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Vampiros en Venecia

16-4-2023-Logo Perfil
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El Nosferatu de Friedrich Murnau es una película que nunca hubiésemos debido ver. No me refiero a que el mejor modo de promover una película o un libro no es recomendándolo, sino prohibiéndolo, sino a que luego de su estreno, el 4 de marzo de 1922 en el zoológico de Berlín, cuando una pequeña cinematográfica alemana, la Prana Film, proyectó por primera vez su primera película, Nosferatu, basada en el libro Drácula, de Bram Stoker, el escritor irlandés muerto veinticinco años antes no tenía la autorización de la familia, por lo que a esa proyección en un zoológico siguió una larga batalla legal que llevó a la bancarrota a Prana Film y al secuestro de todas las copias en circulación de la película. Los largos y complicados avatares de esa historia los cuenta David John Skal en un libro, Hollywood Gothic, que pueden comprar o bajar gratis de Z-Library.

Había algunas diferencias más o menos evidentes entre la película de Murnau y el libro de Stoker, pero, por ejemplo, una de las características que hoy consideramos casi inevitables a la hora de hablar de vampiros, su vulnerabilidad a la luz del sol, es una invención de Murnau: el Drácula de Stoker camina libremente por la calle durante el día, aunque debilitado y sin poder hacer gala de algunas de sus capacidades prodigiosas. El semblante tampoco era el mismo: el personaje encarnado por Max Schreck pasó, con los años, a tener su propia deriva: volvieron a recrearlo, casi a la perfección, Klaus Kinski y Willem Dafoe en la versiones de Herzog, Merhige y ahora Eggers, aunque Kinski volvió a encarnar al vampiro en otra película, Nosferatu en Venecia, de 1988, con los mismos colmillos que había usado trabajando con Herzog pero conservando su larga cabellera.

Pero lo extraño de todo el caso Nosferatu y Prana Film, según el relato que hace Skal en su libro, es que probablemente ninguno de nosotros la habría visto si el archivista francés Henri Langlois, director de la Cinemateca Francesa, el más greande archivo del mundo dedicado a la historia del cine, no se hubiese ocupado de hacer oídos sordos a los reclamos y se hubiese guardado una copia: la última. 

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Langlois había fundado la Cinemateca en 1936 junto a sus amigos Georges Franju y Jean Mitry. Langlois dirigió la institución durante más de cuarenta años, llevándola de una pobre colección de diez películas en 1936 a 60 mil en 1970. No solo salvó la última copia de Nosferatu: durante la ocupación alemana rescató también los negativos de El ángel azul, de Von Sternberg, que los nazis, entre otras cosas, querían hacer desaparecer de la faz de la Tierra. Se dice que recibió a las fuerzas alemanas que venían a requisar su departamento en busca de películas prohibidas, pero que a ninguno se le ocurrió revisar el baño: Langlois había llenado la bañera con latas de películas.

Muchos de los más grandes directores de la nouvelle vague no perdieron ocasión de rendirle tributo: François Truffaut, Jean-Luc Godard, Claude Chabrol, Alain Resnais. Muchos de ellos se referían a sí mismos como “les enfants de la Cinémathèque”. Langlois también tiene un libro, Memorias de un cinéfilo, que publicó El Cuenco de Plata.

Todavía no vi el Nosferatu de Eggers, pero el último día de 2024 sentí nostalgia y busqué y encontré Nosferatu en Venecia, dirigida por Augusto Caminito, una película envuelta en mil problemas (siempre había problemas donde se trabajaba con Klaus Kinski, de hecho él mismo se consideraba codirector de la película, aunque no aparece como tal en los créditos): cambios de director, abandonos, peleas y pedidos de disculpas. El Nosferatu de Caminito está harto de vivir y deambula por las calles en busca de una virgen que se entregue a él voluntariamente y que lo ame sin arrepentimiento. Demasiadas exigencias para un hombre normal, imaginemos para un vampiro.