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Vélez, el Mellizo y una reivindicación a Bravo

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Tiempo. Guillermo volvió siete años después. | cedoc

Y un día, después de siete años de estar alejado del fútbol argentino, Guillermo Barros Schelotto volvió a dirigir en el país. Fue con Vélez y debutó perdiendo. Parado en el banco del estadio José Amalfitani, donde se hizo mundialmente famoso su entrenador referente, Carlos Bianchi, fue recibido de buena manera más allá de los antecedentes bélicos vividos contra Vélez en los noventas, como jugador de Gimnasia y Esgrima de La Plata.

El 0-1 ante Riestra es arrancar con el pie izquierdo para un entrenador con poco margen en el club de Liniers. Futbolísticamente, el equipo de Guillermo fue intenso, dinámico e intentó presionar arriba. Por momentos llegó al área de Riestra, pero le faltó peso ofensivo frente a una defensa de gigantes que juegan a bloque bajo y en espacios reducidos. A los 10 minutos, ya estaba en desventaja y nunca lo pudo igualar. Esta primera derrota se suma a la pobre campaña que ya venía haciendo el conjunto de Liniers cuando era dirigido por Sebastián Domínguez, quien en ocho partidos empató dos y perdió seis sin siquiera convertir un gol.

Así como en la vida, en el fútbol hay personas que funcionan como interregno, son bálsamos, oasis en el desierto de la historia de las instituciones. Sus acciones trascienden esos circunstanciales momentos de tristezas y cambian perspectivas. La historia de Marcelo Bravo en Vélez es esa, un vínculo cíclico de sueños que comienzan y se interrumpen, pero tarde o temprano se reencuentran para seguir construyendo, sea desde otro lugar, a otro ritmo o en otra función, pero con la misma pasión de siempre.

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Pasaron exactamente veinte años desde que, como parte de este loop casi eterno, el juvenil Marcelo Bravo irrumpió en la Primera de Vélez, llamando la atención de propios y extraños. En un equipo campeón con figuras de gran recorrido, Bravo era el futbolista titular más joven. Todos hablaban de su salto a Europa a fin del torneo y por una fortuna.

El 20 de agosto de 2005 jugó el mejor partido de su carrera contra Gimnasia en el Bosque y dos días después, al llegar a la Villa Olímpica para la primera práctica de la semana, su entrenador Miguel Ángel Russo le dijo: “No te cambies, Marcelo. Vení que necesitamos hablar con vos”. Ese día, como contó en el libro No me corten el pie. Historias de superación y dolor en futbolistas, fue el primero de los idas y vueltas entre Marcelo Bravo y la primera división de Vélez. Se había enterado de que sufría una cardiopatía hipertrófica congénita, que lo retiró del fútbol con apenas 19 años.

A base de tiempo, constancia en el trabajo y sacrificio, el nombre de Marcelo Bravo se transformó en sinónimo de Vélez. Marcelo siempre priorizó al club, se quedó cuando el cuerpo técnico de Russo le ofreció irse con ellos, empezó desde cero dirigiendo infantiles cuando Lavolpe no sabía ni quién era y fue subiendo categoría a categoría a base de buenos resultados hasta llegar a la reserva. Su historia hoy trascendió la de aquel joven futbolista e hincha al cual el destino le jugó una mala pasada.

Cuando hace más de una década colgué los botines, me volví a cruzar con Marcelo en el fútbol. Empecé trabajando como médico en las inferiores de Vélez, cubría partidos de infantiles los domingos y aún recuerdo aquella categoría de gurrumines de 11 años que dirigía Marcelo donde Thiago Almada ya era un futbolista estelar “condenado al éxito”.

Desde ese escalón, Bravo fue subiendo y también soportando estoicamente. Subiendo a la par que subían sus jugadores y soportando porque varias veces lo quisieron correr. Sin ir muy lejos, hace apenas unos meses lo intentaron, pero por fortuna para Vélez no pudieron lograrlo. En lo que va del año, el equipo solo tuvo dos victorias. Fueron consecutivas ante San Martín de San Juan y Atlético Tucumán. Los únicos dos partidos del interregno de Marcelo.

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