Recuerdo que varios compañeritos de la infancia querían ser presidente. Por lo general eran los mismos que armaban batallas interminables con soldaditos, incluso uno de ellos conocía la vida de Napoleón como si hubiese sido su tatarabuelo. Me enteraba de esta vocación cuando nos veíamos obligados a responder a la incómoda y hasta incomprensible pregunta que solían hacer los adultos: “¿qué te gustaría ser cuando seas grande?”. Lo primero que deberían haber preguntado es si queríamos ser grandes. La respuesta inmediata de algunos no dejaba de sorprenderme. ¡Presidente! ¿Qué imaginarían? Quizá lo asociaban con la fantasía de un rey, de estar en la cima, o en el mejor de los casos mejorar el mundo. La respuesta que da un niño cuando se le pregunta por cómo se imagina en el futuro no incluye el camino que implica llegar a él; por otra parte, el futuro siempre se aleja, y lo que se imagina un niño suele ser más poderoso que cualquier realidad.
Hoy ser presidente no parece tan glorioso, ni difícil. Una manera más de ganarse la vida, por lo general, no muy honestamente. Y como si el mundo girara al revés, los adultos se asemejan a infantes queriendo romper todos los juguetes y decir malas palabras, y los niños juegan cada vez menos, o lo hacen solo con un dedo.
Ya lo decía con humor y también seriamente nuestro querido escritor Macedonio Fernández cuando se postuló para la presidencia hace casi un siglo: “¿y por qué no? Es un trabajo poco demandado”. Y vemos que ser presidente no es tan difícil en tiempos de redes.
Se avecina un desfile inesperado de candidatos. Ojalá vengan crecidos y no quieran ser niños todopoderosos.