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Wolfgang en las ciudades

Logra que su narración sea el paseo eterno de alguien que tiene todo el tiempo del mundo, ningún apuro para llegar a alguna parte.

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Caso curioso el de París Berlín Nueva York, de Wolfgang Hermann, que tradujo la editorial española Periférica y ahora está circulando en la Argentina. No es el único caso en el que la solapa del libro reproduce pasajes de reseñas de otro libro, pero nunca dejo de extrañarme por esta costumbre. Esta vez porque las reseñas hablan de la muerte del hijo del autor y de la sensibilidad con la que trata el tema, es que no se refieren a París Berlín Nueva York (cuyo original alemán es de 1992) sino a Despedida que no cesa, que Periférica publicó en 2016, traducción de Abschied ohne Ende, que es de 2012. Es decir, que se utiliza un libro posterior para vender el anterior, práctica habitual en el marketing editorial. Solo que París Berlín Nueva York es veinte años anterior y a Hermann, que yo sepa, no se le había muerto ningún hijo y seguramente era un escritor distinto.

Es más, cuando leí París Berlín Nueva York, el texto me hizo pensar que el autor no tenía dolor ni preocupación alguna (material o espiritual), salvo una leve nostalgia por Bergenz y Dornbirn, donde nació y se crió en Austria, además de por Viena donde estudió y vive actualmente, mientras que de las tres ciudades del título conservaba recuerdos más bien dulces de París, irritados de Berlín y perplejos de Nueva York, lugares en los que el autor sufrió las transformaciones de las que habla el subtítulo del libro. La prosa de Hermann, según sus palabras está regida por un principio que parece excluir todo sufrimiento profundo: “La escritura, tal como la imagino yo, debería ser ligera, debería fluir de la mano, pero tampoco con una ligereza excesiva, para así no perder en ningún momento el contacto con la urdimbre del día, en la que debería integrarse, igual que los demás gestos, las caminatas a alguna parte por los confines de la ciudad, las vistas, las horas en los trenes de cercanías, el encuentro con los amigos”.

París Berlín Nueva York responde a esa descripción, la de la ligereza, las caminatas, los viajes y los encuentros como si el libro se escribiera entre desplazamientos y contemplaciones, en un tono que recuerda a un temprano Peter Handke en un día de bonanza, cuando Handke lograba superar su inmersión en lo distante y en lo lúgubre. Hermann logra que su narración sea el paseo eterno de alguien que tiene todo el tiempo del mundo, ningún apuro para llegar a alguna parte porque ese ligero caminar, apenas provisto de cierta densidad fuera el secreto del arte de vivir y también la clave de la espera hasta que llegue la inspiración de la primera frase, “el presentimiento de otra vida que luego ya no necesitas vivir”.

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Uno no sabe si envidiar o tenerle rencor a este señor Hermann que viajó por todas partes, trabajó de profesor en Tokio, tuvo amores surtidos y escribe libretos de ópera en Viena, además de publicar varias decenas de libros como quien no quiere la cosa, sin perder esa calma productiva.

Lo último que me hubiera imaginado de ese Hermann que se desliza rozando la felicidad con los dedos es que fuera a perder un hijo (que lo tuviera ya me parecía difícil). Pero menos me imagino cómo hizo para escribir después sobre el dolor que no cesa si no hay una línea en su prosa que permita sospechar que llegaría un día en el que la elusiva primera frase sería necesariamente tan distinta.