En la reciente cumbre del G-20 en Rio de Janeiro, el presidente Javier Milei se reunió con su par chino, Xi Jinping. En pocos meses, Milei pasó de negarse a negociar con comunistas y amenazar con cortar los lazos comerciales con Beijing, a considerar a China “un socio comercial muy interesante”, porque, según él, los chinos “no exigen nada, lo único que piden es que no los molesten”. Esta mirada de la primera potencia asiática no se condice con los tiempos históricos en los que vivimos.
En 2017, cuando Milei todavía no había ingresado a la vida política, el profesor de Harvard Graham Allison advirtió en el bestseller ‘Destinados a la guerra: ¿pueden Estados Unidos y China escapar de la trampa de Tucídides?’, que el ascenso de China a primera potencia mundial estaba provocando un cambio tectónico en el orden internacional, haciendo de la guerra con Estados Unidos una realidad probable, aunque no inevitable.
Bien puede servir a Milei, y a nuestros próximos presidentes, las recomendaciones que formula el profesor Allison sobre cómo encauzar las relaciones diplomáticas con China en las décadas venideras.
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En primer lugar, lidiar con esta nueva potencia exige definir cuáles son nuestros intereses en el plano internacional. Priorizar objetivos estratégicos a largo plazo, más allá de la ideología y la agenda del gobierno de turno, exigirá un acuerdo de todo el arco político argentino.
Algunas preguntas que deberían guiar esta conversación son: ¿qué grado de apertura comercial imaginamos con China, hoy nuestro segundo socio comercial después de Brasil? ¿Qué lugar ocupa la tecnología china y su industria de defensa en la modernización de nuestras Fuerzas Armadas, históricamente asociada a Estados Unidos? ¿Cómo imaginamos el intercambio cultural con China en las próximas décadas? ¿Qué prioridad otorgamos a las inversiones chinas en materia de infraestructura y cómo ellas afectarán nuestras relaciones con las potencias del hemisferio Occidental?
En segundo lugar, la Argentina debe entender cuáles son los intereses de China. A mayor comprensión de los objetivos del gigante asiático, mejor podrán los sucesivos presidentes argentinos definir nuestros objetivos y dotar a nuestra diplomacia de estabilidad y predictibilidad, dos rasgos bien valorados en las relaciones internacionales.
De esta manera, la Argentina podrá escapar de la lógica amigo-enemigo que suele caracterizar nuestro vínculo con algunos países, según el gobierno de turno. La diplomacia argentina no debe engañarse: como advierte Allison, el ascenso de China a primera potencia de Asia, y su aspiración a ser la potencia dominante en el mundo, no es sólo una consecuencia de su acelerado crecimiento económico, sino que es fruto de la concepción supremacista que tienen los chinos de la realidad internacional.
Beijing no quiere que la dejen en paz. Por el contrario, quiere ser una nación rica, poderosa y respetada.
Estrategia de relacionamiento
Una vez en claro cuáles son nuestros intereses y qué es lo que persigue China, se debe diseñar e implementar una estrategia de relacionamiento a largo plazo, constructiva, y libre de antagonismos y condicionamientos. Señala Allisson que el surgimiento de China como potencia mundial no es un problema a solucionar, sino una condición del sistema internacional, que debe ser manejada de forma inteligente a través de sucesivas generaciones.
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Contar con una visión estratégica que ilumine y guíe las relaciones diplomáticas es fundamental para alcanzar nuestros objetivos y defender nuestros intereses. La ausencia de una estrategia coherente y a largo plazo, como muchas veces sucede en la política exterior argentina, es una ruta segura al fracaso.
A modo de ejemplo, a poco de asumir el poder, el actual gobierno deshizo la decisión del presidente anterior de integrar los BRICS ya que, en palabras de Milei “la impronta en materia de política exterior del gobierno que presido desde hace pocos días difiere en muchos aspectos de la del gobierno precedente”. Este tipo de decisiones, que generan marchas y contramarchas en rumbos de acción que deberían estar cuidadosamente pensados y ejecutados con una visión a largo plazo, hacen de la Argentina un país falto de previsibilidad, poco respetable y escasamente atractivo para las grandes potencias.
Por último, enseña Graham Allison, priorizar la política interna. El verdadero desafío de los próximos años no es la supremacía china, sino la decadencia de la democracia en Occidente, la polarización de la vida política, el deterioro del imperio de la ley y la creciente corrupción. De esto, la Argentina conoce bastante.
En conclusión, lejos de no exigir nada, o de pedir que no la molesten, Beijing hoy plantea demandas, desafíos y alteraciones en el equilibrio internacional. La Argentina debe tomar nota de los tiempos en los que vivimos y prepararse para navegar de forma inteligente y diplomática las aguas del siglo chino.
(*) Abogado Asociado en el Estudio Jurídico Caballero & Caballero.
Profesor Superior en Cs. Jurídicas (UCA) y Maestrando en Investigación Histórica (UdeSA).