Entre las discusiones ociosas a las que se entregan los usuarios de X, la más absurda debe ser la que enfrenta a los amantes del verano con los del invierno. Está claro que la humanidad se divide en esos bandos, pero está igualmente claro que los argumentos para defender cada una de las posiciones son tan poco convincentes como los que emplean los fanáticos del fútbol para establecer que su equipo es el mejor de todos. Es uno de esos casos en los que la razón no logra colarse ni siquiera por la ventana pero la humanidad, a pesar de las encuestas en contrario, tiene en general mucho tiempo libre y se dedica a hablar del clima. Al menos, una parte de ella, ya que estoy seguro de que tanto los esquimales como quienes viven cerca del Ecuador no participan de esta controversia: unos no tienen que preocuparse por el aire acondicionado y los otros por la calefacción. Somos los habitantes de las zonas templadas los que sufrimos estos dilemas hamletianos.
Otra discusión inútil es la que separa a los defensores de los perros con los de los gatos. Y esta me toca más de cerca, aunque no tengo mucha experiencia en materia de mascotas como para dar una opinión ecuánime. Solo puedo hablar de nuestra perra, Solita, a la que en su vejez (el bicho tiene cerca de diecisiete años, una enfermedad renal seria y artrosis en el tren trasero) vemos sufrir a diario y por ella sufrimos Flavia y yo. Una de las experiencias más tristes que viví últimamente fue encontrarme en X con una serie de tuits de gente a la que se le había muerto un perro: estaban tan desconsolados que no pude seguir leyendo. Es que las emociones que nos provocan los animales escapan de nuestra comprensión pero no dejan de ser muy poderosas.
Para bajar (hasta cierto punto) el tono dramático, permítanme que me concentre en un subgénero de la discusión perros vs. gatos. Es la que intenta establecer cuál de las dos especies es más inteligente. No puedo hablar de los perros en general, pero nuestra querida Soli nunca se destacó por su brillo intelectual. Déjenme acudir a un ejemplo. En las últimas semanas Paula, la veterinaria, nos aconsejó construir una rampa porque a Solita le cuesta cada vez más bajar y subir los cuatro escalones que separan la casa del jardín. Nuestro vecino y amigo Mario se encargó de la tarea, pero la rampa resultó demasiado empinada. Para corregir el ángulo, la inteligencia artificial nos indicó que este era el arco tangente del cociente entre la base y la altura (hace mucho que no oía hablar del arco tangente). Corregida la pendiente, Solita se encontró con media escalera sin cambios y la otra mitad convertida en una pasarela digna de una princesa. Pero no quiere saber nada: para bajar la rampa le da miedo y para subir no logra darse cuenta de cómo encontrar el acceso.
A todo esto, tenemos una intrusa en el jardín. Es la gata de la pizzería de la esquina que salta las paredes de las casas del barrio, entre ellas la nuestra. Pero luego no sabe cómo volver a la suya. Es más, la muy tonta se sube al árbol y chilla porque no sabe cómo bajarse. De modo que, al menos en los casos que tenemos a la vista, ni el perro ni el gato se destacan por su capacidad para resolver problemas geométricos. Si algo está claro de nuestros animales, es que los queremos mucho, pero no por su inteligencia.