su equipo. Estábamos en su época de niño y de preadolescente, la etapa, ahora sí, del desarrollo de los sueños. Y de la personalidad.
Enrique Domínguez, uno de los entrenadores que lo dirigió en Newell’s, lo definió en una especie de carta abierta, también para Infobae, en 2023: Yo conocí al hombre, pero a los 11 años. (…) Nunca se enojaba cuando algo no salía bien, y metía la pelota bajo el brazo y arengaba, marchando adelante de todos: “¡¡Vamos, vaaamos!!”, sin levantar la voz, poniendo el pecho, el mismo que invencibles mal calificaron alguna vez. Con el código de justicia bajo el brazo, invitaba a sus compañeros a la vendetta. Un pase, una pared, una doble, un sombrero, un caño y a las duchas.
Después de dos años en Grandoli, el 30 de marzo de 1994 Lionel Messi fue habilitado en la Asociación Rosarina de Fútbol como jugador de Newell’s. Diez días después, jugó su primer partido: en la goleada 6-0 al club Pablo VI, Messi hizo cuatro goles. En cada uno de los seis años que permaneció en Newell’s, convirtió siempre más de un gol de promedio por partido. En 1999, su último año completo, salió a jugar 29 veces y festejó 55 goles propios.
“Los padres de los compañeros se miraban y se preguntaban cómo podía ser posible”, recordó Domínguez. “Más allá de que esa categoría era sensacional. Tenía muy buenos jugadores. Claro, él era distinto”. Domínguez es el padre de Sebastián, exfutbolista de Newell’s, Vélez y otros clubes importantes de Sudamérica. El fútbol amateur saca tiempo, absorbe a quienes trabajan allí y cobran sueldos más bajos que en el profesionalismo. Sebastián lo definió en la revista El Gráfico: Para mi viejo, los jugadores eran sus hijos. Vivía para el fútbol. Llevaba palos de escoba para usar de estacas, armaba conos con capas y capas de papel maché. Nosotros, sus hijos, a veces le reclamábamos el cariño que les daba a los jugadores.
Enrique Domínguez y sus hijos apostaban a quién sería el crack que llegaría más lejos entre las tres categorías sucesivas de Newell’s: Mauro Formica, nacido en 1988; Messi, del 87, y Gustavo Rodas, del 86. Formica logró una muy meritoria carrera que lo llevó al fútbol inglés. Rodas fue campeón con el seleccionado sub-17 en un Sudamericano, pero luego no trascendió más que en instituciones como León Huánuco, de Perú, y Jorge Wilstermann, de Bolivia. El fútbol encierra demasiados condicionantes que impiden expresar el potencial, ninguno tanto como la falta de constancia.
El ámbito en el que se desarrollan las promesas ayuda o retrasa, potencia o impide. Leo hizo la primaria completa en la Escuela N.o 66 General Las Heras y había empezado la secundaria en la Juan Mantovani hasta que se fue a vivir a España. De los meses en esta última se desprende una versión a la que nadie le pone nombre. Habría sido una preceptora quien entonces le habría pedido que reconsiderara sus prioridades: “Nene, dejá de patear y ponete a estudiar, que así no vas a llegar a nada”. Su obsesión era la pelota: tanto en los entrenamientos y en los partidos, como en los recreos y en las tardes libres; en una cancha o en la vereda. El fútbol se aprendía a todas horas, era el entretenimiento por excelencia. Algo que la sociedad ya no ofrece. El fútbol callejero, desprovisto de temores, es una imagen que al país le cuesta devolver.
Si bien con los años regresaría a la escuela primaria para saludar a sus viejas maestras, los amigos que conserva de sus años en Rosario son los del club. Los de la categoría 87. Los que, si les llevaban cinco goles de diferencia a los rivales, desaceleraban porque en esas divisiones existía un pacto para no generar un resultado que bajoneara anímicamente a los chicos derrotados.
El grupo en el que él se destacó incluso entre sus compañeros, que alguna vez le pidieron que hiciera jueguitos en una esquina para tratar de recaudar unas monedas. Con los que actualmente comparte grupo de WhatsApp, pero no lo invaden nunca y le valoran la simpleza.
Por pedido de su padre, Sebastián Domínguez le llevó a Messi, cuando coincidieron en una convocatoria de la selección argentina, una foto de la formación de aquellos tiempos en
Newell’s. “No te acordás de esta foto, ¿no?”, lo apuró. Leo le respondió con los nombres de cada uno y, también, con el equipo en el que jugaban o a qué se dedicaban varios de ellos. Y le enrostró una anécdota que lo vinculaba: “El día de esa foto, armamos un torneo de penales y vos jugaste. Ya estabas en primera.
Apostamos una Coca. Gané y me la tuviste que comprar”. De la misma forma que en el seleccionado comenzaría a ser capitán más allá de su introversión, en 1999 llevaba el brazalete en Newell’s. O una especie de brazalete. Así se lo contó un testigo privilegiado a Infobae en 2017. Su nombre es Mario Pereyra y jugaba en General Paz Juniors, un equipo de Córdoba que participó en un torneo en El Trébol, provincia de Santa Fe. La anécdota vale la pena: Perdimos 4-0 en la fase inicial con cuatro goles de Messi. Pero nos clasificamos los dos. Nuestra categoría 87 era la mejor de Córdoba y se decía que la de ellos era la mejor del país. Llegamos a la final. Nuestro técnico me pidió que siguiera al 10 hasta si salía a tomar agua. Mis compañeros le sacaban tres cabezas y el vago los hacía pasar como quería. Después del primer tiempo me felicitaron por cómo lo marqué. En el segundo tiempo, se gambeteó a todos. Palo y adentro. Ganaron con ese gol. Los padres de los dos equipos habían arreglado que cambiáramos la camiseta. La cambié con él. Llegué a Córdoba y le saqué una cinta marrón de embalar que hacía de cinta de capitán. Con el tiempo supe quién había sido.
A finales de 1999, con 12 años, Lionel Messi ya había jugado 176 partidos y había convertido 234 goles en Newell’s. En seis temporadas, su equipo había perdido apenas seis encuentros. El boca a boca hacía que mucha gente quisiera verlo en acción. Aunque nadie podía asegurar hasta dónde llegaría, las divisiones juveniles de Newell’s paseaban orgullosas a su promesa. Sin embargo, el futuro le cambiaría los colores. A veces, una decisión puede resultar muy cara. Lo que no se invierte a tiempo puede transformarse en un gasto para toda la vida.