Itzhak Perlman es, sin duda, uno de los violinistas más grandes y reconocidos del siglo XX. Pero su historia no es solo la de un virtuoso de la música clásica; es también la de un hombre que aprendió a hacer arte con lo que la vida le dejó.
Se enamoró del violín a los tres años y medio. A los cuatro, la poliomielitis marcó su destino para siempre. Desde entonces, sus piernas dejaron de responderle y las muletas se convirtieron en sus compañeras inseparables. Y aun así —o quizás precisamente por eso— nunca dejó de soñar con la música.
Comenzó sus estudios en la Academia de Música de Tel Aviv y, siendo apenas un adolescente, cruzó el océano para ingresar a la prestigiosa Juilliard School de Nueva York. A los trece años ya estaba allí, entre los mejores. Debutó en el Carnegie Hall en 1963 y, al año siguiente, ganó la Leventritt Competition, premio que marcó el inicio de una carrera brillante e imparable.
De niño, muchos pensaron que su discapacidad sería un obstáculo insalvable. Pero sus padres creyeron en él. Y él también. Se aferró a su sueño con fuerza y, contra todo pronóstico, siguió adelante.
Vivía en un lugar frío, de inviernos crudos. Aun así, iba a sus clases de violín caminando con gran dificultad sobre la nieve. Sus muletas se hundían en el hielo, tropezaba, caía… pero siempre volvía a levantarse. En cada caída se repetía a sí mismo: "Levántate y da diez pasos más, solo diez más". Así, paso a paso, fue construyéndose.
Una de las cuerdas de su violín se rompió
Pero hay una historia en particular que lo define más allá de cualquier logro profesional.
Ocurrió el 18 de noviembre de 1994, en el Avery Fisher Hall del Lincoln Center, en Nueva York. Esa noche, como tantas otras, Perlman se enfrentaba a su habitual ritual: cruzar el escenario con sus muletas, acomodarse en su silla, dejar los aparatos ortopédicos a un lado y tomar su violín. La sala estaba repleta. La pieza a interpretar, compleja y exigente.
Todo transcurría como de costumbre, hasta que, en medio de la interpretación, una de las cuerdas de su violín se rompió. El chasquido seco se escuchó con claridad en toda la sala. Saltó como un disparo y atravesó el auditorio. No había lugar a dudas sobre lo que ese sonido significaba. Tampoco sobre lo que se esperaba que hiciera: levantarse, colocarse nuevamente los aparatos ortopédicos, tomar sus muletas y salir del escenario para buscar otro violín o una nueva cuerda.
Todo pasa ¿Cómo devolverle la sonrisa al rey?
Sin embargo, Perlman no se movió. Cerró los ojos por un instante, respiró profundo y luego miró al director. Le hizo una pequeña señal para que la orquesta continuara.
Y entonces, con solo tres cuerdas, siguió tocando. Y lo hizo con una intensidad, una pasión y una pureza que nadie en aquella sala olvidaría jamás. Cada nota parecía surgir no solo de su violín, sino de lo más profundo de su alma. Se le veía recalculando, improvisando, encontrando en esas tres cuerdas sonidos nuevos, inéditos. Por momentos, incluso parecía que la cuerda rota seguía sonando.
Cuando la pieza terminó, la sala entera quedó en silencio. Un silencio absoluto, cargado de asombro y admiración. Y entonces, la ovación: el público entero de pie, aplaudiendo, gritando, celebrando la proeza de un hombre que se negó a detenerse.
Perlman sonrió, se secó el sudor de la frente y, cuando finalmente el aplauso cesó, habló. No con presunción, sino en un tono sereno, reverente y reflexivo. Casi como pensando en voz alta: "¿Saben? A veces, la tarea del artista es descubrir cuánta música se puede hacer con lo que nos queda".
Esa frase quedó suspendida en el aire. Porque, en el fondo, no hablaba solo de música. Hablaba de la vida.
Todos, en algún momento, hemos perdido alguna cuerda: sueños que cambiaron, personas que se fueron, heridas que aún no terminan de cerrar, traumas, desilusiones, dolores profundos. Pero la vida —como la música— sigue. Y la verdadera pregunta es qué hacemos con lo que nos queda. El arte está en encontrar la música que aún puede brotar de las cuerdas que seguimos teniendo.
En esos momentos dolorosos e imprevistos, la elección es nuestra: ¿Nos detenemos? ¿Nos preguntamos "¿Por qué a mí?", o nos atrevemos a decir "¿Y ahora qué?" ¿Cómo sigo adelante con esto que tengo, con esto que soy hoy?
Podemos hacer música con lo que quedó

No podemos elegir lo que nos pasa. Pero sí podemos decidir cómo responder. Podemos quedarnos en el dolor, en la pérdida, en la queja… o podemos hacer música con lo que quedó.
Aquí hay un hombre que se preparó toda su vida para hacer música con un violín de cuatro cuerdas y que, repentinamente, en medio de un concierto, se encontró con solo tres. ¿Qué hizo? ¿Se preguntó "¿Por qué a mí?" No. Eligió seguir haciendo música con tres cuerdas. Y la música que creó esa noche fue más hermosa, más sagrada y más memorable que cualquiera que haya interpretado antes.
La verdadera fuerza está en la flexibilidad, en esa capacidad de adaptarnos, de reinventarnos, de volver a soñar con lo que tenemos a mano. Porque quizá —solo quizá— la música más hermosa no sea la que soñamos cuando todo estaba intacto… sino la que logramos crear cuando algo se rompió.
Las víctimas se preguntan "¿Por qué a mí?"; los sobrevivientes, en cambio, se preguntan "¿Y ahora qué?". El sufrimiento es universal, pero el victimismo es opcional. Nos afectarán factores ambientales y genéticos sobre los cuales tenemos poco o ningún control. Pero todos podemos elegir si seguir siendo víctimas o no. No podemos decidir qué nos pasa, pero sí podemos elegir cómo respondemos a nuestra experiencia.
Con esto no quiero romantizar los traumas. Como bien dice Edith Eger, sobreviviente de un campo de concentración: "La actitud no lo es todo. No podemos eliminar los malos momentos ni curarnos solo con pensar en positivo. Pero la manera en que invertimos nuestro tiempo y nuestra energía mental sí afecta nuestra salud. Si nos resistimos y nos quejamos de lo que estamos viviendo, nos alejamos del crecimiento y la curación. En cambio, podemos reconocer esa cosa horrible que está ocurriendo y encontrar la mejor manera de convivir con ella".
Recuerda siempre: sé un artista. Y haz la mejor música posible con las cuerdas que aún te quedan.
La tarea es esa: seguir haciendo música.
Porque no hay belleza más grande, ni obra de arte más majestuosa, que la música que logramos crear con las pocas cuerdas que nos van quedando.
(*) Rafael Jashes - Rabino.