Un gobernante que incurre de modo flagrante y sistemático en una interpretación expansiva del poder presidencial.
Un individuo que utilizó de manera efectiva su falso perfil de outsider o anti-establishment para acceder por primera vez a la jefatura de un Ejecutivo que se salta algo más que las formas y soslaya competencias o dictámenes de los poderes Legislativo y Judicial.
Un cultor del ego, acostumbrado a rodearse de aduladores que aplauden hasta sus frases y acciones más polémicas, que ni se sonroja cuando alguno de sus asesores hace vaticinios de una futura reelección, pese que su gestión no hizo más que comenzar.
Un mesiánico mandatario que se atribuye “misiones divinas”, como “restaurar un orden” y librar una “batalla cultural” que, con nuevo ropaje y herramientas más sofisticadas, suponen una involución en materia de derechos, garantías y libertades.
Sí, las cualidades o, mejor, los defectos enunciados más arriba, con todos sus aditamentos, podrían caber en la descripción de un mandatario vernáculo. Pero se refieren en este caso a quien hace apenas un par de meses volvió a ostentar su condición de inquilino de la Casa Blanca.
Se sabía desde antes de su triunfo que un regreso de Donald Trump, recargado en su poder como lo hizo desde el pasado 20 de enero, implicaría un sacudón de gran impacto no sólo en territorio norteamericano.
Temores fundados
Las decisiones previas a su segunda toma de posesión, escenificada en el interior del edificio del Capitolio –que cuatro años antes habían vandalizado sus seguidores más radicalizados y esta vez se blindó del frío polar que azotaba a Washington y de posibles disturbios o protestas frente a sus escalinatas– ya anticipaban lo drástico de sus primeras órdenes ejecutivas o decretos. También lo hacían las designaciones en su gabinete o su equipo de asesores, entre los que emergían nombres como el de un reconocido antivacunas como Robert Kennedy Jr., en el área de Salud; el ultraconservador de orígenes cubanos y anticastrista furioso, Marco Rubio, o el histriónico empresario multirubro Elon Musk, caratulado hace tiempo como el hombre más rico del planeta.
El jueves pasado, el dueño de Tesla, X, Space y Starlink acudió a su red social (exTwitter) para editorializar con un “meme” su apoyo a la orden ejecutiva con que Trump avanzó en el desmantelamiento del Departamento de Educación. Un recorte entre muchos de los que la actual administración republicana y el propio Musk pretenden aplicar en distintas áreas.
La figura del magnate nacido en Sudáfrica, por su influencia y recursos, puede convertirse en un arma de doble filo para Trump, en especial en lo que se refiere a protagonismo y apetencia de continuidad en el poder. Una reciente encuesta indicó que el 52 por ciento de los estadounidenses cree que Trump podría permanecer en la Casa Blanca más allá de este segundo mandato no consecutivo y tras una nueva elección en 2028. Y para entonces, ¿Musk sería aliado o enemigo?.
12 años de papado: El peregrino que llegó de la periferia
Los sondeos podrían considerarse extemporáneos en marzo de 2025, cuando a Trump le quedan tres años y nueve meses de mandato, y contrarios a la vigésimo segunda enmienda de la Constitución de Estados Unidos, que sólo prevé dos períodos para quienes lleguen a la presidencia del país.
Sin embargo, esta semana, uno de los artífices de la campaña sucia y del triunfo de Trump frente a Hillary Clinton, en noviembre de 2016, dijo que se estudian “un par de alternativas” en aras de buscar ese tercer mandato. “Estamos trabajando en ello”, afirmó suelto de cuerpo Steve Bannon, ideólogo de fake news y posverdades que también supo vender a líderes y candidatos de las derechas latinoamericanas.
Por ahora una nueva enmienda que debería emerger del Congreso parece inviable, aun con las mayorías de las que Trump disfruta en ambas cámaras. Pero nunca se sabe en este escenario político que cada día depara sorpresas, algunas bastante desagradables.
Motosierra y más
Fronteras adentro, la motosierra de Trump y Musk no sólo apuntó a políticas educativas, sino que afectó a la salud, y a subsidios o estímulos en diversas áreas con distintos destinatarios. Recursos legales y fallos judiciales en favor de las y los afectados frenaron algunos decretos y sus impactos, mientras en otros, la disputa promete endurecerse.
Fiel a su estilo y a promesas de campaña, Trump justificó en supuestos beneficios internos sus órdenes de fijar aranceles para productos provenientes no sólo de sus vecinos, Canadá y México. También la promocionada deportación de inmigrantes sin papeles a sus países de origen. Las barreras impuestas en el primer caso desataron una guerra comercial no sólo con China (el rival en aras de recuperar la hegemonía global), sino también con aliados históricos de Europa y Asia.
Acerca de las deportaciones, el conflicto mayor provino del traslado de migrantes venezolanos no a su tierra natal, sino a la cárcel de máxima seguridad erigida en El Salvador para maras y pandilleros, que con una “capacidad” para 40 mil presos, es el penal más grande de toda Latinoamérica. Previo acuerdo con el mandatario salvadoreño, Nayib Bukele (fiel exponente de la nueva derecha regional que promociona su política de mano dura y el nulo respeto a garantías para quienes sindica como delincuentes), Trump dispuso el traslado de más de 250 detenidos. A este grupo de venezolanos, la Casa Blanca lo vinculó con el “Tren de Aragua”, organización criminal transnacional, lo que fue rechazado desde Caracas y por diversas entidades defensoras de derechos humanos.
Como argumento para justificar ese operativo, que la Justicia estadounidense había ordenado frenar, el gobierno esgrimió una Ley de Guerra del siglo XVIII.
Lejos de la paz
En lo que respecta a su papel de “mediador” para acabar con un par de guerras de este siglo, Trump no tuvo una gran semana. El diálogo telefónico de dos horas y media con su par ruso, Vladimir Putin, no logró arrancar del jefe del Kremlin el aval para un cese del fuego por 30 días que sirviera de preludio para la paz en Ucrania. Como contraoferta, Putin se comprometió a no atacar infraestructuras ligadas a la energía en el suelo de su vecino.
Nuevos bombardeos y ofensivas con drones confirmaron que Moscú insistirá como conditio sine qua non para acallar sus armas que cese totalmente la ayuda militar y de inteligencia de Occidente al gobierno de Volodimir Zelenski, el mandatario ucraniano a quien Trump llamó tiempo atrás dictador y a quien humilló hace unas semanas en el Despacho Oval.
Casi en simultáneo con el contacto telefónico ruso-estadounidense, la frágil tregua entre Israel y Hamas se desvanecía con nuevos ataques sobre la Franja de Gaza, que desde el martes sumaron otros 634 muertos y 1.172 heridos. Las cifras, según fuentes palestinas, elevaron a 49.747 los muertos y más de 113 mil los heridos desde que se inició la ofensiva israelí el 7 de octubre de 2023, en represalia por la cruenta incursión de ese día del grupo islamista, que dejó más de 1.200 muertos y cientos de heridos y secuestrados.
En medio del precario cese del fuego del que se ufanó Trump de haber sido gestor, el magnate republicano propuso la insólita solución de deportar a 2,2 millones de gazatíes a Jordania o Egipto y convertir a la Franja en una nueva “Riviera”.
“Esto es sólo el comienzo”, afirmó tras los nuevos bombardeos el primer ministro israelí, Benjamin Netanyahu, aliado del presidente estadounidense, y cuya dimisión reclamó horas atrás una multitud que, entre otras cosas, lo responsabilizó de poner en riesgo la vida de los rehenes que aún quedan en manos de los terroristas.