Acabo de terminar de leer Historia de la Revolución Francesa, de Piotr Kropotkin, en una edición de Editorial Americalee (Buenos Aires, 1944, 508 páginas). Publicado originalmente en 1909, al mismo tiempo en inglés y francés, en castellano se publicaron diversas ediciones, algunas completas (como la de Americalee) y muchas otras incompletas. El de Kropotkin es uno de los proyectos intelectuales-políticos más interesantes –casi diría necesario– pero a la vez, más difícil de llevar a cabo: articular, ensamblar o poner en el mismo horizonte anarquismo y comunismo. Proyecto político-cultural que una y otra vez resultó fallido, incumplido, imposible,fracasado. Y sobre el que, sin embargo, es necesario volver una y otra vez, actualizarlo, repensarlo, reflexionar en la herencia de ese horizonte. Este es un tiempo en que todo parece nuevo o que, mejor dicho, todo se ofrece como novedad, en especial como novedad tecnológica. La novedad como un imperativo del mercado (el mercado: lo nuevo que no renueva nada). Pero es imposible pensar eso que ocurre, diferenciar lo que sucede como materia estándar, de la irrupción del Acontecimiento que todo lo cambia, sin que esa novedad se monte en inmensas y poderosas tradiciones. Pensar es sujetarse a la paradoja: un vanguardismo historicista. La posibilidad de pensar un corte radical en la historia, y también la posibilidad de que ese corte se hile con profundas tradiciones, incluso si esas tradiciones nos llegan por momentos deshilachadas, fragmentadas o raídas. Libros como Historia de la Revolución Francesa van en esa dirección, y su lectura actualiza ese horizonte de problemas teórico-políticos.
Historia… comienza con una hipótesis (o más bien una certeza) que, desde allí, recorre todo el libro: “Dos grandes corrientes prepararon e hicieron la Revolución: una, la corriente de ideas –ola de ideas nuevas sobre la organización política de los Estados–, procedía de la burguesía; otra, la de la acción, manaba de las masas populares de los campesinos y de los proletarios de las cuidades”. Kropotkin desarrolla sin cesar este segundo punto, el del rol central de los campesinos, del proletariado naciente, de lo que aparece bajo la figura del “pueblo” en los acontecimientos revolucionarios: “Para llegar a un resultado de tal importancia, para que un acontecimiento tome las proporciones de una Revolución (…) no basta que se produzca un movimiento de ideas instruidas, cualquiera sea su intensidad; no basta tampoco que surjan motines en el seno del pueblo, cualquiera sea su número y extensión: es preciso que la acción revolucionaria, procedente del pueblo, coincida con un movimiento del pensamiento revolucionario”.
Y luego el libro despliega una segunda constatación: a medida que se despliega –con idas y vueltas– la Revolución, la burguesía triunfadora registra que su enemigo futuro (y casi ya, presente) no es la monarquía y el clero –grupos sociales en retirada– sino el proletariado naciente. La enseñanza del libro reside allí: la burguesía piensa siempre la segunda jugada. Es esta una enseñanza que debemos retener para nosotros, no solo para pensar la historia, sino también el presente, incluso nuestro presente, el aquí y ahora, en el que padecemos el neoliberalismo en clave neofascista. Oponernos es nuestra obligación. Pero pensar cómo seguimos lo es también.