El 24 de marzo de 1976 marcó un punto de inflexión en la historia argentina. Ese día, un golpe de Estado derrocó al gobierno constitucional de María Estela Martínez de Perón, instaurando una dictadura que se extendió hasta 1983 y dejó una herida profunda en el tejido social y político del país.
No fue un evento aislado: entre 1930 y 1976, Argentina sufrió seis golpes de Estado, reflejo de una fragilidad democrática y de una relación conflictiva entre el poder civil y las Fuerzas Armadas. Los bastonazos al sistema democrático tuvieron lugar en 1930, 1943, 1955, 1962, 1966 y 1976.
La Juventud Radical y la Franja Morada antes del golpe del ‘76
No obstante, el golpe de 1976 destacó por su brutalidad y por las consecuencias que aún resuenan en la memoria colectiva, por las leyes que se sancionaron durante los gobiernos constitucionales postdictadura para subordinar a las Fuerzas Armadas al poder civil, y el compromiso de la sociedad con la democracia, reflejado con la masiva participación de la ciudadanía en las elecciones de 1983.
El golpe se justificó como una respuesta a la inestabilidad política y la violencia de grupos armados que azotaban el país. La Junta Militar prometió "orden" y "seguridad", pero lo que siguió fue una violación sistemática y atroz de derechos humanos. Miles de personas fueron desaparecidas, torturadas o debieron tomar el camino del exilio, mientras el Estado de Derecho era suspendido y las libertades pisoteadas.
Este es el capítulo más oscuro de la historia argentina, logrando convertir al país en un ejemplo de "Estado frágil", entendido como aquel territorio donde la persecución institucionalizada, la pérdida de legitimidad del Estado, la ausencia de libertades y derechos civiles elementales, la suspensión o aplicación arbitraria del Estado de Derecho y la violación generalizada de los derechos humanos, son una constante.
En este contexto sombrío, el gobierno militar tomó la decisión de embarcar al país en la Guerra de Malvinas. Esta fue la última carta que jugó con el objetivo de perpetuarse en el poder. La posterior derrota en el conflicto bélico marcó el principio del fin de un violento régimen, abriendo paso a la transición democrática con la llegada de Raúl Alfonsín a la Casa Rosada en 1983. El desafío inmediato del flamante presidente fue claro: evitar que las Fuerzas Armadas volvieran a usurpar el poder civil.
Este objetivo requería no solo justicia por los crímenes cometidos, sino también una redefinición estructural de las relaciones civiles-militares, lograda a través de leyes clave que limitaron el rol de los militares y fortalecieron el control civil.
En 1988, la Ley de Defensa Nacional desarrolló un principio fundamental: las Fuerzas Armadas deben enfocarse exclusivamente en la defensa contra amenazas externas, dejando la seguridad interna en manos de las fuerzas policiales. Esta distinción no es menor. Durante la dictadura, los militares habían asumido funciones de control interno, utilizando su poder para reprimir a la población bajo el pretexto de combatir la subversión. La Ley de Defensa Nacional buscó romper con ese pasado. Este marco legal fue un paso crucial para subordinar a las Fuerzas Armadas al poder civil y prevenir su injerencia en asuntos políticos.
Durante la presidencia de Carlos Menem, la Ley de Seguridad Interior de 1991, complementó este esfuerzo, restringiendo aún más la intervención militar en asuntos domésticos. Solo en casos excepcionales —como desastres naturales o crisis graves— y bajo estricta autorización del poder civil, los militares pueden actuar en el plano interno. Esta normativa reforzó la idea de que la seguridad pública es competencia de las fuerzas de seguridad, no de las Fuerzas Armadas. Sin embargo, su implementación no ha estado exenta de desafíos. La desconfianza entre civiles y militares, heredada de la dictadura, y la falta de formación adecuada en temas de Defensa entre los cuadros civiles han generado tensiones persistentes.
Las leyes mencionadas son más que regulaciones técnicas; representan un compromiso con la democracia y un rechazo al autoritarismo. Platón, en su obra La República, expresó que los guerreros debían estar abocados a la defensa externa, pero aclara –con precisión quirúrgica–, que ese grupo debía, además, estar subordinado directamente al poder político y mantenerse al margen de lo político.
La memoria de la dictadura es tan importante como las normas que regulan la relación civil-militar. Recordar las atrocidades de 1976-1983 no es un ejercicio nostálgico, sino un acto de resistencia contra el olvido y una herramienta para fortalecer la democracia. La creación de la CONADEP en 1983, el juicio a las Juntas Militares en 1985 y la anulación de las leyes de impunidad en la década de 2000 son hitos en este camino.
Estos esfuerzos buscan justicia para las víctimas y sus familias, pero también educan a las nuevas generaciones sobre los peligros del autoritarismo y la importancia del Estado de Derecho. Cultivar esta memoria —a través de la educación, la cultura y la justicia— es esencial para que las instituciones democráticas sean lo suficientemente fuertes como para resistir cualquier tentación autoritaria.
*Docente de Ciencia Política y Relaciones Internacionales, especialista en temas de Defensa, autor del libro Malvinas.